Ahora fue el periodista quien respondió con un sonido gutural, aunque el suyo era ya un franco gruñido.
—¿Has comprobado la cotización?
—Firme como una roca, mejor dicho, una roca que va subiendo y da dividendos seguros.
La línea telefónica quedó en silencio, pero a cada uno le parecía oír girar y chasquear los engranajes mentales del otro mientras hacían cálculos y sacaban conclusiones. Finalmente, Avisani dijo, con premura en la voz:
—Ahora he de dejarte, Guido. Quizá mañana nos despertemos sin gobierno.
—Lástima que Tomás de Aquino ya no esté entre nosotros —comentó Brunetti suavemente.
—¿Qué? —dijo Avisani, desconcertado, y enseguida rectificó—: ¿Por qué?
—Hubiera podido añadir eso a sus pruebas de la existencia de Dios.
Otro sonido sordo, y Avisani colgó.
Pero, ¿cómo introducirse en el mundo de los cadetes?, se preguntaba Brunetti. Hacía tiempo que tenía la convicción de que no era casualidad que la Mafia se hubiera desarrollado en la misma tierra que el Vaticano, porque una y otro exigían a sus seguidores total fidelidad y ambos castigaban la traición con la muerte: la del cuerpo o la del alma. El tercer integrante de esta trinidad de fanáticos de la lealtad era sin duda la clase militar: quizá la práctica de dar muerte al enemigo hacía más fácil dársela al amigo.
Brunetti permaneció sentado a su mesa mucho rato, contemplando alternativamente la pared del despacho y la fachada de San Lorenzo, pero sin encontrar en ninguna de ambas superficies un resquicio por el que introducirse en el código que regía en San Martino. Finalmente, descolgó el teléfono y llamó a Pucetti. Cuando el agente respondió, Brunetti preguntó:
—¿Cuántos años tiene Filippi?
—Dieciocho, señor.
—Me alegro.
—¿Por qué?
—Podemos hablar con él a solas.
—¿No pedirá un abogado?
—No si se cree más listo que nosotros.
—¿Cómo conseguiremos hacérselo creer?
—Enviaré a Alvise y Riverre a buscarlo.
Brunetti observó con satisfacción que Pucetti se abstenía de reírse y de hacer comentarios, y vio en su discreción una señal tanto de la inteligencia como de la caridad del joven.
Cuando, una hora después, Brunetti bajó a la sala de interrogatorios, encontró a Paolo Filippi sentado a la cabecera de la mesa rectangular, de cara a la puerta. El joven estaba muy erguido en la silla, con la espalda por lo menos a diez centímetros del respaldo y las manos cuidadosamente entrelazadas sobre la mesa, como el general que ha convocado a su estado mayor y espera con impaciencia su llegada. Vestía de uniforme y había dejado la gorra a su derecha, con los guantes bien plegados sobre la copa. Miró a Brunetti, cuando éste entró con Vianello, pero no hizo gesto alguno que acusara su llegada. Inmediatamente, Brunetti reconoció en él al muchacho al que con tanta satisfacción había dado aquel puntapié en la espinilla, y vio que el reconocimiento era mutuo.
Imitando el silencio de Filippi, Brunetti se dirigió hacia un lado de la mesa, mientras Vianello iba hacia el lado opuesto. El comisario llevaba una gruesa carpeta azul que dejó frente a sí al sentarse. Sin mirar al muchacho, alargó el brazo, conectó el micrófono y dio la fecha y el nombre de los tres presentes. Entonces se volvió hacia el muchacho y, en el tono más formalista posible, preguntó a Filippi si deseaba la presencia de un abogado, confiando en que ello sonara a los oídos del joven como el ofrecimiento que desdeñaría un valiente.
—No, por supuesto —dijo el chico, buscando el tono de negligente superioridad que utilizan los actores mediocres en las malas películas de guerra. Brunetti, en su fuero interno, dio gracias por la arrogancia de la juventud.
Rápidamente, en el mismo tono de trámite, Brunetti despachó las habituales preguntas sobre nombre, edad, lugar de residencia y, finalmente, actividad del interrogado.
—Estudiante, desde luego —respondió Filippi, como si fuera inconcebible que una persona de su edad y posición pudiera ser otra cosa.
—¿En la Academia San Martino? —preguntó Brunetti.
—Usted ya lo sabe.
—Lo siento, pero eso no es una respuesta —dijo Brunetti tranquilamente.
Con voz hosca, el muchacho contestó:
—Sí.
—¿En qué curso está? —preguntó Brunetti, a pesar de que conocía la respuesta y creía que la información carecía de importancia. Quería comprobar si Filippi había aprendido a responder sin protestar.
—Tercero.
—¿Ha estudiado en la academia los tres cursos?
—Desde luego.
—¿Forma parte de la tradición de su familia?
—¿Qué, la academia?
—Sí.
—Naturalmente. La academia y, después, el ejército.
—Entonces, ¿su padre está en el ejército?
—Lo estuvo hasta que se retiró.
—
¿
Cuándo fue eso?
—Hace tres años.
—¿Tiene idea de por qué se retiró su padre?
Irritado, el muchacho preguntó:
—¿Quién le interesa, mi padre o yo? Si le interesa mi padre, ¿por qué no le trae y le pregunta a él?
—Cada cosa a su tiempo —dijo Brunetti calmosamente, y repitió—: ¿Tiene idea de por qué se retiró su padre?
—¿Por qué se retira uno? —replicó el muchacho, enojado—. Tenía años de servicio suficientes y quería hacer otra cosa.
—¿Como estar en el Consejo de Edilan-Forma?
El chico rechazó la posibilidad con un ademán.
—No sé lo que quería mi padre. Tendrá que preguntárselo a él.
Como ateniéndose a una secuencia lógica, Brunetti preguntó:
—¿Conocía usted a Ernesto Moro?
—¿El que se suicidó? —preguntó Filippi, innecesariamente, a juicio de Brunetti.
—Sí.
—Sí; lo conocía, aunque iba un año por detrás de mí.
—¿Asistían juntos a alguna clase?
—No.
—¿Practicaban deporte juntos?
—No.
—¿Tenían amigos comunes?
—No.
—¿Cuántos alumnos tiene la academia? —preguntó Brunetti.
Este giro del interrogatorio desconcertó a Filippi, que lanzó una rápida mirada al silencioso Vianello, como si éste pudiera saber por qué se le hacía la pregunta.
Como Vianello permanecía impasible, el chico respondió:
—Lo ignoro. ¿Por qué?
—Es una escuela pequeña. Tiene menos de cien alumnos.
—Si ya lo sabe, ¿por qué pregunta? —Brunetti observó con satisfacción que el muchacho se irritaba porque se le hiciera una pregunta a la que la policía, evidentemente, ya tenía la respuesta.
Haciendo caso omiso de la pregunta de Filippi, Brunetti dijo:
—Tengo entendido que es una buena escuela.
—Sí; es muy difícil entrar.
—Y muy cara —observó Brunetti con voz neutra.
—Desde luego —dijo Filippi sin disimular el orgullo.
—¿Se da preferencia a los hijos de antiguos alumnos?
—Es de esperar que sí.
—¿Por qué lo dice?
—Porque así sólo entra gente como es debido.
—¿Y qué gente es ésa? —preguntó Brunetti en tono de ligera curiosidad, consciente, mientras lo decía, de que si su hijo utilizara la frase «gente como es debido» en aquel tono, él sentiría que había fracasado como padre.
—¿Quién?
—La gente como es debido.
—Los hijos de oficiales del ejército, naturalmente.
—Naturalmente —repitió Brunetti. Abrió la carpeta y miró la hoja de encima, que no tenía nada que ver con Filippi ni con Moro. Miró a Filippi, al papel y otra vez al chico—. ¿Recuerda dónde estaba usted la noche en que el cadete Moro fue…? —titubeó deliberadamente después de la última palabra, y terminó—: ¿… murió?
—En mi habitación, supongo.
—¿Supone?
—¿Y dónde iba a estar?
Brunetti miró a Vianello, que movió ligeramente la cabeza de arriba abajo. Con movimientos pausados, Brunetti volvió la hoja y examinó la siguiente.
—¿Había alguien con usted en la habitación?
—No. —La respuesta fue inmediata.
—¿Dónde estaba su compañero de habitación?
Filippi extendió la mano y rectificó la posición de los guantes, perfectamente doblados sobre la gorra, hasta dejarlos perpendiculares al centro de la visera.
—Debía de estar allí —dijo al fin.
—Ya —dijo Brunetti. Como obedeciendo a un impulso irresistible, volvió a mirar a Vianello. Nuevamente, el inspector asintió. Brunetti dio otra ojeada al papel y, hablando de memoria, preguntó—: Se llama Davide Cappellini, ¿verdad?
—Sí —respondió Filippi, reprimiendo toda señal de sorpresa.
—¿Son buenos amigos?
—Supongo —dijo Filippi con la petulancia que sólo los adolescentes pueden expresar.
—¿Sólo eso?
—¿Sólo qué?
—Que lo supone. Que no está seguro.
—Claro que estoy seguro. ¿Cómo no vamos a ser amigos, si hace dos años que compartimos habitación?
—Exactamente —se permitió observar Brunetti y volvió a fijar la atención en los papeles. Al cabo de lo que le pareció mucho rato, preguntó:
—¿Hacen cosas juntos? —Y, antes de que Filippi pudiera preguntar a quién se refería, aclaró—: Usted y su compañero de habitación, el cadete Cappellini.
—¿Qué quiere decir?
—Actividades. Estudio. Deportes. Otras cosas.
—¿Qué otras cosas? —preguntó Filippi con recelo.
—¿Cazar? —preguntó Vianello sorprendiéndolos a ambos.
Bruscamente, casi como si hubiera olvidado la presencia de aquel otro hombre, Filippi volvió la cabeza hacia Vianello y preguntó en un tono una octava más alto:
—¿Cómo?
—¿Pescar? ¿Cazar? —preguntó Vianello con inocente curiosidad, y agregó—: ¿Fútbol?
Filippi alargó la mano en dirección a los guantes, pero se detuvo y puso las dos manos juntas encima de la mesa, frente a sí.
—Quiero que venga un abogado —dijo.
Con toda naturalidad, como si Filippi hubiera pedido un vaso de agua, Brunetti dijo:
—Desde luego. —Se inclinó hacia el micrófono, indicó la hora y dijo que la entrevista quedaba interrumpida.
Cuando el chico dijo que no conocía a ningún abogado, lo dejaron solo en una habitación y le permitieron llamar a su padre. Al cabo de unos minutos, salió y dijo que dentro de una hora su padre estaría allí con un abogado. Brunetti llamó a un agente y le pidió que acompañara al cadete a la sala de interrogatorios y dijo a Filippi que lo tendrían allí, sin ser molestado, hasta que llegara su padre. Cortésmente, Brunetti le preguntó si deseaba comer o beber algo, pero el muchacho rehusó. En el tono de su negativa, Brunetti vio a generaciones de intérpretes de películas de la serie B rechazando el pañuelo que ofrece el jefe del pelotón de fusilamiento.
Tan pronto como se llevaron al cadete, Brunetti dijo a Vianello que se quedara esperando al comandante Filippi y al abogado y que procurara entretenerlos todo lo posible antes de permitirles ver al chico.
El comisario llamó entonces a Pucetti y le pidió que lo esperase en la lancha, que él bajaría en un momento.
—¿Adónde va? —preguntó un desconcertado Vianello.
—A la academia. Quiero hablar con el joven Cappellini antes de que ellos puedan ponerse en contacto con él —dijo Brunetti—. Déjeles hablar a solas con el chico tanto rato como quieran. Si es preciso, permita que se lo lleven. Pero procure alargarlo todo lo posible. Haga cuanto pueda por demorarlos. —Y se fue sin esperar la respuesta de Vianello.
La lancha estaba frente a la
questura.
El piloto aceleraba el motor, a la vista de la agitación de Pucetti, que ya había soltado la amarra y sujetaba la embarcación desde el muelle. Brunetti saltó a bordo, seguido un segundo después por Pucetti, quien perdió el equilibrio al poner pie en la lancha, que ya avanzaba, y tuvo que agarrarse al hombro de Brunetti. A toda máquina, la embarcación salió al
Bacino,
lo cruzó y entró en el Canale della Giudecca. El piloto, siguiendo instrucciones de Brunetti, utilizaba el faro azul pero no la sirena.
Pasados los primeros momentos de excitación, Brunetti casi se avergonzó de que, incluso frente a la muerte y la mentira, él aún fuera capaz de disfrutar con el simple placer de la velocidad. Sabía que aquello no era una excursión de colegio ni una persecución de película de policías y ladrones y, no obstante, el viento de la carrera y el rítmico golpeteo de las olas en la proa le producían un vértigo de gozo.
Miró a Pucetti y experimentó un cierto alivio al ver sus propios sentimientos reflejados en la cara del joven. Pasaban por el lado de las otras embarcaciones como una exhalación. Brunetti veía cómo la gente volvía la cabeza para seguir con la mirada su rápido avance por el canal arriba. Pero muy pronto el piloto entró en Rio di Sant'Eufemia, puso la marcha atrás y la embarcación se deslizó en silencio hacia la orilla izquierda del canal. Mientras saltaban a tierra, Brunetti se preguntó si habría estado acertado al hacerse acompañar por el amable Pucetti en lugar de haber traído, por ejemplo, a un Alvise que, aun siendo igual de buena persona, ofrecía, profesionalmente, la ventaja de tener aspecto de matón.
—Quiero asustar a este chico —dijo Brunetti, al echar a andar por la
Riva
hacia la escuela.
—Eso es fácil, señor.
Cuando cruzaban el patio, Brunetti percibió cierto movimiento o alteración a su derecha, donde caminaba Pucetti. Sin aminorar el paso, lanzó una mirada rápida, y casi tuvo que pararse, de la sorpresa. Pucetti, cuyos hombros parecían ahora más robustos, había adoptado el andar de un boxeador o de un estibador: la cabeza inclinada hacia adelante, el cuello dilatado, las manos entrecerradas, aguardando la orden de convertirse en puños, el paso firme, desafiando al suelo a oponerse a su avance.
La mirada de Pucetti recorría el patio, pasando de un cadete a otro con depredadora celeridad. Su boca tenía gesto de hambre y de sus ojos habían desaparecido la cordialidad y el buen humor que habitualmente los animaban.
Brunetti aminoró la marcha automáticamente, dejando que Pucetti se adelantara, como un buque de crucero se hace a un lado en el Antártico, para situarse a la zaga del rompehielos. Los pocos cadetes que había en el patio enmudecían a su paso.
Pucetti subió de dos en dos los peldaños de la escalera del dormitorio, y Brunetti lo siguió, más despacio. Al llegar a la puerta de la habitación de Filippi, Pucetti levantó el puño y dio dos fuertes golpes, seguidos rápidamente de otros dos. Desde el extremo del corredor, Brunetti oyó el grito agudo que sonó en el interior y vio a Pucetti abrir la puerta violentamente haciéndola rebotar en la pared.