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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (13 page)

BOOK: Justicia uniforme
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—Estaba cerca de San Marco, y ya no merecía la pena volver al despacho —dijo él, tomando un trago de agua mineral—. He ido a ver a la
signora
Moro —prosiguió, y se detuvo, por si Paola hacía algún comentario. No lo hizo y él explicó—: Quería hablar con ella del accidente de caza.

—¿Y…? —le instó Paola.

—Alguien le disparó desde un bosque situado cerca de la casa de sus amigos, y luego se presentaron otros cazadores que la llevaron al hospital.

—¿Estás seguro de que eran otros cazadores? —preguntó Paola, con lo que demostraba que su escepticismo natural se había acrecentado después de sus más de veinte años de matrimonio con un policía.

—Eso parece —dijo él sencillamente.

Como sabía que él se resistía a mencionar el caso, le preguntó:

—¿Y el chico?

—Me ha dicho que él no se mató. Y no ha dicho más.

—Era su madre —dijo Paola—. Créela.

—¿Tan simple lo ves? —preguntó Brunetti, sin disimular su propio escepticismo.

—Sí; tan simple. Si alguien puede saber de lo que él era capaz, es ella.

Reacio a debatir el tema, él se sirvió otro vaso de agua y se acercó a la ventana que daba al Norte. A su espalda, Paola preguntó:

—¿Cómo está?

Él pensó en la mujer, recordó la voz, los ojos que lo miraban sin interés, la piel de su cuello, fina como el papel.

—Reducida —dijo él al fin—. Ya no es una persona completa. —Pensó que Paola le pediría que le aclarase eso, pero no se lo pidió—. Yo había visto una foto suya, de hace años, con el chico y con su marido. Aún parece la misma, quiero decir que podrías reconocerla por la foto, pero está disminuida.

—Eso tiene sentido —dijo Paola—. Está disminuida.

No sabía por qué imaginaba que Paola podía tener respuesta, pero de todos modos le preguntó:

—¿Se recuperará?

Hasta después de decirlo, Brunetti no comprendió que su pregunta obligaba a Paula a plantearse la hipótesis de la muerte de sus propios hijos, ya que para contestarla tenía que ponerse en el lugar de la otra mujer. Le pesaba habérselo preguntado. Nunca había tenido valor para preguntarle si ella pensaba en esa posibilidad y, si así era, con qué frecuencia. Aunque siempre le había parecido absurdo que los padres se preocuparan excesivamente por la seguridad de sus hijos, es decir, si no existía un peligro real, no había día en que él no se preocupara por los suyos. El hecho de que comprendiera que ello era ridículo —especialmente, en una ciudad sin coches— en nada mitigaba su inquietud ni le impedía contar las maneras en las que la integridad de sus hijos podía estar amenazada.

La voz de Paola irrumpió en sus reflexiones.

—No; no creo que la muerte de un hijo pueda superarse. No del todo.

—¿A ti te parece que es peor para la madre? —preguntó él.

Ella meneó la cabeza desestimando sus palabras.

—No; eso es una tontería.

Él agradeció que no pusiera un ejemplo para demostrarle que el dolor de un padre puede ser igual de hondo. Apartó la vista de las montañas y la miró a los ojos.

—¿Tú qué crees que ocurrió? —preguntó Paola.

Incapaz de encontrar un sentido a todo lo que había sucedido a la familia Moro, él movió la cabeza negativamente.

—No tengo más que cuatro hechos: él escribe el informe y es represaliado; es elegido al Parlamento y renuncia al escaño; su esposa ha recibido un disparo poco antes de que él dimita; dos años después, su hijo aparece ahorcado en el aseo de la escuela.

—¿La escuela puede tener algo que ver? —preguntó Paola.

—¿Por qué razón? ¿Por ser una academia militar?

—Es la única particularidad que tiene, ¿no? —dijo ella—. Además del hecho de que se pasan todo el invierno andando por la ciudad con aspecto de pingüinos. Y el resto del año como si tuvieran algo maloliente debajo de la nariz. —Ésa era la descripción que solía hacer Paola de los esnobs y sus maneras. Por ser hija de un
conte
y de una
contessa
y haber pasado la juventud rodeada de riquezas y títulos y de los parásitos que atraen unas y otros, ella tenía que conocerlos bien, pensaba su marido.

—Siempre he oído decir que el nivel académico es bueno —dijo él.

—¡Bah! —explotó ella, borrando del aire tal posibilidad con una bocanada de aliento.

—Ése no me parece un argumento concluyente —dijo él—. Pese a estar bien articulado y razonado.

Paola se volvió de cara a él con los brazos en jarras, en la actitud de la actriz que opta al papel de Mujer Airada.

—Quizá mi argumento no sea concluyente, pero procuraré articularlo.

—Me encanta usted cuando se enoja de esa manera,
signora
Paola —dijo él forzando la voz hasta su registro más agudo. Ella dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y se echó a reír—. Te escucho —agregó, alargando la mano hacia la botella de pinot noir que estaba en la encimera.

—Susanna Arici dio clases allí, cuando volvió de Roma, mientras esperaba obtener plaza en una escuela estatal. Pensó que, aceptando el puesto que le ofrecía la academia, aunque fuera sólo a tiempo parcial, por lo menos habría entrado en el sistema de la enseñanza pública. —Al advertir la mirada interrogativa de Brunetti explicó—: Pensó que la escuela dependía del ejército y que, por lo tanto, era un centro estatal. Pero es totalmente privado, no está adscrita al ejército de modo oficial, aunque da esa impresión y consigue recibir subvención del Estado. En definitiva, lo único que Susanna consiguió fue un empleo a tiempo parcial, mal pagado. Y, cuando llegó el momento de nombrar a un titular permanente para el puesto, no la nombraron a ella.

—¿Qué enseñaba? ¿Inglés? —Brunetti había coincidido con Susanna varias veces. Era la hermana menor de una condiscípula de Paola, había estudiado en Urbino y regresado a Venecia para dar clases, donde seguía residiendo, felizmente divorciada y compartiendo la vida con el padre de su segunda hija.

—Sí, pero sólo un año.

Aquello había ocurrido hacía casi diez años, por lo que Brunetti preguntó:

—¿No crees que desde entonces pueden haber cambiado las cosas?

—No sé por qué habían de cambiar. Las escuelas públicas no han hecho sino empeorar, desde luego, aunque supongo que los alumnos siguen poco más o menos lo mismo, y no veo por qué las privadas iban a ser diferentes.

Brunetti apartó una silla de la mesa y se sentó.

—Bueno, cuenta. ¿Qué decía Susanna?

—Que la mayoría de los padres eran unos prepotentes que transmitían a los hijos su sentimiento de superioridad. Y a las hijas también, por supuesto, pero como la academia sólo admite a chicos… —La voz de Paola se apagó, y durante un momento Brunetti creyó que iba a aprovechar esa oportunidad para lanzarse a la denuncia de las escuelas que discriminan por el sexo y reciben fondos del Estado.

Ella se acercó, le tomó la copa de la mano, bebió un sorbo y se la devolvió.

—No temas, cariño. Los sermones, uno a uno.

Brunetti, para no alentarla, ahogó una sonrisa.

—¿Qué más decía Susanna? —preguntó.

—Que se creen con derecho a todo lo que tienen, o que tienen sus padres, y que se sienten miembros de un grupo especial.

—¿No nos sentimos todos así? —preguntó Brunetti.

—En ese caso —prosiguió Paola—, es más bien que se sienten vinculados únicamente al grupo, a sus reglas y decisiones.

—¿Y no es eso lo que yo digo? —preguntó Brunetti—. Así nos sentimos también los de la policía. Bueno, por lo menos algunos.

—Sí, claro. Pero también os sentís sometidos al resto de las leyes que nos gobiernan a los demás, ¿no?

—Desde luego —convino Brunetti. Pero entonces su conciencia, y también su inteligencia, le hicieron agregar—: Algunos.

—Bien, pues Susanna decía que esos chicos, no. Que ellos no reconocen más normas que las militares. Que mientras las cumplan y permanezcan leales al grupo, puedan hacer lo que les venga en gana. —Paola observaba a su marido mientras hablaba y, al darse cuenta de la atención con que él escuchaba, prosiguió—: Es más, decía que los profesores, la mayoría de los cuales tienen un pasado militar, hacían cuanto podían para fomentar en los alumnos esta manera de pensar. Les decían que, ante todo y por encima de todo, se considerasen soldados. —Entonces sonrió, pero con tristeza—. Es patético: no son soldados ni tienen una verdadera relación con los militares y, no obstante, se les inculca que deben considerarse guerreros y rendir culto a la violencia. Es nauseabundo.

Algo que le estaba rondando por la cabeza a Brunetti se definió por fin:

—¿Estaba ella allí cuando violaron a aquella muchacha? —preguntó.

—No; me parece que eso ocurrió un año o dos después. ¿Por qué?

—Estaba tratando de recordar el caso. La chica era hermana de uno de los alumnos, ¿verdad?

—Sí, o prima —dijo Paola. Agitó la cabeza, como para estimular la memoria—. Lo único que recuerdo es que se avisó a la policía y, al principio, parecía que la chica había sido violada. Pero la noticia desapareció de los periódicos como por ensalmo.

—Es curioso, pero no lo recuerdo con claridad, sólo el hecho en sí, sin los detalles.

—Debió de ser cuando estabas en Londres, en aquel cursillo —apuntó Paola—. Recuerdo haber pensado que no tenía manera de saber lo que había ocurrido realmente, porque tú no estabas aquí para contármelo, y mi única fuente de información eran los periódicos.

—Sí; eso debió de ser —dijo él—. En los archivos tiene que haber algo; por lo menos, el informe original.

—¿Lo encontrarías?

—La
signorina
Elettra, seguro.

—Pero, ¿por qué molestarse? —dijo Paola con súbita vehemencia—. El caso no tiene nada de particular: niños ricos, papas ricos, silencio, la noticia desaparece de los periódicos y, seguramente, de los archivos públicos.

—De todos modos, le pediré que mire —dijo Brunetti, y preguntó—: ¿Qué más decía Susanna?

—Que nunca se había sentido a gusto allí. Que percibía un resentimiento encubierto, por su condición de mujer.

—Ella nada podía hacer para remediarlo, ¿verdad?

—Ya lo remediaron ellos al contratar a la persona que la sustituyó.

—A ver si lo adivino. ¿Era un hombre?

—Completamente.

Con cautela, procurando no azuzar uno de los caballos de batalla de Paola, él preguntó:

—¿No estaré detectando ahí un cierto sexismo a la inversa?

La mirada de Paola fue furibunda, pero enseguida se suavizó con una sonrisa de tolerancia:

—Según Susanna, el nuevo profesor hablaba un inglés tan bueno como el de un taxista parisiense, pero había pasado por la Academia Naval de Livorno, por lo que si lo hablaba bien o no era un detalle sin importancia. Ni si lo hablaba siquiera. En realidad, se trata de una institución que, salvando las distancias, podría compararse con esos colegios privados femeninos en los que se enseña a las señoritas a comportarse en sociedad, sólo que ahí se prepara a los chicos para seguir los pasos del padre en el ejército o para entrar en el negocio familiar. Y no es que el ejército sea una institución que exija un gran nivel intelectual. —Antes de que Brunetti pudiera discutírselo, Paola dijo—: Sí, quizá exagero, lo reconozco. Es cierto que Susanna tiene tendencia a ver sexismo donde no lo hay.

Cuando se hubo repuesto de la impresión causada por este alarde de ecuanimidad, Brunetti dijo:

—¿Recuerdas que ella dijera entonces todas esas cosas?

—Desde luego. Yo fui una de las personas que la recomendaron para el puesto, y por eso cuando la despidieron me lo dijo. ¿Por qué lo preguntas?

—Quería saber si habías hablado con ella después de que ocurriera eso.

—¿Lo de ese chico?

—Sí.

—No; hace, no sé, por lo menos seis meses que no hemos hablado. Pero si lo recuerdo tan bien tal vez sea porque me confirmó todo lo que yo había pensado siempre de los militares. Tienen la moralidad de las víboras. Todo vale para taparse las faltas unos a otros: la mentira, el fraude, el perjurio. No tienes más que ver lo que ocurrió cuando aquellos norteamericanos chocaron con su avión contra el teleférico. ¿Alguno de ellos contó la verdad? Que yo sepa, ninguno estuvo en prisión. ¿A cuántas personas mataron? ¿Veinte? ¿Treinta? —Gruñó de indignación, se sirvió media copa de vino, pero la dejó en la encimera, sin probarla, mientras proseguía—: Hacen lo que se les antoja a cualquiera que no pertenezca a su grupo y, en cuanto la gente empieza a hacer preguntas, no sueltan prenda y se ponen a hablar de honor y lealtad y de toda la sacrosanta mierda. Hasta a un cerdo le daría náuseas. —Calló, cerró los ojos un momento y los abrió lo justo para ver la copa de vino y asirla. Tomó un sorbo pequeño y luego otro mayor. De repente, sonrió—. Fin del sermón.

En su juventud, Brunetti había hecho dieciocho meses de modesto servicio militar, pasados, en su mayor parte, de caminatas por las montañas con otros
alpini.
Sus recuerdos, cubiertos por la dorada pátina del tiempo, según él mismo reconocía, traslucían un sentimiento de unidad y compañerismo completamente diferente del que evocaban los de su familia. Al rememorar aquella época, la imagen que le venía a la mente con más claridad era la de una cena de pan, queso y salami, devorada en compañía de otros cuatro chicos, en una helada cabaña del Alto Adigio, seguida de dos botellas de
grappa
y de un concierto de cantos marciales. Nunca se lo había contado a Paola, no porque se avergonzara de la borrachera sino porque el recuerdo aún le producía una ingenua alegría. No sabía qué había sido de los otros chicos —ahora ya hombres maduros—, adonde habían ido ni lo que habían hecho después del servicio militar, pero sabía que, en el frío de aquella cabaña, se había forjado una especial solidaridad y que él nunca volvería a experimentar algo parecido.

Se obligó a volver al presente y a su esposa.

—A ti siempre te han caído mal los militares, ¿verdad?

La respuesta fue instantánea:

—Dame una razón en contra.

Consciente de que ella desestimaría su recuerdo de la cena en la cabaña como un rito de fraternidad masculina de la peor especie, Brunetti descubrió que no tenía argumentos:

—¿La disciplina?

—¿Nunca has viajado en tren con un puñado de soldados? —preguntó Paola, y luego repitió con un resoplido de desdén—: ¿Disciplina?

—El servicio militar los aparta de las faldas de mamá.

Ella se rió.

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