Justicia uniforme (10 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Justicia uniforme
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Brunetti se echó a reír, más relajado. Recordó al amigo Guglielmo, que había sido agregado militar en El Cairo durante cuatro años, en los que había aprendido el árabe, abrazado el cristianismo copto y amasado una fortuna sacando de contrabando piezas arqueológicas en aviones militares. Guglielmo, como buen gastrónomo que era, llevó consigo no pocas recetas culinarias cuando abandonó el país, la mayoría de las cuales exigían desmesuradas cantidades de ajo.

—¿Es cierto que se han encontrado ajos secos en sarcófagos de momias? —preguntó Brunetti apartándose de la puerta.

—Probablemente, también los encontrarías en los bolsillos del uniforme de gala de Guglielmo —dijo Paola, tapando la olla y mirando a su marido de frente por primera vez. Entonces cambió de tono—. ¿Qué te pasa?

El trató de sonreír, pero no pudo.

—Un mal día.

—¿Qué ha sido?

—Un suicidio que quizá no lo sea.

—¿Quién?

—Un muchacho.

—¿Cuántos años?

—Diecisiete.

El hecho en sí y el género y la edad del muerto inmovilizaron a Paola. Aspiró profundamente, agitó la cabeza, como para expulsar un amago de superstición y le puso la mano en el brazo.

—Cuenta.

Por una razón que no comprendía, quizá también por superstición, Brunetti no quería tener que mirar a Paola mientras le hablaba de Ernesto Moro, de modo que se ocupó en bajar dos copas y sacar del frigorífico una botella de tocai. Destapó la botella con movimientos deliberadamente lentos, para que la operación le durase tanto como la explicación que tenía que dar.

—Estudiaba en San Martino. Nos llamaron esta mañana, y cuando llegamos lo encontramos colgado en la ducha. Es decir, Vianello lo encontró.

Sirvió las copas y ofreció una a Paola, que sin mirarla preguntó:

—¿Quién era?

—El hijo de Fernando Moro.

—¿El
dottor
Moro?

—Sí —dijo Brunetti, poniéndole la copa en la mano, sin soltarla hasta que ella la tomó.

—¿Él ya lo sabe?

Brunetti se volvió de espaldas a ella, dejó la copa y, a modo de distracción, abrió el frigorífico, en busca de algo que comer.

—Sí —respondió aún sin mirarla.

Ella no dijo nada mientras él revolvía en la nevera y sacaba un bote de plástico con aceitunas, que abrió y dejó en la encimera. Nada más verlas, oscuras y gordas, en el líquido amarillento, dejaron de apetecerle y volvió a tomar la copa. Ahora, sintiendo la atención de Paola, la miró.

—¿Has tenido que decírselo tú?

—Ha llegado mientras yo estaba con el cadáver. Después he ido a su casa a hablar con él.

—¿Hoy? —preguntó ella sin poder disimular el asombro, o quizá el horror.

—No he estado mucho rato —respondió él, y aún no había terminado de hablar cuando ya le pesaba haberlo dicho.

Paola le lanzó una rápida mirada, pero lo que vio en su cara la hizo desistir de todo comentario.

—¿Y la madre? —preguntó.

—No sé dónde está. Me han dicho que la encontraría aquí, en la ciudad, pero no he podido llamarla.

Quizá su manera de decir «no he podido» hizo que Paola renunciara también a indagar en la razón, aunque sí preguntó:

—¿Qué te hace pensar que no ha sido suicidio?

—El hábito —aventuró él.

—¿Hábito de la duda?

—Puedes llamarlo así —dijo Brunetti y finalmente se permitió un sorbo de vino. Lo sintió fresco y ácido en la lengua y, aunque no lo reconfortó, sirvió para recordarle que en el mundo existían cosas reconfortantes.

—¿Quieres que hablemos de ello? —preguntó Paola, tomando su primer sorbo de vino.

—Luego, quizá. Después de cenar.

Ella asintió, bebió otro sorbo y dejó la copa.

—Ahora podrías ir a leer un rato mientras pongo la mesa. Los chicos ya no tardarán —agregó, y los dos repararon en que la palabra «chicos», dicha con aquella naturalidad, significaba que, por lo menos para ellos, las cosas seguían lo mismo, que su familia estaba indemne. Como el caballo que hace un quiebro para sortear un agujero que se abre de pronto ante sus manos, su voz cambió de tono al decir, con forzada animación—: Y, en cuanto lleguen, cenamos.

Brunetti se fue a la sala. Dejó la copa en la mesa, se sentó en el sofá y se acercó el libro. Era la biografía del emperador Alejo escrita por Anna Comnena, su hija. Media hora después, cuando Chiara fue a decir a su padre que la cena estaba lista, lo encontró sentado en el sofá, con el libro, abierto y olvidado, en las rodillas, y la mirada fija en los tejados de la ciudad.

Capítulo 10

Brunetti confiaba en que, después de hablar a Paola de la muerte del muchacho, se mitigaría el horror que sentía, pero no fue así. En la cama, con su mujer acurrucada a su lado, seguía relatando los sucesos del día, consciente de lo incongruente del tema con la hora y el lugar. Cuando acabó de hablar, sin haber omitido de su relato la angustia que le había impulsado a escapar del despacho sin tratar de ponerse en contacto con la
signora
Moro, ella se incorporó apoyándose en un codo y le miró a la cara.

—¿Durante cuánto tiempo más vas a poder seguir haciendo esto, Guido? —preguntó.

Él la miró un momento, al pálido resplandor de la luna, y enseguida volvió a contemplar la pared de enfrente, donde el espejo recogía la luz que reflejaban las baldosas de la terraza.

Ella dejó pasar un tiempo antes de apremiarle con un:

—¿Qué dices?

—No lo sé —respondió él—. No podré pensar en eso hasta que esto acabe.

—¿Si se falla que ha sido suicidio, no habrá acabado ya?

—No me refiero a que acabe así —dijo él despectivamente—. Quiero decir hasta que termine de verdad.

—¿O sea, hasta que tú lo des por terminado? —preguntó ella. En otras circunstancias, ésa hubiera podido ser una pregunta retórica y hasta sarcástica, pero esta noche era sólo demanda de información.

—Supongo que sí —admitió él.

—¿Y eso cuándo será?

El cansancio acumulado durante el día lo envolvía casi como acunándolo. Se le cerraban los ojos y se rindió al abrazo. La habitación empezó a alejarse y se sintió arrastrado hacia el sueño. De pronto, los hechos que afectaban a la familia Moro se le aparecieron como un triángulo trazado por la coincidencia, y susurró:

—Cuando desaparezcan las líneas.

A la mañana siguiente, se despertó en el olvido. El espejo le lanzaba el sol a la cara. Durante los primeros momentos, no recordó los sucesos del día anterior. Se movió un poco hacia la derecha, y notó la ausencia de Paola; volvió la cabeza hacia la izquierda y vio el campanario de San Polo, iluminado por un sol potente que revelaba hasta la masa del cemento que unía los ladrillos. Una paloma planeó sobre los aleros situados bajo el tejado de la torre, aleteó para reducir la velocidad y se posó suavemente. El ave dio dos vueltas sobre sí misma, ahuecó las plumas y metió la cabeza debajo de un ala.

Nada de lo que había hecho la paloma recordaba los sucesos del día anterior, pero, cuando la cabeza del animal desapareció debajo del ala, Brunetti tuvo una clara visión de la cara de Ernesto Moro en el momento en que Vianello la cubría con la punta de la capa.

Brunetti se levantó de la cama y, rehuyendo el espejo, se fue al cuarto de baño a ducharse. Mientras se afeitaba, no tenía más remedio que afrontar su propia mirada, y en la cara que veía ante sí había aquel cansancio y aquella desesperanza que había visto en la de todos los padres afligidos con los que había tenido que hablar. ¿Cómo explicar la muerte de un hijo o, aunque pudiera explicarse, qué palabras podrían contener la avalancha de dolor que desataba la noticia?

Paola y los chicos ya se habían marchado hacía rato, y Brunetti se alegró de poder tomar el café en una
pasticceria
familiar, en la que la conversación no pasaría del comentario trivial que hiciera algún conocido. Compró
Il Tempo
y
Il Gazzettino
en la
edicola
de Campo Santamarina y entró en Didovich a tomar café y un brioche.

Cadete de academia veneciana de Elite se ahorca,
declaraba el primero en una de las páginas interiores, mientras que el segundo publicaba en primera plana el titular:
El hijo de un ex parlamentario, hallado muerto en San Martino.
Los titulares en minúsculas informaban a la ciudadanía de Venecia de que el padre de la víctima había renunciado a su escaño en el Parlamento después de que su controvertido informe sobre la atención médica fuera condenado por el entonces ministro de Sanidad, agregaba que la policía investigaba la muerte del chico y que sus padres estaban separados. Al leer los párrafos iniciales, Brunetti comprendió que todos los lectores, con independencia de la información contenida en el resto del artículo, sacarían la conclusión de que los padres, o su forma de vida, habían tenido alguna relación con la muerte del chico o, incluso, sido directamente responsables de ella.

—Qué horror, ¿no? Ese chico —dijo al dueño una de las mujeres que estaban sentadas ante la barra, agitando una mano en dirección al periódico de Brunetti La mujer mordió el brioche y meneó la cabeza.

—¿Qué les pasa a los jóvenes de hoy? Con todo lo que tienen, y no están contentos. Me gustaría saber por qué —respondió otra.

A lo que, como obedeciendo a una señal, agregó una tercera, que tenía el pelo del típico color caoba posmenopáusico, dejando la taza en el platillo con un sonoro chasquido.

—Porque los padres no les atienden como es debido. Yo me quedé en mi casa, cuidando de mis hijos, y no tuvimos esos problemas. —Un oyente ajeno a esta cultura hubiera podido suponer que los hijos de las mujeres que trabajan no tienen más opción que la del suicidio. Las tres mujeres movieron la cabeza de arriba abajo en unánime condena de esta nueva prueba de la perfidia y la ingratitud de los jóvenes y de la irresponsable conducta de todos los padres que no hacían lo que habían hecho ellas.

Brunetti dobló el periódico, pagó y salió de la
pasticceria.
Los mismos titulares clamaban desde los carteles amarillos pegados a la pared posterior de la
edicola.
El único consuelo que encontraba Brunetti en esta última prueba de la falsedad de la prensa, era que el auténtico dolor que padecían los Moro los blindaba contra esta clase de ataques.

Una vez en la
questura,
Brunetti subió directamente a su despacho. Había más carpetas encima de la mesa. Marcó el número de la
signorina
Elettra, que contestó diciendo:

—Él quiere verlo inmediatamente.

Ya había dejado de sorprender a Brunetti que la
signorina
Elettra supiera quién hacía la llamada: la joven había gastado una considerable suma de fondos de la policía en hacer que Telecom le instalara en el despacho una nueva línea telefónica, pese a que, por el momento, el presupuesto no alcanzaba para que alguien más que ella pudiera disponer de un terminal en el que apareciera el número del que llamaba. Tampoco tuvo que pensar mucho para adivinar a quién se refería con el pronombre, ya que ella lo utilizaba exclusivamente para aludir a su inmediato superior, el
vicequestore
Giuseppe Patta.

—¿Inmediatamente, ya? —preguntó él.

—Mejor inmediatamente, ayer tarde —respondió ella.

Brunetti bajó sin detenerse a abrir las carpetas. Esperaba encontrar a la
signorina
Elettra en su sitio, pero el despacho estaba vacío. Se volvió a mirar al pasillo, y tampoco allí la vio.

Reacio a presentarse ante Patta sin tener un indicio del humor de su superior o del motivo de la llamada, Brunetti pensó en volver a su despacho a leer las carpetas o ir a la oficina de agentes, para ver si estaban Vianello o Pucetti. Mientras dudaba, se abrió la puerta del despacho del
vicequestore
Patta y apareció la
signorina
Elettra, que hoy vestía lo que parecía una cazadora de bombardero ceñida a la cintura y holgada de busto y mangas; es decir, una cazadora de un bombardero que tuviera predilección por los uniformes de seda natural color albaricoque.

Patta dominaba todo el antedespacho desde su mesa.

—Brunetti —gritó—. Tengo que hablar con usted.

Al volverse hacia la puerta, Brunetti miró a la
signorina
Elettra, que no tuvo tiempo sino de apretar los labios en señal de contrariedad o, quizá, repugnancia. Y se cruzaron como dos barcos en la noche, sin apenas una señal.

—Cierre la puerta —dijo Patta levantando la mirada de los papeles que tenía encima de la mesa y bajándola enseguida. Mientras se volvía para obedecer, Brunetti se dijo que el no empleo de la fórmula «por favor» era un indicio del tono que tendría la conversación. El mero hecho de que Brunetti hubiera tenido tiempo de formular este pensamiento excluía ya toda posibilidad de que la entrevista fuera a ser un amigable cambio de impresiones entre colegas. Una demora breve era como cuando un cochero hace restallar el látigo para llamar la atención del caballo sin tocarlo: una señal para dar a entender quién es el que manda, pero sin infligir daño. Un retraso más prolongado indicaría la irritación de Patta sin revelar la causa. Su omisión, como en este caso, demostraba miedo o furor. La experiencia había enseñado a Brunetti que lo más peligroso era lo primero, porque el miedo inducía a Patta a poner en peligro las carreras de los demás, a fin de proteger la propia. Esta valoración ya estaba terminada mucho antes de que Brunetti se volviera hacia su superior, por lo que la visión de un Patta furibundo no le intimidó.

—¿Sí, señor? —preguntó con gesto serio, sabedor de que, en estos momentos, se esperaba de él neutralidad de expresión y de tono. Esperó a que Patta le indicara una silla, imitando deliberadamente el comportamiento del perro inferior.

—¿Qué está esperando? —masculló Patta aún sin mirarlo—. Siéntese.

Brunetti obedeció en silencio, apoyando los brazos en los del sillón con horizontal simetría. Esperó, preguntándose qué escena iba a representar Patta y cómo iba a representarla. Pasó un minuto en silencio. Patta seguía leyendo la carpeta que tenía delante, volviendo una hoja de vez en cuando.

Al igual que la mayoría de los italianos, Brunetti respetaba y admiraba la belleza. Él procuraba rodearse de belleza: su esposa, la ropa que usaba, los cuadros de su casa, incluso el pensamiento que contenían los libros que leía. Él gozaba de la belleza. Y, cada vez que se encontraba frente a Patta después de una semana sin verlo, no podía menos que preguntarse cómo un hombre tan bien parecido podía carecer de todas las cualidades que normalmente se asocian con la belleza. Su porte erguido era una postura meramente física, porque en ética Patta era una anguila, la mandíbula indicaba una firmeza de carácter que sólo se manifestaba en la obstinación, y los ojos oscuros y brillantes sólo veían lo que querían ver.

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