Authors: Ava McCarthy
Glen miró a Raymond para darle a entender que podía responder. Estaba sentado y se inclinó hacia delante con expresión animada.
—Nuestras estrategias de seguridad de TI son muy avanzadas —contestó—. Trabajamos con algunos de los mejores especialistas en la materia. Además, permítame decirle que los empleados del departamento de operaciones en red no dejan respirar a los
hackers
. Hemos identificado y llevado a los tribunales a unos cuantos sólo por haber tanteado nuestros cortafuegos.
Harry, que se acordaba del servidor señuelo, no dudó de su palabra.
—En cualquier caso, ninguno de sus datos personales aparecerá en línea —prosiguió Raymond—. El único modo de verificar su identidad es a través de este archivo y, como Glen ha explicado, está muy bien vigilado.
—¿Y qué más habrá en mi archivo?
Esta vez fue Glen quien contestó.
—Un historial documentado de todas las instrucciones operativas que nos haya enviado: faxes, llamadas telefónicas, todo eso.
Harry asintió con la cabeza y se recostó en la silla. Se le estaban agotando las preguntas.
Glen tecleó algo más en el portátil, cerró la caja y le dio la vuelta para poder escribir en el lomo. Copió un número de ocho cifras de la pantalla y también lo anotó en una pequeña etiqueta blanca que le entregó a Harry.
—Este es su número de cuenta. Recibirá la documentación oficial en su debido momento, pero por ahora guárdelo a buen recaudo. Solemos recomendar a los clientes que lo memoricen junto con la palabra de acceso. Si no se ve capaz, camúflelo junto a otros números para mayor seguridad.
Harry pensó en los esfuerzos de su padre por esconder el número de cuenta y la palabra de acceso, y entendió que hubiera llegado a aquellos extremos de sofisticación.
—Guardaremos toda su información en las cámaras acorazadas de inmediato. —Glen le pasó la caja a Raymond, se levantó y tendió la mano a Harry—. Encantada de conocerla, señora Martínez. Si tiene algún problema, no dude en llamarme. Encontrará mi fax directo y mis números de teléfono en la tarjeta.
Harry le dio la mano y dejó que la acompañaran hasta la puerta; también la escoltaron por aquel misterioso pasillo hasta que entró en el ascensor sin botones. La cabeza le daba vueltas mientras descendía a lo que esperaba fuera la planta baja. Pensó en el banco y en su obsesión por la seguridad. Ascensores secretos y puertas sin carteles; cámaras acorazadas de acero y vigilantes armados; firmas y refrendos; números y palabras de acceso. ¿Dónde se encontraban las grietas, los puntos vulnerables? Movió la cabeza de un lado a otro. La seguridad y el hermetismo del sistema parecían garantizados. Además, ella era una
hacker
y no una ladrona, a pesar de los paralelismos que existieran entre las dos actividades.
Aún sujetaba la tarjeta que Glen le había dado. La guardó en el bolso al lado del móvil. Entonces, se acordó del listín telefónico de la pared. El vello de la nuca se le erizó y clavó los ojos en el móvil. El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron delante de ella, pero se quedó quieta.
Había fotografiado el listín casi por capricho, pero ahora podía convertirse en su única arma. Quizás el sistema resultara impenetrable, pero ella no actuaba simplemente como
hacker
. Era también una ingeniera social y, como tal, no se centraba en la tecnología, sino en las personas que la utilizaban.
El punto más débil de la seguridad: los seres humanos.
Un ingeniero social debe ser bueno en tres cosas: engañar, persuadir y mentir sin escrúpulos a la gente. Con su padre como modelo, no resultaba extraño que Harry tuviera un don para todo aquello.
Clavó los ojos en el teléfono de la habitación del hotel. Cuando era una adolescente, solía marcarse el reto de intentar engatusar a extraños al otro lado de la línea para que le proporcionaran información personal. Podía tratarse de cualquier cosa, desde una contraseña de cajero automático hasta el apellido de soltera de la abuela, no importaba. Nunca utilizaba aquellos datos; la única finalidad era obtenerlos y así perfeccionar su dominio del arte de la persuasión.
Pero ¿qué información buscaba aquella vez? Sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, se dio unos golpecitos en los dientes con el bolígrafo. Anotó rápidamente todo lo que había averiguado sobre los dispositivos de seguridad de Rosenstock y lo añadió a las notas que había tomado después de examinar la página web. Encendió el portátil, descargó las fotos del listín telefónico interno del banco desde su móvil y las unió. La información era más o menos legible. Después se apuntó las palabras «cable amarillo» en el margen del bloc y revisó toda la información con la que contaba. Aún no era suficiente.
Descruzó las piernas y se dirigió al balcón. A pesar de las carencias de la habitación, las vistas de Cable Beach no defraudaban. La arena se asemejaba a la textura del azúcar y Harry se encontraba lo suficientemente cerca para escuchar las olas que rompían contra la orilla y se adentraban de nuevo en el mar.
Volvió a recordar la reunión con Glen Hamilton. Debía admitir que la seguridad del banco era rigurosa y, por lo visto, sólo se podía sortear desde dentro. Pero ¿dónde encontraría algún empleado interno que estuviera dispuesto a correr aquel riesgo? Pensó en Raymond Pickford, pero negó con la cabeza. Era dócil pero también débil, y existía la posibilidad de que se echara atrás en el último momento. Necesitaba a alguien con autoridad, alguien que no pudiera ser cuestionado.
Alguien como Philippe Rousseau.
Parecía haber recorrido un largo camino desde sus días como gestor de cuentas de su padre. Harry ignoraba el cometido del vicepresidente de relaciones con clientes internacionales, pero el cargo sonaba muy bien... tan bien que no le convenía en absoluto que alguien le acusara de algún error cometido en el pasado. Recordó que su padre le había comentado que Rousseau copiaba sus operaciones. ¿Qué pensaría la gente si supiera que un vicepresidente del banco había sacado partido de aquella información confidencial?
Se agarró a las rejas y cerró los ojos. Quizá la ingeniería social fuera una forma de deshonestidad, pero le encontraba un sentido. En cambio, el chantaje llevaba implícito un grado de malevolencia que no iba con ella.
Se volvió, entró de nuevo en la habitación y cogió las anotaciones que había dejado sobre la cama. Necesitaba documentos que atestiguaran las operaciones que Rousseau había copiado a su padre. Una vez las obtuviera, podría convencerlo para que hiciera cualquier cosa. Miró el teléfono de nuevo. Aquello era un auténtico desafío para sus habilidades de ingeniera social: conseguir de algún modo una prueba de las operaciones de Philippe Rousseau.
Echó otro vistazo a las notas, pero esta vez con intenciones diferentes. Cogió el bolígrafo y empezó a esbozar algunas ideas. Diez minutos después, realizó la primera llamada. Le contestaron enseguida.
—Buenas tardes, Rosenstock Bank and Trust, atención al cliente, le habla Webster. ¿En qué puedo ayudarle?
Aquel saludo ritual resultaba demasiado largo. Webster parecía tomarse su tiempo para pronunciarlo y se hacía evidente que disfrutaba del lento ritmo de su propia voz.
—Hola, Webster, me llamo Catalina Diego.
Harry imprimió a su voz un toque nasal norteamericano para camuflar su propio acento y así llamar menos la atención. Por experiencia, sabía que la mezcla del habla irlandesa con la americana del Medio Oeste pasaría por un suave acento canadiense.
—Le llamo de su proveedor de Dell aquí en Nassau —prosiguió—. Estamos realizando una encuesta para mejorar nuestros servicios. ¿Sería tan amable de dedicar algunos minutos a contestarme unas preguntas?
—Sí, por supuesto.
—Estupendo, se lo agradezco.
Harry sonrió. La ingeniería social se basaba en la cooperación con otras personas, por eso los encargados del servicio de atención al cliente eran unos excelentes objetivos. Al fin y al cabo, les habían preparado para ayudar a la gente.
—De acuerdo, Webster, ¿cuántos empleados trabajan en su área aproximadamente?
No contestó de inmediato, a buen seguro porque estaba haciendo un recuento en la sala.
—Unos veinticinco o veintiséis en este momento.
—¿Y cuáles son sus horarios?
—De siete de la mañana a nueve de la noche, siete días a la semana.
—¿Ha tenido que llamar en alguna ocasión a alguno de nuestros técnicos de servicio?
—Yo personalmente no.
Harry continuó con una serie de preguntas intrascendentes hasta que se sintió segura para tocar temas importantes.
—¿Alguna vez ha tenido problemas con los programas de la línea de asistencia en nuestros ordenadores? —inquirió.
—No, todo funciona bien. A veces un poco lento, pero nada más.
—¿En serio? Puede tratarse de un problema de memoria. ¿Qué programa tienen instalado actualmente?
—El Customer Focus. Ya hace tiempo que lo utilizamos.
—Lo conozco. —Nunca había oído hablar de él—. Es de Banking Solutions, ¿verdad?
—No, es de una empresa llamada Clear Systems. Su logotipo azul y rojo aparece en todas partes.
—Ah, sí. —Seguía sin tener ni idea—. He oído que sus herramientas de informes no son muy buenas. Podemos recomendarle un paquete con más prestaciones si lo necesitan.
—A mí me parece que funcionan bien. Sólo ejecuto algunos IDO al finalizar la jornada y nunca me he encontrado con ningún problema.
—¿IDO?
—Informe diario de operaciones.
—De acuerdo. ¿Y qué hay de los informes sobre datos archivados? Sé que representan una carga importante para el sistema. Si va lento, existe la posibilidad de mejorar las prestaciones de los ordenadores.
—Tendrá que hablar con la supervisora sobre estos temas, es la que se encarga de los IA.
Harry frunció el ceño pero enseguida lo comprendió. IA: informes de archivo.
—Buena idea, así lo haré. ¿Puede darme su nombre y su número?
—Claro. Es Matilda Tomlins, extensión 3. Pero el COR se encarga de las actualizaciones de hardware. —Antes de que Harry pudiera preguntarle nada, añadió—: Es el Centro de Operaciones en Red, en el piso de abajo. Se ocupan de los asuntos técnicos, aunque a veces, por su manera de actuar, parece que dirijan todo el banco. Ya sabe cómo son los informáticos.
—Sé de qué me habla, créame. Bueno, Webster, sólo un par de preguntas más y le dejo que regrese a su trabajo.
—Tómese su tiempo, no me corre prisa. Por cierto, ¿de qué parte de Canadá es usted?
Harry esbozó una sonrisa.
—Bueno, de todas partes. Principalmente de Toronto. Dígame, ¿qué tal funcionan su teclado y su pantalla? ¿Hay algún problema?
Acabó con unas pocas preguntas rutinarias, le agradeció su colaboración y colgó. Apuntó toda la información que había conseguido. Webster no creía haberle revelado ningún dato importante, pero Harry había aprendido una valiosa jerga bancaria que le otorgaría mayor credibilidad en el siguiente paso.
Se concentró en el listín telefónico interno de Rosenstock. Al lado de cada nombre aparecía el puesto de trabajo que ocupaba la persona en cuestión y su extensión de teléfono. Harry examinó la lista de arriba abajo y le dio la impresión de que sólo incluía a los empleados veteranos. Apuntó los nombres de los que trabajaban en el COR . Eran tres en total:
Jack Belmont, jefe de operaciones en red; Victor Williams, seguridad del COR; Elliot Mitchell, apoyo al COR. Harry levantó el auricular y marcó los tres números. Los dos primeros contestaron enseguida y ella colgó de inmediato. En la tercera llamada, le saltó el buzón de voz:
—Hola, soy Elliot Mitchell. Estaré ausente del lunes al miércoles 1 de abril. Por favor, deje su mensaje y me pondré en contacto con usted cuando regrese. Para cualquier cuestión de apoyo al COR urgente, le ruego llame a Jack Belmont al 5138591.
Harry dibujó un gran asterisco junto al nombre de Elliot Mitchell y acto seguido telefoneó a Matilda Tomlins, la supervisora de atención al cliente. En esta ocasión, utilizó el móvil de prepago que había comprado en Bay Street.
—Hola, Matilda al habla.
—Hola, Matilda, soy Catalina; estoy abajo, en apoyo al COR. Desde la semana pasada trato de solucionar aquel problema en los IA.
Hubo una pausa.
—¿Qué problema en los IA?
—¿Mitchell no le dijo nada antes de marcharse?
—No, no sé nada de la gente del COR, pero tampoco me sorprende. ¿Qué sucede?
Harry suspiró como si no pudiera perder el tiempo.
—Bueno, el caso es que al parecer existe un error de programación en los informes de su Customer Focus. Estamos intentando solucionarlo con Clear Systems pero, en pocas palabras, el problema es que los IA han estado haciendo referencias cruzadas a la base de datos en línea en lugar de a los archivos, y muchos de los punteros de dicha base se han corrompido.
Se produjo otra pausa. Probablemente, Matilda estaba intentando asimilar toda aquella información.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que algunos de los datos de los clientes se extraen de los archivos y no de la base de datos en línea, y eso supone una carga importante para la red. Si muchos de sus empleados acceden a la información dañada, su departamento puede llegar a quedarse bloqueado durante horas. Lo que está claro es que hoy no podrá ejecutar ningún IDO.
—¿Qué me dice? Tengo que preparar un montón de ellos para dentro de una hora, por no mencionar las otras cosas que debo terminar. No puedo perder la conexión.
—Bueno, no es seguro que se vaya a quedar desconectada —aclaró Harry—, pero el fin de semana les ocurrió a algunas personas. Sólo la llamo para advertirle que puede pasar de nuevo.
—Esto es de locos. ¿Por qué diablos Elliot no me informó de esto?
—No lo sé. No vuelve hasta el miércoles. —Harry hizo una pausa—. Mire, haré lo siguiente: le dejo mi número de móvil para que me pueda localizar directamente si tiene algún problema. Haré lo posible para ayudarle.
—Está bien. Se lo agradezco mucho. Si tuviera que seguir los procedimientos habituales del COR, me pasaría aquí una semana.
Harry le dio el número de su móvil de prepago.
—Ahora que estoy aquí, es mejor que me diga su número de puerto de red para cuando tenga que volver a conectarlo. ¿Lo sabe?
—¿El número de puerto? ¿Cómo lo voy a saber?
—Puede que esté indicado en el cable de red, el cable amarillo que sale de su ordenador. Normalmente tiene una etiqueta azul en alguna parte.