Jugada peligrosa (34 page)

Read Jugada peligrosa Online

Authors: Ava McCarthy

BOOK: Jugada peligrosa
9.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Harry negó con la cabeza.

—Exclusivamente por negocios.

El calor de la tapicería de vinilo le abrasaba los muslos. El taxi no disponía de aire acondicionado, así que sólo podía recurrir a las ventanillas.

—Permítame decirle que las Bahamas no es un lugar adecuado para hacer negocios —aseguró Ethan. Tocó el claxon al ver la caravana que tenía delante—. Aquí todo va lento, lento, lento.

Harry se fijó en las flores de color rosa intenso y en las gráciles palmeras.

—Creía que ahí estaba la gracia.

Él negó con la cabeza y golpeó el volante.

—Ahora el lugar de los negocios es Nueva York. Allí se pueden hacer las cosas deprisa.

Harry echó un vistazo al tráfico que los precedía. Justo enfrente, dos carruajes tirados por caballos se habían hecho los amos de la calle principal. Estaban pintados de una alegre combinación de amarillo y rojo, como caravanas de circo. Los caballos seguían a su ritmo sin inmutarse, ajenos a la congestión que estaban causando a sus espaldas.

Ethan resopló.

—¿Ve esos caballos? Esto es interminable. Parece que tengan pegamento en los cascos.

Pisó el acelerador y salieron disparados como un avión de combate a través de un hueco que se abrió entre el tráfico. Casi de inmediato, volvió a desacelerar y se detuvo delante de una agente de policía que intentaba poner remedio a aquel embotellamiento. Vestía una casaca blanca almidonada y unos guantes blancos, y guiaba a los vehículos con la elegancia propia de una bailarina. Los botones dorados y los galones militares a ambos lados de la falda le hicieron pensar a Harry en el legado cultural británico de las Bahamas.

—Si quiere saber mi opinión, deberíamos haberles dejado este lugar a los piratas.

—¿Los piratas?

Levantó las cejas al mirarla en el retrovisor.

—¿No ha oído hablar de Barbanegra? Su verdadero nombre era Edward Teach. Hace unos pocos cientos de años, casi toda la isla de Nueva Providencia le pertenecía. Estaba plagada de piratas. —Golpeteó el volante con los dedos—. Se dice que cuando los piratas dormían, no soñaban con subir al cielo después de muertos. Si no con regresar a Nassau. —La agente le indicó que avanzara y aceleró—. Si me pregunta, le diré que Nassau es sólo una pesadilla a cámara lenta.

Harry frunció el ceño. Las palabras de Ethan desencadenaron una especie de corriente en su cerebro que se extinguió casi de inmediato. Sacudió la cabeza y dirigió de nuevo la mirada hacia la franja curva de playa. La arena parecía harina tamizada. Las olas de color aguamarina, más grandes de lo que había imaginado, arrastraban a los incautos bañistas hacia la arena como si un gigante chapoteara en el baño del océano.

Pocos minutos después se desviaron bruscamente a la izquierda y Ethan detuvo el coche. Se revolvió en su asiento e hizo un amplio gesto de brazo.

—Todo eso es Cable Beach. Y justo aquí está su hotel.

Harry observó la fachada de color rosa caramelo. El Nassau Sands Hotel era de estilo señorial, con una amplia veranda y un porche de entrada con columnas corintias. Lo había elegido por su precio razonable, pero al verlo in situ le pareció una gran residencia colonial.

Le dio las gracias a Ethan, le dejó una generosa propina y salió del taxi. El calor la envolvía como una manta eléctrica. Subió por la veranda, entró en el hotel y una corriente de aire frío le golpeó el rostro de inmediato.

El vestíbulo era una amplia estructura abierta a los lados desde la cual se disfrutaba de una vista del mar entre azulada y verdosa. En lo alto, unos ventiladores gigantes daban vueltas y mantenían el aire en movimiento. El mármol pulido parecía frío como el hielo y le costó retenerse para no lanzar su cuerpo sofocado por el calor sobre él.

El registro resultó algo lento, pero Harry lo agradeció después del ritmo frenético con el que el taxista la había conducido hasta allí. Finalmente, la recepcionista le esbozó una amplia sonrisa y le entregó la llave.

—Bienvenida a las Bahamas, señorita Martínez. Espero que disfrute de su estancia.

—Gracias.

Harry ya se iba acostumbrando al habla del lugar. Sonaba diferente al clásico acento jamaicano que esperaba encontrar. Era más suave y fluida, una melodiosa mezcla de entonación británica y africana.

Al entrar en su habitación se percató de que la fastuosidad del vestíbulo abierto no se extendía por todo el hotel. La decoración era de un marrón floreado típico de los años setenta y en el aire se respiraba un ligero olor a desagüe. Harry se encogió de hombros. Entrada de cinco estrellas y habitación de dos. No importaba. Si todo salía como había previsto, al día siguiente ya no estaría allí.

Colocó la maleta encima de la cama y se sacó la ropa pegajosa. Entró en la ducha para mitigar el calor bajo un chorro de agua fresca. Después, envuelta en una toalla, se sentó en la cama y sacó la guía de las Bahamas. Según el plano, Bay Street era la arteria principal del centro de Nassau; discurría desde Paradise Island Bridge al este y hasta Cable Beach al oeste. El trayecto en taxi sería breve.

Harry pensó en lo que debía hacer a continuación y se le secó la boca. Aún le faltaba el nombre en clave de su padre. Podía intentar prescindir de él, pero entonces sus posibilidades de éxito se reducirían notablemente,

Lanzó la guía sobre la cama y sacó el trozo de papel donde había anotado el presunto número de cuenta de su padre. 7—2—5—5—9—3—5—3—J. ¿Qué representaba la «J»? ¿Estaba sólo para completar la mano de póquer o tenía un significado especial? Le dio un golpecito con el dedo corazón. Una jota. ¿Y qué más? Recordó lo que su padre le dijo el día que lo visitó en la cárcel: «El nombre que elegí te gustaría.» Movió la cabeza de un lado a otro y suspiró. Puso la bolsa de su padre encima de la cama y se alegró de haberla traído. Buscó en su interior el libro de póquer. Repasó de nuevo las anotaciones hasta dar con aquella carta. Jp. Jota de picas. La carta
river
. ¿Jota Picas? ¿O Jota River? Frunció el ceño. Ninguna de las dos combinaciones le sonaba bien. Estaba convencida de que se trataba de un nombre que iba más con ella.

Cerró los ojos y pensó en su padre. Harry había vuelto al hospital la última noche. Según las enfermeras, Sal permanecía estable, pero ella lo vio más consumido. Se imaginó a su familia allí: Miriam distante, Amaranta nerviosa y al lado la silla donde ella se hubiera sentado. Harry abrió los ojos de golpe e intentó borrar aquella imagen de su mente. No le había quedado otro remedio que marcharse.

Consultó su reloj. Era hora de arreglarse. Dejó caer la toalla y se enfundó el vestido con bordados de seda color marfil que había comprado en el aeropuerto de Dublín en una pequeña tienda de ropa exclusiva, el tipo de establecimiento que normalmente evitaba. Además, también eligió un bolso y unos zapatos a juego. En total le había costado más que una semana en las Seychelles, pero el conjunto parecía caro y eso era lo que le interesaba. Ya se ocuparía de los gastos de su tarjeta de crédito más adelante. La seda resbalaba como si fuera agua fresca por su piel. La parte que le cubría el torso era ceñida y tenía unos tirantes muy finos que dejaban al descubierto lo suficiente como para pensar en utilizar protector solar. Se maquilló más de lo normal, sobre todo alrededor de los ojos, para camuflar los cortes y magulladuras. Juntó todo su cabello en la coronilla y se lo recogió en un moño tan tirante que le asomaron las lágrimas a los ojos. Después, se calzó los zapatos y se miró en el espejo. El suave brillo de la seda hacía relucir su piel. Aquel moño alto le estiraba todo el cuero cabelludo, le elevaba las cejas y le otorgaba un aire de superioridad. Pensó por primera vez que se parecía bastante a su madre.

Se puso las gafas de sol, cogió el bolso y se dirigió otra vez al vestíbulo. Fuera del hotel, detuvo un taxi y en menos de cinco minutos llegó a las puertas del Rosenstock Bank en Bay Street.

Harry subió la vista para contemplar el edificio de columnatas azules que acogía las oficinas centrales del banco. Una sensación de debilidad se apoderó de ella a la altura de las ingles. Respiró profundamente varias veces y miró su reloj de nuevo. Faltaba casi una hora para la cita. Decidió hacer un poco de turismo para calmarse. Además, aún le quedaba otro asunto por resolver.

Se dirigió hacia el este por Bay Street abriéndose paso a empujones entre el gentío de turistas y oficinistas. La calle estaba repleta de comercios. Las tiendas de ropa cara como Fendi o Gucci compartían el lugar con los tenderetes de recuerdos que vendían camisetas y sombreros de pirata.

El sol abrasaba la piel de Harry, que decidió cruzar al lado más fresco de la calle. Los taxis pitaban a su alrededor y las motos iban y venían. Se refugió bajo la fresca sombra de las zonas cubiertas para peatones y recorrió con la vista las fachadas de los establecimientos hasta encontrar lo que buscaba: una tienda de telefonía móvil. En cinco minutos compró un teléfono de prepago con un número de las Bahamas y lo guardó a buen recaudo en su bolso.

Harry comprobó su situación en el plano y pasó por Rawson Square en dirección al puerto. Había dos impresionantes transatlánticos atracados en el muelle. Las gaviotas graznaban sobre ellos, describían círculos en el aire y molestaban a los pasajeros que estaban desembarcando. En la orilla, vio unos pequeños barcos en los que se vendían unas caracolas rosas y verdes que a Harry le recordaban a sandías.

El muelle de madera crujía bajo sus pies y el aire olía a algas y sal. Pasó por otra fila de tenderetes con recuerdos de Nassau: objetos de cerámica, sombreros de paja, postales y banderas pirata con una calavera que lucía un parche en el ojo.

Harry se quedó helada. Algo volvió a su sitio dentro de su cabeza y ella no se movió por temor a descolocarlo de nuevo. El agua lamía el borde del embarcadero y se percibía la vibración de un motor en algún lugar. Lentamente, se giró y miró con atención los tenderetes: camisetas, llaveros, mapas y libros. Las banderas pirata con la calavera ondeaban sujetas a sus respectivos mástiles. Harry observó cómo la brisa jugaba con la bandera más cercana a ella. Una calavera blanca y unas tibias cruzadas sobre un fondo negro con uno de los agujeros de los ojos tapado por un parche.

«Doses, ases, caras con un ojo.»

Aquel cántico infantil regresó a su cabeza. Era una expresión empleada en póquer; significa que los ases, los doses y las cartas de un ojo sirven de comodines. Las jotas de un ojo. Se imaginó la jota de picas, que estaba dibujada de perfil en todas las barajas y mostraba un solo ojo. La calavera le regaló una sonrisa maliciosa. Se acordó de otra bandera pirata: el logotipo de DefCon, la convención de
hackers
a la que asistió con su padre. «El nombre que elegí te gustaría.»

La jota de picas. Las jotas de un ojo. La bandera pirata con la calavera.

Piratas y
hackers
.

Cerró los ojos.

Esa era la palabra que aglutinaba a todas las anteriores: «Pirata».

Ese nombre sí le sonaba bien, sin lugar a dudas.

Capítulo 43

—Hola, soy Harry Martínez. Tengo una cita a las tres y cuarto con Glen Hamilton.

Harry se balanceaba de un pie a otro mientras la recepcionista consultaba la pantalla del ordenador. Se le hacía extraño revelar su identidad justo antes de acometer una de sus hazañas como
hacker
.

Entonces, recordó que no había dado su nombre para concertar la cita y sintió que acababa de meter la pata. Echó un rápido vistazo a la silenciosa sala con el fin de comprobar si alguien la había escuchado. Se fijó en las personas trajeadas que entraban y salían de los cubículos y en los cajeros que trabajaban sin alzar la voz. Los clientes, callados, formaban colas en las ventanillas como fieles aguardando su turno para confesarse. Los nombres parecían sacrílegos en un lugar como aquél.

La recepcionista se apartó de la pantalla, sonrió a Harry, se apoyó en el escritorio y señaló la fila de cajeros a su izquierda. Según la acreditación que lucía en la solapa, se llamaba Juliana.

—Siga hasta el fondo por aquí, gire a la izquierda y enfrente verá tres ascensores. Coja el de en medio, la subirá al tercer piso y allí habrá alguien esperándola.

Harry le dio las gracias y se dirigió a los ascensores; los tres estaban en la planta baja con las puertas abiertas. Entró en el segundo y se volvió para apretar el botón del tercer piso, pero no lo encontró. Se quedó con el dedo suspendido en el aire mientras se preguntaba qué debía hacer. Los únicos botones que había en panel metálico servían para controlar las puertas y hacer sonar la alarma. Antes de que pudiera pensar, las puertas se cerraron y el ascensor se puso en marcha. Debía de ser una especie de ascensor de seguridad para evita que los fisgones como ella camparan a sus anchas por el banco. Sintió un cosquilleo en las plantas de los pies al darse cuenta de que alguien la estaba controlando.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Una mujer joven con traje azul marino la estaba esperando.

—Por aquí, por favor.

Le hizo un gesto a Harry para que la siguiera.

La acompañó por un pasillo con puertas de color beis sin ningún cartel. No había ninguna señal que indicara en que piso se encontraban o a qué estaba destinada cada estancia A la derecha, la mujer abrió una puerta exactamente igual que el resto. ¿Cómo podía distinguirlas?

—Tome asiento, por favor. —La mujer se apartó a un lado para dejar pasar a Harry—. Glen estará con usted enseguida.

Harry le dio las gracias y entró. La puerta se cerró.

En el centro de la sala había cuatro sillas estilo reina Ana alrededor de una mesa de centro de caoba. Las sillas, con lo pies curvados y unas almohadillas blancas, no parecían muy recomendables para la espalda. Harry sabía que debía sentarse allí y esperar, pero se acercó a la ventana del otro lado de la habitación. No es que quisiera disfrutar de las vistas, más bien le interesaba la terminal de trabajo que había al lado, llena de papeles y con un portátil encendido.

Para salvar las apariencias, miró un momento por la ventana. Los tejados rojos y azules se extendían desde allí hasta el puerto, y casi a un kilómetro se encontraba la isla Paraíso unida con Nassau a través de un puente. En el horizonte de la isla divisó una asombrosa estructura rosada y azul, una mezcla entre Disneyland y el Taj Mahal. Harry había leído en su guía que se trataba del Atlantis Resort, unas catorce hectáreas de lujosos hoteles, casinos, y lagunas destinadas al baño.

Other books

The Fortune of War by Patrick O'Brian
When the Starrs Align by Marie Harte
Dog Tags by Stephen Becker
The Con by Justine Elvira
Certainty by Madeleine Thien
Missing Lynx by Quinn, Fiona
Never Say Die by Carolyn Keene