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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

Juego mortal (8 page)

BOOK: Juego mortal
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Finalmente dijo:

—Son más de las siete. Tengo que irme.

—¿Vendrás a ayudarme después del trabajo?

Darin pensó en ello; si iba, al menos podría evitar que Mark cometiera alguna estupidez. No podía hacerle ningún daño echar un vistazo, y si Mark estaba a punto de hacer algo peligroso, podría intentar convencerlo para que no lo hiciera.

—Vendré.

Lydia durmió poco. La cama se movía; suponía que era para resultar cómoda, pero habría preferido su colchón de paja de casa. La estructura estaba hecha de bronce, las cortinas y la colcha eran de colores luminosos y vivos y de las paredes emanaba arte holográfico abstracto. Agradecía tener un lugar donde alojarse, pero todo le resultaba demasiado extraño.

La tía Jessie no recordaba haber recibido una carta, e hizo falta una larga explicación antes de que comprendiera que estaba escrita en papel y que no era electrónica. Aun así, le proporcionó una habitación y le dijo que podía quedarse todo el tiempo que necesitara. Por la mañana, Lydia descubrió tres nuevos trajes tendidos en unas sillas: despampanantes, llamativos y coloridos, y de un material más ligero y fino que nada que hubiera llevado nunca. Se probó uno y se sintió casi desnuda; se adhería a su cuerpo y parecía no pesar nada.

Salió de la habitación. Al parecer, la fiesta de la noche anterior continuaba: los invitados andaban por la casa bebiendo, bailando y entrelazados en los sillones.

Su tía le había prometido presentarle a «algunas de las mejores jóvenes de la ciudad», y esa misma tarde Lydia ya se encontraba rodeada de un grupo de modernas chicas de su edad. Tres de ellas habían llegado a la casa cargadas con productos de belleza, revistas de modificaciones y consejos gratuitos.

—Pobrecita —dijo Ridley Reese, sin duda, la reina del grupo—. ¡Mira que no saber cómo hacer uso de tanto potencial! La figura casi la tienes; no te harán falta muchas sesiones. Por ejemplo, Veronica tiene la mala suerte de poseer un metabolismo lento. Se pasa horas a la semana en la consulta y casi siempre sale al borde del desmayo.

—Soy un poco delicada —aseguró Veronica.

—Empezaremos con los ojos, cariño; es lo más fácil y marca una gran diferencia. Te dejaré utilizar a mi artista modi. Es muy particular con sus clientes, pero estoy segura de que puedo convencerlo para que acepte el desafío. Estoy pensando en el efecto de niebla azul, como el que tiene Savannah. Savannah, cariño, muéstrale tus ojos a Lydia.

Savannah, claramente complacida, fue desde su diván al de Lydia y le enseñó sus ojos, que rotaron para ofrecerle a la chica una vista desde todos los ángulos. Los ojos eran de un azul intenso, acentuados por un sutil movimiento giratorio como el de un remolino. El efecto resultaba hipnótico.

—Muy bonito —apuntó Lydia. Se preguntó si el efecto giratorio afectaría a la visión de la chica.

—Acaban de instalármelos —dijo Savannah, volviendo a su asiento—. Una vez que los solicitas, tardan semanas en generarse.

—En ese caso, empezaremos enseguida —exclamó Ridley—. Mientras tanto, podemos trabajar con tu mandíbula... ahora mismo está de moda un ángulo más afilado... Y, por supuesto, lo del pelo. —Al decirlo, sacudió la cabeza lentamente—. Creo que no se puede hacer más que un rebrote completo de raíz.

—Ah, yo me he hecho eso —dijo Savannah. ¿O era Veronica? Con todas esas modificaciones en cara, cabello y cuerpo, a Lydia las tres le parecían casi idénticas—. No podrás salir a la calle en unos días, pero el pelo que tienen ahora es fantástico.

Las tres se miraron como si estuvieran compartiendo algún mensaje privado. Y, probablemente, lo estaban haciendo. Todas las chicas tenían visores, y Lydia sabía que una simple modi permitía establecer una comunicación silenciosa sobre el enlace de red. Podían estar burlándose de ella a la vez que le ofrecían amables consejos.

Pero ¿acaso importaba? A Lydia no le interesaba lo que esas chicas pensaran de ella. Jamás había oído hablar a nadie tanto sobre tan poco. Había esperado preguntarles por las cosas que vio y oyó en los Combs, pero no eran la compañía adecuada para preguntar esa clase de cosas.

Mientras sus nuevas amigas charlaban, Lydia notó que su mente daba vueltas en torno a Darin. Seguro que él no cotorreaba sobre moda, ropa y modificaciones. Él tenía que trabajar para ganarse la vida y su apartamento era más pequeño que la mayoría de los cuartos de baño de la casa de la tía Jessie. ¿Cómo sería vivir allí todo el tiempo? Debía de haber experimentado cosas que ella ni podía imaginarse.

Parecía instruido. ¿Tenían buenos colegios en los Combs? ¿O acaso era autodidacta? Tal vez al día siguiente podría preguntárselo. Se lo imaginaba haciendo turnos dobles en el trabajo para mantener a su tío y a su hermano y quedándose despierto hasta tarde leyendo en su litera a la luz de una linterna. Lo leería todo, claro: novelas, libros de texto, biografías, lo que fuera que cayera en sus manos. Y cuando no estuviera trabajando ni leyendo, estaría...

—¿Lydia, en qué estás pensando?

La atención de Lydia volvió a centrarse en el presente. Todas estaban mirándola. El silencio se prolongó.

—Lo que pienso —comenzó diciendo con tono alegre, sin tener la más mínima idea de lo que estaban hablando— es que debería haber una clínica de modificaciones para los Combs. Se debería reunir a unos cuantos artistas modi y ofrecer sus servicios de manera gratuita para los pobres que no pueden permitírselo. Pero solo en el caso de problemas graves, claro: nuevas extremidades, nuevos órganos, esa clase de cosas. Sería divertidísimo y podríamos ayudar a mucha gente. ¿Qué os parece?

Sus palabras fueron recibidas con un desconcertante silencio. Lydia sonrió. Después de un comentario así, esas chicas no volverían jamás.

Ridley esbozó su ensayada y perfecta sonrisa y se levantó, provocando que las demás se levantaran de un salto, como si estuvieran atadas a ella mediante cuerdas.

—Encantada de conocerte, Lydia —dijo—. Encajarás muy bien.

Darin llegó a la zona de construcción de South Hills decidido a no darle vueltas a su discusión con Mark. Tenía un buen trabajo; la construcción con fabrique era un empleo de fiar. Quizás no fuese emocionante, pero siempre había nuevos edificios que levantar. Además, tenía algo más agradable en lo que pensar mientras trabajaba: la cita con Lydia Stoltzfus.

No sabía muy bien qué pensar de ella. Con ese vestido que llevaba, una tela lisa y marrón con un delantal blanco, perfectamente podría haber viajado en el tiempo desde siglos atrás. Pero tenía ingenio, era alegre y no estaba corrompida por los valores de la clase privilegiada. Tal vez por eso no le había hablado a Mark de ella: eran exactamente esas cualidades, que hacían que no pareciera una rimmer, las que lo atraían de ella. No creía que Mark lo llegase a comprender. Además, Darin había criticado tanto las fantasías de los chicos combers de salir con una rica rimmer que Mark se burlaría. Sin mala intención, eso sí, pero a Darin no le apetecía escucharlo. Lydia seguiría siendo un secreto por el momento. Si lo del sábado salía bien, entonces se lo contaría todo a Mark.

Fichó con unos minutos de retraso y se reunió con su compañero en el punto de construcción.

—Sansón, estás haciéndome quedar mal. ¿Es que no puedes aparecer tarde aunque sea por una vez?

—Oh, vamos, Darin, no empieces otra vez —respondió Sansón, cuyo tamaño doblaba al de Darin y tenía cuerpo de leñador. Su nombre real era Salvatore Maricelli, pero Darin le había puesto ese apodo cuando se conocieron hace un año, no solo por su envergadura, sino por el géiser de rizos negros que le cubría la cabeza, los hombros y la cara.

—¿Cuándo vas a cortarte esa fregona? —preguntó Darin—. Seguro que se pueden encontrar huevos de petirrojo ahí dentro.

—Estás celoso.

—La verdad es que no. Me gustaría verte con uno de esos microcortes que llevan los mercs. Seguro que te quitabas casi diez kilos de encima.

—No puedo —contestó Sansón, y se echó al hombro un bidón de fabrique de cuarenta litros—. Perdería mi fuerza sobrenatural.

Era un chiste muy viejo, pero Darin se rió de todos modos. El humor repetitivo era una parte importante de la comunicación en la zona de construcción, a veces lo único que los hacía seguir adelante. Desempeñar un trabajo de baja categoría por poco dinero solía minar a un hombre.

Darin eligió un par de varas de sellado y se situó frente a Sansón, al otro lado de una estrecha zanja de varios metros de profundidad. En el fondo había una fina capa de germen de fabrique blanco.

—Bueno, ahí lo tienes —dijo—. ¿Cuánto tiempo tengo que estar esperándote?

Sansón refunfuñó y vertió uniforme y cuidadosamente su bidón de fabrique en el fondo de la zanja. Cuando el líquido tocó el polvo del fondo, burbujeó y se expandió, llenando la zanja y después elevándose lentamente sobre ella. A medida que subía, Darin marcaba los bordes con varas de sellado, provocando descargas eléctricas desde una hasta la siguiente a través del fabrique. La sustancia creciente se detuvo y se endureció como un coral duro y bien aislado; de ese modo, dirigían su elevación vertical en una pared.

Cuando Darin comenzó en ese trabajo, sus paredes salían de manera irregular y tendían a espesarse según se alzaban, pero había aprendido a responder a los niveladores y ahora sus muros se erigían rectos y firmes.

Siguieron sellando hasta que el muro que había entre ellos alcanzó la altura del pecho de Darin. Después, Sansón levantó otro bidón de cuarenta litros, pasaron a la siguiente sección de pared y comenzaron con el proceso de nuevo.

Sellar era parte de lo que hacía de la construcción con fabrique un trabajo satisfactorio. Hacía falta habilidad para darle forma a aquel material correctamente. Un simple muro y un tejado era todo lo que Darin sabía construir, pero a la labor de su equipo le seguía la de artesanos más especializados que podían añadirle detalles finales como dinteles y ornamentos. Los artistas que construían casas más arriba del Rim utilizaban el mismo fabrique y las mismas varas de sellado para dar forma a balaustradas, escaleras curvadas, arcas y gabletes, capiteles y bóvedas. Como material de construcción, el fabrique era más barato y resistente que el cemento y, por sus características, las obras podían concluirse más rápidamente. Su cuadrilla de ocho hombres podía construir una docena de casas al día.

Pero ese día solo eran seis.

—Parece que la cuadrilla se ha reducido —observó Darin—. ¿Dónde están Carson y Dax?

—Con el grupo especial de trabajo para catástrofes —respondió Sansón—. Los han llamado para ayudar a reconstruir el barrio situado bajo la presa.

—Mejor ellos que yo. Participar en esas labores implica trabajar directamente para el Consejo Empresarial.

—Te pagan una mitad más de cada hora trabajada.

—¿Y de dónde crees que sale el dinero para pagar esa mitad más? De la mano de obra comber, de ahí mismo.

Sansón se encogió de hombros.

—Entonces, ¿qué tiene de malo recuperar parte de ese dinero?

—Todo es una farsa. Nosotros hacemos el fabrique, excavamos la tierra, levantamos las casas y las mantenemos y, por alguna razón, a pesar de todo, los rimmer son los dueños de la tierra y se benefician de ella. Así que, ¿qué más da que dejen que nosotros nos embolsemos algo? Al aceptarlo, no hacemos más que reafirmarlos como nuestros amos.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó una voz. Darin se giró y vio a Alegre y a Kuzniewski trabajando en un muro contiguo que se uniría al suyo formando una esquina. A diferencia de Sansón, el apodo de Alegre era inapropiado; era un hombre agazapado con gesto frío que hablaba poco y sonreía aún menos. Darin se quedó impactado al oír su voz.

—No lo sé —admitió—. No todos los rimmers son mala gente. Aceptan el papel de opresor porque la cultura les ha enseñado a hacerlo.

—Propongo que atraquemos una tienda de licores —dijo Kuz, tan alegre como taciturno era su compañero—. Cuando empiezo a preocuparme por el mundo, eso es lo que mejor me viene.

Darin sabía que estaba bromeando, pero se tomó el comentario en serio.

—Así vamos a terminar: o robando para comer o robando para escapar, o matándonos entre nosotros por la frustración. Y así no hacemos más que confirmar lo que los rimmers piensan de nosotros. Cuanto más nos ven como criminales y matones, menos les molesta su conciencia a la hora de explotarnos.

Darin se dio cuenta de que todos estaban escuchándolo. ¡Cómo no! Todos se esforzaban por mantenerse y mantener a sus familias; todos tenían seres queridos muertos o muriendo mientras los ociosos ricos vivían siglos. Se trataba de una conversación decisiva para sus vidas. De pronto, apreció a esos hombres; eran camaradas en la misma batalla.

Abrió la boca para continuar cuando percibió el ruido de unos motores, y la mata de pelo de Sansón se echó hacia atrás con un repentino azote de viento. Darin se dio la vuelta. En el espacio abierto que quedaba entre las casas aterrizaron dos fliers con forma de disco.

Se abrieron las escotillas. Del primero emergió su jefe, el propietario de la tierra que estaban construyendo y que solo había pasado por allí en una ocasión anterior. Detrás de él estaba situado... Darin tuvo que mirar dos veces para estar seguro..., pero sí, era el padre de Mark.

—¡Ese es Jack McGovern! —gritó Sansón—. Del Consejo Empresarial. ¿Qué está pasando?

Darin se encogió de hombros.

—No me gusta la pinta que tiene esto.

Guardaespaldas mercs, miembros del personal de McGovern y parte del séquito habitual de aduladores seguían al concejal junto a un ejército de cámaras y reporteros que salieron del segundo vehículo. Dos empleados aparecieron con una plataforma; Jack McGovern se subió en ella y alzó la cara hacia la multitud.

Su voz resonó:

—Gracias por venir... —Darin pudo oír las palabras con claridad; las modificaciones de discurso de McGovern eliminaban cualquier necesidad de amplificación. Los otros dos miembros de la cuadrilla se unieron a Darin, Sansón, Alegre y Kuz, que observaban al concejal y a su público.

—Aún tenemos trabajo que hacer —recordó Sansón.

Kuz repuso:

—Tal vez ya no lo tengamos.

El capataz de su cuadrilla, Mike Carson, era uno de los dos que habían participado en las labores de reconstrucción. Darin se dio cuenta de que los hombres estaban mirándolo a él; aguardaban su reacción. Era una sensación extraña estar rodeado de hombres mayores que él esperando sus instrucciones. Vaciló un momento y soltó su herramienta. El resto de la cuadrilla hizo lo mismo y lo siguió hacia la multitud. Darin podía ver las cuadrillas de otras zonas de construcción acercándose. Pronto hubo casi tantos obreros como visitantes.

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