Juego mortal (12 page)

Read Juego mortal Online

Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así que esa era la razón por la que no había ido a verla. Lydia se estremeció al pensar lo que podría haberle ocurrido si hubiera estado con él. Podrían haberla arrestado y, sin duda, la habrían interrogado. ¿Eran ciertos esos cargos? Por alguna razón, no podía creerlo. Era una tontería, porque apenas lo conocía, pero no podía imaginarse a aquel chico conspirando para matar a cientos de personas. Era demasiado simpático, demasiado normal..., aunque suponía que muchos criminales parecerían normales ante sus vecinos y amigos.

Las otras chicas vieron la noticia hasta el final, después se levantaron, dejaron su habitual cotorreo, se disculparon algo aturdidas y salieron a la calle.

La segunda celda de Mark era más como el dormitorio que tenía en casa que una cárcel. La primera había sido de alta seguridad, llena de combers sentenciados por asesinato, por malos tratos y por violación. Apenas había dormido aquella noche, aterrorizado por aquello a lo que tendría que enfrentarse por la mañana. Pero antes de que saliera el sol, los guardias habían ido a buscarlo y lo habían llevado allí, prueba de que alguien desde fuera, probablemente su padre, estaba moviendo hilos adecuados para ayudarlo.

¿Dónde estaba Darin? ¿También lo habían arrestado a él? Si tenían pruebas suficientes para demostrar que Mark había estado fisgando en el sistema del satélite LINA, seguro que las huellas de Darin también estarían ahí. Pero nadie trataría de ayudarlo a él; se despertaría en la celda de alta seguridad, un comber entre combers.

Lo peor de todo era que eran culpables. Darin y él eran responsables de esas muertes. No habían creado al rebanador, no, y tal vez un abogado podría sacarlos de allí, pero habían sido ellos, con su estúpido jueguecito, los que habían soltado a ese asesino. Se rascó la piel donde le habían colocado la cinta de interferencia. Toda la prisión estaba protegida contra la comunicación con el exterior, así que allí no la necesitaba. Ojalá pudiera hablar con Darin o, por lo menos, descubrir qué estaba pasando fuera.

La puerta se abrió y un guardia se asomó.

—Tienes visita.

—¿Quién es?

El guardia no respondió, abrió la pesada puerta y por ella entró Carolina. Mark corrió hacia ella y la abrazó. No podía recordar cuándo había sido la última vez que se había alegrado tanto de ver su cara.

Ella lo abrazó y lo besó en la frente.

—Papá va a matarte. Está completamente histérico.

Mark se estremeció.

—No me lo imagino. Bueno, sí que me lo imagino. Lo que pasa es que he estado intentando no hacerlo. Me alegra mucho que hayas venido. ¡Dime qué está pasando!

—Esta mañana papá ha echado a un periodista de casa. En realidad, lo ha levantado del suelo y lo ha lanzado por la puerta. Se sabe que ha perdido los nervios cuando deja de ser amable con la prensa. En los periódicos están destrozándolo.

Mark no había pensado en las consecuencias que eso tendría para su padre.

—¿Crees que perderá su puesto en el consejo?

—No lo creo; está reclamando todos los favores que ha hecho, y son muchos. Casi todos los políticos de la ciudad le deben algo y, además, a la mayoría les cae bien. Mark, ¿cómo ha pasado esto? Dicen que el Consejo de Justicia tiene pruebas muy sólidas. ¿Qué has hecho?

Mark se llevó las manos a la cabeza. Le contó toda la historia.

—Lo hice yo —dijo—. No conocía a la gente que ha muerto, no puedo ponerles cara, así que no me parecen reales. Pero los maté yo.

—Tennessee McGovern, no seas estúpido. No es culpa tuya. Fue un accidente. Papá te sacará de aquí hoy, limpio.

—¿Limpio? Querrás decir bajo fianza.

—No, sin cargos.

—¿Sin un juicio? ¿Cómo va a hacer eso?

—Para empezar, va a utilizar a tu amigo comber. Va a decir que fue cosa de él y que tú no sabías nada.

—¡Eso no es verdad!

Carolina entornó los ojos.

—No importa lo que sea verdad; lo que importa es lo que la gente creerá.

—Nadie creerá que no estoy implicado.

—¿Ah, no?

—¿Y qué cree papá que voy a hacer? ¿Quedarme callado? ¿Dejar que Darin cargue con todo?

—Eso es lo que creo que deberías hacer. A tu amigo no le servirá de nada que te pudras en prisión.

—Olvídalo. No es una opción.

—Deja de hacerte el héroe, Mark. De todos modos, dará igual. Nadie sabe dónde está. Ha huido.

—Pero... ¡eso le hace parecer culpable!

—Lo cual actúa a tu favor. Además, puede que sea culpable. Puede que tenga otras razones para huir.

Mark se encendió.

—No es un criminal. A lo mejor yo también huiría si estuviera en su lugar. A él no le darán una habitación como esta.

La puerta se abrió y el mismo guardia apareció en ella.

—Tennessee McGovern, eres libre.

—¿Así, sin más? —preguntó Mark—. ¿Sin investigación? ¿Sin juicio?

—¿Qué vas a hacer, encadenarte a la cama? —dijo Carolina—. Venga, vamos a casa.

Alastair arrojó un bote de cristal al otro lado de la habitación. En lugar de hacerse pedazos, dio un insatisfactorio golpe contra el muro de fabrique y cayó al suelo. ¿Cómo había destruido ese McGovern al rebanador? Sus endebles ataques no deberían haber podido con él; no habían podido con él. Era casi como si el rebanador se hubiera dado por vencido. Como si se hubiera dejado destruir intencionadamente.

Desde su mesa, Alastair alzó el premio Proteo, que había recibido en reconocimiento a su trabajo con las modificaciones de red fetales. Sobre la base de mármol grabada había una escultura de bronce: una serpiente transformándose en un pájaro con las alas extendidas. Levantó el pesado trofeo, se arrodilló delante del bote tirado en el suelo y lo aplastó una y otra vez, convirtiendo cada pedazo en resplandeciente polvo. Eso lo ayudó a despejar la mente.

Después, mientras lo limpiaba todo, se concentró en lo positivo. Antes de su destrucción, el rebanador había demostrado la verdad de sus teorías mejor de lo que él había pensado que sucedería en un primer intento. Después de todo, ya tenía cuatro años cuando él lo creó. Eso suponía cuatro años vividos en otro ambiente, a pesar de lo cual se había adaptado sorprendentemente, adoptando el mundo de red mediante la absorción de todos los datos posibles hasta que pasó a realizar, por instinto, tareas que requerían descomunales esfuerzos para los sysadmins profesionales, si es que eran capaces de llevarlas a cabo.

Alastair tiró el vidrio al incinerador. Necesitaba animarse un poco; se dirigió hacia el almacén de mantenimiento, abrió la puerta, y entró. Tocó la fría caja de metal que había en el estante. Si uno de cuatro años podía adaptarse así de bien a un entorno tan extraño, ¿qué haría esa segunda creación sin haber conocido nunca otra cosa?

Pronto tendría lo que necesitaba para repetir el proceso. Un sujeto tan joven le añadía una considerable complejidad, pero había resuelto la mayoría de los problemas. La consumación de sus ambiciones se hallaba ahora muy cerca. Comenzó a insertar más diminutas agujas en su máquina mientras soñaba con un futuro glorioso.

La clínica de partos Geneticare era un palacio esterilizado. Un alto techo de diez metros resplandecía de blancura sobre unos suelos de madera encerados y acres de paredes blancas, rotas regularmente por fotografías de bebés negros en sábanas blancas. La elección étnica de las imágenes parecía más una cuestión estética que un indicativo de la clientela de la clínica: un bebé caucásico habría pasado casi inadvertido a causa de la apabullante blancura de la habitación. Sillas para esperar cómodamente, mesas con revistas y el mostrador de recepción salían, como si formaran una única pieza con él, del suelo, que no era de madera, sino de una costosa clase de fabrique.

Marie consideró que la habitación transmitía limpieza y profesionalidad, pero también un cierto grado de frialdad. Habría preferido esa agradable sensación de estar en el salón de tu propia casa que te proporcionaban otros centros de partos, pero Keith había insistido en que fueran a esa clínica. «Lo mejor para mi familia», había dicho él. Los métodos más seguros, el mayor control posible sobre el proceso del alumbramiento.

¿Seguridad? ¿Control? Marie contuvo una amarga carcajada. Meras ilusiones. Cuando la vida se empeñaba en arrebatarte algo, lo hacía. Pero bueno, en esta ocasión, era ella quien obtendría algo.

—¿Puedo ayudarlas? —se ofreció la recepcionista. Era joven, guapa y se encontraba en un avanzado estado de gestación. Su traje azul aportaba el único toque de color a la habitación. Les dirigió a Marie y a Pam una agradable sonrisa, pero Marie podía advertir una nota de agotamiento en la piel bajo sus ojos.

—Me gustaría ver a un médico para programar un procedimiento de implantación —respondió Marie.

—¿Están sus pequeños en nuestro banco de almacenamiento?

A Marie le gustó que dijese «sus pequeños» en lugar de «embriones» o «niños potenciales».

—Sí —respondió Marie.

La mujer desvió la mirada para acceder a una base de datos a través de su visor.

—¿Nombre?

—Marie Coleson.

Pasó un momento mientras la mujer comprobaba los datos.

—¿Cuánto tiempo hace que estuvo aquí? —preguntó con una voz que no podía evitar mostrar cierta sorpresa.

Marie sintió un golpe de pánico.

—Hace unos años. Cuatro o cinco.

Silencio otra vez. La joven siguió ojeando los datos rápidamente y entonces:

—Oh, sí, aquí lo tengo. Marie Coleson.

Marie dejó escapar la respiración que había estado conteniendo. La recepcionista miró a Pam.

—¿Amiga o pareja?

—Amiga —respondió Pam.

—Señora Coleson, su cuenta también está bajo el nombre de su marido, el señor Keith Coleson, ¿es correcto? Su consentimiento también será necesario.

—Sí, tengo los documentos. Murió hace dos años.

—Lo lamento —dijo la recepcionista, y la creyó. Le envió un enlace del certificado de defunción. Visor con visor.

—Espere un momento mientras actualizo su cuenta.

Después de una larga pausa, la recepcionista volvió a dirigirse a Marie:

—¿Señora Coleson?

La expresión de la mujer y el modo en que pronunció su nombre hizo que el pánico volviera a instalarse en la garganta de Marie.

—¿Qué pasa? ¿Está roto el enlace?

—No, el certificado es perfectamente válido. Es solo que... ¿es consciente de que su cuenta con nosotros está vacía? No tenemos embriones almacenados para usted.

Marie miró a Pam y volvió a mirar a la mujer.

—¡Eso es imposible! Había tres, ¡sé que había tres!

—El informe dice que uno se perdió diez días después del comienzo del proceso. ¿Lo sabía?

—Sí, era el primer niño, y después se implantó el segundo. Pero había un tercero, ¡una niña! ¿Qué le ha pasado?

—Según el archivo, el tercer embrión también fue implantado, cuatro años después del primero.

—No, no, ¡eso no ha pasado!

—Su marido llamó para arreglarlo todo el diecinueve de diciembre y el embrión pasó a su custodia el día veintitrés. La implantación la llevó a cabo otra agencia, así que no tengo información al respecto.

—¿Veintitrés de diciembre? Pero... ¡ese fue el día en que murió!

Marie miró a Pam y volvió a mirar a la recepcionista, cuya profesionalidad ahora la enfureció.

—Lo lamento muchísimo si fue un error nuestro —comenzó a disculparse la recepcionista—, pero si pone en duda nuestros archivos, tendrá que hablar con uno de nuestros abogados. Yo no puedo hacer nada más.

—Espere un minuto. Acaba de decir que yo no podía sacar un embrión sin el consentimiento de mi marido, así que ¿cómo pudo él? —Marie estaba al borde del llanto, elevaba la voz por momentos—. ¿Cómo pudo entrar aquí y llevarse a mi bebé sin mi permiso?

—Señora Coleson, sinceramente espero que sea un error y que el niño que quiere siga aquí, en nuestro banco. En respuesta a su pregunta, su esposo no podría haberse llevado el embrión solo. Y es que no lo hizo. Tenemos firmas y confirmación de voz de ambos padres para la entrega del día veintitrés. Según el informe, usted estuvo aquí y nos dio su consentimiento.

Darin se agachó detrás de una azalea esperando que no lo vieran desde la carretera. El cielo gris estaba oscureciéndose. Estiró las rodillas, en las que sentía calambres, se sentó en el húmedo mantillo y se abrazó a sus piernas. Tenía que volver a casa enseguida.

En alguna parte, un grillo cantaba incesantemente aumentando el nerviosismo de Darin. Odiaba estar ahí sentado y quieto. Cada murmullo del viento a través de los arbustos lo hacía mirar atrás, y sus músculos se tensaban preparándose para salir corriendo. ¿Dónde estaba la chica?

Por fin, un pod se deslizó silenciosamente por encima de su cabeza y en su iluminado interior pudo ver a Lydia, sola. El pod aminoró la marcha y se detuvo al final de su pista, junto al piso superior de la mansión.

Darin se apartó de la azalea y observó las ventanas de la casa hasta que se encendió una luz.

Después de haber ubicado su habitación, fue reptando hasta situarse debajo y desenrolló una bobina de alambre atada a una pegajosa bola. Sujetando el alambre, lanzó la bola e hizo dos intentos hasta que dio en su ventana. Era un chisme barato, lo utilizaban los gamberros en el cole para asustar a los compañeros. Darin habló por un extremo, un diminuto micrófono lleno de una espesa capa de celgel neural. El alambre contenía una simple cadena de dendrita que transportaba el mensaje hasta la bola. La bola vibró contra la ventana y reprodujo una versión distorsionada de su voz dentro de la habitación.

—Lydia, soy Darin. Abre la ventana.

Esperó.

—Lydia, estoy fuera. No puedo oír lo que dices. Por favor, abre la ventana.

Nada.

—¿Lydia?

Finalmente, Lydia apareció en la ventana. La abrió, muy poco.

—¿Darin?

—Sí.

—¿Qué quieres? —Su voz sonó fría.

—Disculparme por lo de esta mañana. Quería venir.

—Te he visto en las noticias.

—Lo que están diciendo de mí no es verdad. ¿Puedes bajar? ¿Me dejas que te cuente la verdad?

La ventana se abrió más y Lydia se asomó a la oscuridad. Darin la saludó con la mano y se apartó del muro para que pudiera verlo. ¿Qué iba a decirle? Esperaba no haberse arriesgado a que lo capturaran para nada aunque, después de todo, ¿por qué iba a creerlo? ¿Por qué no iba a llamar a las autoridades? Lo único que tenía para seguir adelante era un sentimiento, la sensación de que, en una breve conversación el día anterior, algo importante había sucedido entre los dos. Confianza, tal vez.

Other books

Zero Hour by Leon Davidson
The Pale Companion by Philip Gooden
Nine & a Half Weeks by Elizabeth McNeill
The Counterfeit Betrothal by April Kihlstrom
The Spring at Moss Hill by Carla Neggers
Patricia by Grace Livingston Hill
Holding Out for a Hero by Stacey Joy Netzel