Read Juego de damas Online

Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (8 page)

BOOK: Juego de damas
9.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Esta vela es para Claudia —le dijo a Francesca golpeándola con suavidad en la mano al darse cuenta del ansia con la que rebuscaba en el paquete.

Había cosas que Francesca jamás había podido perdonar a su madre, y una de ellas era esa clara predilección por Claudia. Le daba la sensación de que todo lo mejor era siempre para su hermana: las flores más bonitas, las palabras más cariñosas e incluso los regalos que le correspondían a ella. Durante un tiempo su madre había tenido en su mesilla un marco de plata en el que había colocado un retrato de Claudia cuando era niña. Preciosa, eso sí, con pecas en la cara y dos trenzas muy largas. A Francesca también le gustaba mucho aquella foto. Pero no le parecía bien que no hubiera a su lado un marco igual para ella. Por eso un día lo tiró a la basura, camino del colegio, y su madre se pasó meses intentando averiguar qué había sucedido. «No era muy caro —se lamentaba—, el valor era sentimental. Me encantaba esa fotografía».

Francesca avanzó de puntillas por el jardín. De vez en cuando se asomaba para ver si Claudia le hacía alguna advertencia con el pañuelo. Entonces llegó hasta el rincón de la cántara y vio la cajita dorada.

Ahí estaba. El regalo. La vela de olor. Sonrió para sus adentros decidida a llevársela. Alargó la mano y, entonces, para su sorpresa, se encontró frente a frente con una chica muy guapa y muy risueña que se abalanzó sobre ella con una servilleta tapándole los ojos.

—¡Por aquí, por aquí! —chillaba la joven—. ¡Creo que lo he encontrado!

Sin tiempo para apartarse del camino de aquella exhalación, Francesca sintió el abrazo repentino de la escuálida muñeca.

—¡Es una persona! —gritó—. ¡La sorpresa es una persona!

Otras voces y otros pasos se acercaron corriendo hacia ellas.

—¿Quién es, Gianni? —preguntaron sin dejar de mirarla.

—No tengo ni la más remota idea —respondió el calabrés llevándose la mano derecha a la descuidada barba.

VII

El salón principal de Villa Fontanelle estaba presidido por dos esculturas clásicas de más de tres metros de altura. Representaban dos luchadores griegos, o dos titanes, desnudos y fornidos. Estaban colocados sobre unos pilares de piedra y separaban la zona de estudio de la de descanso. Al fondo de la estancia colgaba un óleo en forma de rosetón flanqueado por varias pinturas con reproducciones de escenas de la
Odisea
y la
Ilíada
. Una librería de madera atesoraba cientos de volúmenes sobre historia del arte.

—¿Quién eres? —le preguntó Versace a la intrusa mirándola de arriba abajo.

—Francesca Ventura —respondió ella sin tiempo de inventar una personalidad distinta ni una explicación razonable para su presencia allí.

—Francesca —repitió él—. Igual que mi madre. Y su tono se suavizó—. ¿Sabes, Francesca, que lo que has hecho se llama allanamiento de morada?

Francesca asintió. Los techos eran altísimos, las ventanas alargadas y las lámparas colgaban como arañas de elegantes telas. Tintineaban las piedrecillas.

—En realidad, mi presencia en esta casa no tiene nada que ver con usted —explicó ella, dispuesta a todo—. Estoy aquí para resolver un crimen. Eso es.

—¡Un crimen! —El modisto se alarmó—. Pero ¿qué dices?

En ese momento se abrió de golpe la puerta del salón y entró un hombre de aspecto desaliñado. Tenía pinta de sonámbulo, con el pelo entrecano muy revuelto y los ojos entornados por culpa de la luz deslumbrante que entraba por la ventana.

—Buenos días, Richard —dijo Versace—. ¡No te vas a creer lo que tenemos para desayunar!

Richard Avedon, fotógrafo profesional, creía haber presenciado ya suficientes locuras en su vida como para poder sorprenderse con alguna nueva.

—Esta chica es una belleza —dijo mirando a Francesca y enmarcándola con sus dedos—. Creí que bastaba con dos modelos. ¿Necesitas tres?

—¡Ah, no! —respondió Versace—. Francesca no es modelo, sino detective. Eso me estaba contando ahora. Ven, siéntate con nosotros.

Avedon se acomodó en un butacón. Estaba descalzo. Puso los pies sobre la mesa de cristal.

—El asesinato que estoy investigando ocurrió hace mucho tiempo —comenzó Francesca—. Exactamente, ciento sesenta y nueve años.

—¡Menos mal! —exclamó Avedon—. Eso puede salvarte de la silla eléctrica, Gianni.

Francesca continuó muy seria a pesar de las carcajadas de los dos hombres.

—La víctima era una mujer joven y bonita; una escritora irlandesa que se alojó en esta casa y se ahogó en el lago en el año 1812. Se dijo que había sido un accidente, pero yo estoy absolutamente segura de que se trató de un crimen. Su nombre de soltera era Sydney Owenson, pero al casarse se convirtió en lady Morgan. Tuvo bastante fama en su época.

—¿Por qué te interesa esa historia? —preguntó Versace.

Francesca se sofocó. Pensó en Claudia; en la cara que pondría cuando le contara esa escena. Le diría que era la peor asesina de la historia. Que había descubierto sus intenciones nada más comenzar. Rápidamente ideó una coartada.

—Estoy escribiendo un trabajo para la universidad —explicó con una seguridad asombrosa.

Avedon soltó un grito de admiración. No acostumbraba a tratar con mujeres que, además de bellas, fueran cultas. Se puso en pie, se acercó a Francesca y, muy en serio, le propuso fotografiarla para su colección de retratos. Le dijo que lo haría en blanco y negro; que ella sostendría un tomo de la
Enciclopedia británica
y que estaría completamente desnuda de cintura para arriba, aunque no aparecería nada indecente en la imagen, pues el libro estaría estratégicamente colocado delante del pecho.

Aquello era de lo más inesperado. Francesca aceptó, claro está. No hay nada más halagador para una joven que ser considerada bonita por un fotógrafo de moda.

Mientras Avedon iba en busca de su equipo, Versace se tomó la molestia de relatarle a Francesca la historia de Villa Fontanelle. Pronto llegaron a la conclusión de que, dado que el nombre se lo habían puesto los Cambiaghi de Milán, no podía ser ésta la misma villa en la que se había alojado lady Morgan. Tras consultar varios tratados de historia, constataron que en 1812 Villa Fontanelle pertenecía a los marqueses de Trotti y, además, una lámina de época que encontraron en uno de aquellos antiguos volúmenes confirmó su teoría. Ni balaustrada, ni jardín, ni embarcadero circular. Aquélla no era la casa que describía con tanto detalle Sydney a Olivia en sus cartas.

—Villa Trotti, ¿lo ves? —dijo Versace, señalando la escritura a pie de página—. Definitivamente, ésta no es la villa de la que habla tu lady Morgan en sus cartas. Me temo que no voy a poder serte de mucha más ayuda. Sin embargo, tal vez te interese colaborar conmigo en alguna de mis campañas publicitarias. Tienes una cara y un pelo muy especiales, Francesca.

Regresó Avedon con su cámara, tres ayudantes vestidos de negro, varios maletines de lona, un maquillador cargado con un auténtico laboratorio químico, una pantalla blanca extensible, varios focos, un espejo de pie y un potente ventilador.

Como si se tratara de un desfile circense salieron todos al jardín en busca de la mejor orientación para realizar el retrato. Se encaminaron hacia la baranda que se asomaba al lago y comenzaron a montar aquel escenario de luces y sombras.

Francesca miró con disimulo en dirección al rincón en el que había dejado a Claudia hacía un rato. De entre las ramas verdes de un magnolio, horrorizada, vio salir una mano muy pálida que agitaba un pañuelo de seda rojo. Era la señal.

Había veces que Claudia se comportaba como una idiota, pensó Francesca. Se suponía que nadie debía verla y, sin embargo, ahí estaba, pañuelo arriba pañuelo abajo, llamando la atención sobre su escondite. Si la encontraban allí, tan fea, era posible que Richard Avedon sufriera un bajón anímico; que se deslizara por la intrincada pendiente de la depresión artística y que su retrato se fuera al traste. O peor aún: que, al verla Gianni Versace, con su pelo enmarañado y esas telarañas entre los dedos, abandonara la idea de contratarla a ella para esa campaña de la que le había hablado.

—Quitad la pantalla —dijo Avedon—. Creo que prefiero el fondo vegetal.

Francesca, sin camisa, sosteniendo a la altura del pecho el tomo decimosexto de la
Enciclopedia británica
, la melena caoba sobre las páginas amarillentas, tembló un poco cuando alguien exclamó:

—¡Espera, Richard! Hay algo rojo enganchado de un árbol.

Y, despacio, se encaminó hacia el magnolio de Claudia.

—Es un pañuelito —oyó gritar poco después a sus espaldas—. ¡Qué raro! Estaba atado con un nudo a la rama. No puede haber sido el viento.

Avedon disparó su cámara por sorpresa. Dijo que la expresión de Francesca en ese preciso momento había sido perfecta. Que nunca había logrado explicar con palabras la esencia de ese gesto. Que probablemente no existía un modo de transmitirlo a través del lenguaje y que era una cuestión de sentimientos. Que llevaba mucho tiempo tratando de fotografiar las emociones femeninas, pero jamás había dado con la tecla que accionara la psicología de las mujeres.

—Es terror, pudor, ingenuidad, odio, locura —dijo.

Francesca se vistió a toda prisa. Comprendía perfectamente a qué se refería el fotógrafo: a esa melaza espesa de sensaciones que se derramaba por su piel. Por una parte, la vanidad satisfecha; por otra, la vergüenza de la desnudez; por otra, el veneno de la envidia que se le había clavado en la espalda con el escozor de una mordedura de serpiente, procedente de la mandíbula abierta de su hermana Claudia.

VIII

—Ábrelo, Claudia, no seas rencorosa —le rogó arrodillada a los pies de la cama, las lágrimas ya secas convertidas en sal y las uñas en carne viva—. Lo he traído para ti. Lo he robado. Me he arriesgado a perder la confianza de esa gente y mira cómo me lo agradeces. ¿Qué culpa tengo yo de ser tan guapa? Eso no se elige. Se nace así porque Dios lo quiere. A mí me dio el pelo de mamá, los labios de papá, las manos de pianista, las piernas largas. Tú heredaste todo lo malo, ¡qué injusticia! Si yo pudiera, te cambiaría al menos los ojos. Así tendrías algo bonito en esa cara tan fea.

Claudia estaba acostada en la cama con la cara escondida en la almohada. Esta vez sí que se había enfadado de veras. Ni siquiera la perspectiva del paquete dorado, la lazada grande, la curiosidad que siempre demostraba por todos los misterios estaban consiguiendo apaciguarla.

Francesca había salido corriendo de Villa Fontanelle sin despedirse de su propietario. No importaba. Gianni Versace encontraría el modo de dar con ella en cuanto viera la fotografía que acababa de sacarle Richard Avedon y la convertiría en una supermodelo como Twiggy o Inés de La Fressange. Y ella recorrería las pasarelas del mundo entero: de París a Nueva York y, con un poco de suerte, Tokio, Singapur y Arabia Saudi. Pobre Claudia, que jamás saldría de Italia. De esta comarca perdida entre montañas.

Aquí acabaría pudriéndose de asco y de envidia mientras ella conquistaba la fama.

Había traído el paquete escondido dentro de la pamela. No era muy grande; tenía el tamaño perfecto para un robo insignificante.

—Pero ¿no te intriga saber lo que hay dentro de la cajita? Es para ti. Yo no lo quiero.

—¡No! —respondió su hermana sin levantar la cabeza, un poco ahogada por el relleno de plumas.

—Bueno, pues lo abro yo un poquito —comenzó Francesca—. Levanto esta esquinita, miro dentro… ¿De verdad no lo quieres?

Finalmente, Francesca levantó la tapa de la cajita y sacó un frasco de cristal en forma de diamante con base de prisma. Lo abrió y el aroma se extendió por la habitación con la misma intensidad que el olor a tierra mojada en el instante mismo en el que estallaba la tormenta de las siete. «Chipre Floral», leyó en voz alta y seguidamente lo vació por completo sobre su hermana. Roció a Claudia de la cabeza a los pies con el perfume, que se derramó por su cuerpo seco y triste.

—¡Para! —gritó Claudia, incorporándose al fin.

—¡Era para ti! ¡Te lo dije y no me hiciste caso! —bramó Francesca fuera de sí. Luego salió de la habitación dando un portazo y bajó por las escaleras a saltos.

Margherita, que pasaba en ese momento por el pasillo, camino de su dormitorio, se detuvo ante la puerta cerrada. La empujó con cautela y un asfixiante olor a flores la sacudió de arriba abajo.

Se encogió de hombros sin entender por qué Francesca había decidido perfumar de aquel modo la habitación. Pero eran tantas las cosas que no comprendía de su hijastra; tantas y tan inquietantes que, francamente, lo que hiciera o dejara de hacer le traía sin cuidado. Entornó la puerta para que se ventilara un poco aquella atmósfera sobrecargada y siguió su camino sin reparar en la estremecedora presencia de Claudia sobre la cama.

Era una noche especial. Eso pensaba Margherita mientras se cambiaba de ropa; de los cómodos pantalones cortos al vestido vaporoso que había reservado para la ocasión. Entre sus dedos algo crispados le pareció que se escurrían unos visillos: los que utilizaría para cubrir los ojos a Stefano e impedirle recordar a Paola al menos durante unas horas. El fantasma de la primera esposa —pobrecilla, abandonada, humillada, cautiva en su palacio florentino, lejos del mundanal ruido, de los comentarios crueles, de las compasiones fingidas—, Paola, la de los ojos tristes, rondaba por aquella casa igual que por la de Milán; igual que por cualquier recóndito rincón del mundo en el que pretendieran buscar refugio Stefano y Margherita.

No tenían escapatoria.

En un primer momento, cuando su amor infiel era todavía un secreto y aún Francesca no les había descubierto saliendo a escondidas del hotel, Margherita había creído que la presencia incómoda de Paola en todas partes y su consecuente vigilancia —que ni apagando la luz ni cerrando la puerta con llave se libraba de aquellos ojos acusadores— eran gajes del amor clandestino. Se equivocaba. Después de la boda comprobó que el estado civil era lo de menos. No habían cambiado nada el anillo, el velo blanco, el vals y el pastel de merengue. Los dedos de Paola se le seguían clavando en la espalda cada vez que hacía el amor con su marido. El suyo. ¿El de quién?

Tal vez era cuestión de tiempo. Tal vez era culpa de Francesca y su negativa a dirigirle la palabra a Stefano, o que las niñas, las dos, se parecían tantísimo a su madre que el hombre se quedaba extasiado al contemplar sus viejas fotografías —las sonrisas desdentadas, las trenzas deshechas— sobre el piano.

BOOK: Juego de damas
9.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Coyote by Rhonda Roberts
Rise of the Defender by Le Veque, Kathryn
By Design by Jayne Denker
Charmed (Second Sight) by Hunter, Hazel
Mated to Three by Sam Crescent
Amerika by Lally, Paul
The Shadow Hunter by Michael Prescott
Ransomed MC Princess #1 by Cove, Vivian
Dracula's Desires by Linda Mercury