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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (11 page)

BOOK: Juego de damas
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Charles la tomó del brazo y juntos recorrieron la avenida de los castaños de Indias que rodeaba la casa hasta el jardín, presidido por un inmenso sicomoro. Varios grupos de invitados conversaban bajo las ramas del árbol, que había sido engalanado con farolillos.

Hasta ese lugar caía la fuente en cascada desde lo alto de la colina. Los más intrépidos subían los escalones no sin cierta dificultad, ya que se habían puesto de moda entre las damas unos botines de seda de tacón de precio exorbitante que sólo se fabricaban por encargo. Sydney se había calzado su único par, de color crema, un regalo inolvidable de uno de sus antiguos pretendientes.

Los Confalonieri y los Visconti se encontraban en aquella sociedad como pez en el agua; todo el mundo los conocía y los saludaba con una mezcla de admiración y temor que no pasó desapercibida a los observadores ojos de Sydney. Sus anfitriones debían de ser más poderosos de lo que ella había supuesto, a juzgar por la profundidad de las reverencias.

Había entre aquellos caballeros algunos científicos de renombre, profesores en su mayoría de la universidad de Pavía, como Joseph Frank, Alessandro Volta y Antonio Scarpa, que ocupaban una de las mesas principales. Hasta ellos fueron conducidos los Morgan, como por corriente electromagnética, ya que muy acertadamente Visconti y Confalonieri habían imaginado que a sir Charles le interesaría participar en la conversación de los doctores, que esa noche versaba sobre el intrincado funcionamiento de la musculatura de las ranas y otros anfibios. No pensaron, en cambio, que a su esposa Sydney aquellas asquerosidades la traían sin cuidado y la abandonaron allí, en medio de la discusión teórica, mientras ellos se unían a un grupo de oficiales de la armada italiana a los que arengaban sin el menor recato en contra de los franceses y a favor de un ejército independiente que defendiera únicamente los intereses de Italia y los italianos.

Por su parte, las dos Teresas había sido abducidas por una horda de gallinas ponedoras, todas con el mismo peinado de tirabuzones y diadema de estilo grecorromano, cuyos cacareos se escuchaban desde cualquier punto del perímetro irregular de aquel jardín.

Aburrida hasta el infinito, Sydney se excusó y abandonó la mesa de los doctores en cuanto pudo. Su curiosidad de escritora no le permitía perder la oportunidad de fisgar en aquella villa, más aún ahora que había conocido la historia de Vittoria Peluso y sus amoríos. Se le ocurrió imaginar que tal vez en el sótano del palacio se escondiera todavía el ataúd del vampiro Calderara, porque de eso se trataba sin ninguna duda, de un vampiro como una casa. Que si pálido, que si ojeroso, que si con capa negra y ojos sanguinolentos. Sólo faltaba que al pasar delante de un espejo no quedara rastro ni de la Pelusina ni de sus esposos, el vivo y el difunto. De modo que Sydney Owenson, que de pronto se había transformado en Glorvina, la valiente y salvaje princesa irlandesa, cruzó el jardín y entró en el recibidor de Villa Garrovo.

Como presa de un encantamiento se deslizó por el damero de mármol del suelo y fue recorriendo estancias a cada cual más asombrosa. Atravesó el
hall
de entrada, con su escalera de doble baranda, los salones tapizados de seda, las bibliotecas y los gabinetes, hasta que dio con una habitación cerrada y allí se detuvo, porque escuchó murmullos y gemidos procedentes del interior.

Empujó con cuidado la puerta dorada y, al asomarse dentro, se encontró con el patio de butacas de un teatro cubierto de terciopelos, con un escenario inmenso y dos actores interpretando una escena melodramática, recostada ella en un diván y arrodillado él a su lado besándole el cuello.

Sydney había asistido a muchas representaciones teatrales a lo largo de su vida, pero jamás había contemplado una estampa tan realista como aquélla. Los lametazos eran de lo más verosímiles, lo mismo que la daga y el desmayo de la dama. Por un instante no supo qué hacer: si gritar pidiendo ayuda o aplaudir con toda el alma.

Finalmente, optó por una tercera posibilidad: la de desandar el camino sin hacer ruido y regresar a la mesa de los doctores, eso sí, pálida como una muerta.

—Querida —le advirtió sir Charles en un susurro cuando la vio acercarse a su mesa dando tumbos—, recuerda lo mal que te sienta el vino.

—Aún no he probado una sola gota —respondió ella— y ya estoy viendo visiones.

En ese momento, alguien anunció solemnemente la aparición estelar de los anfitriones.

—Recibamos con vítores al valiente general que parte a Rusia para luchar contra los enemigos de Italia.

Al otro lado del jardín, Confalonieri estalló en un estrepitoso ataque de tos. Teresa Casati le palmeó la espalda con todas sus fuerzas hasta que logró que su marido escupiera el trozo de
pepperoni
con el que aparentemente había estado a punto de asfixiarse.

—Siempre igual —dijo el viejo Volta por lo bajo.

Entonces Sydney se giró hacia la puerta de la casa para contemplar atónita la llegada de los dos personajes emplumados a los que acababa de sorprender en plena actuación dramática. El galán de la daga y los lametazos no era otro que el formal y valiente general Pino, y la doncella del desmayo y los gemidos, su esposa Vittoria, más Pelusina que nunca en aquella noche estrellada.

Avanzaban tomados de la mano, elegantes y altivos, sin sospechar que Sydney había sido testigo de su arrebato amoroso en el teatro. No quedaba más rastro del escarceo que un tirabuzón descolocado en el peinado de Vittoria Peluso y una leve cojera, algo intensificada por el esfuerzo, en los andares de Domenico Pino.

—Ven a conocer a nuestra anfitriona —dijo la Trotti rompiendo el hechizo y agarrando a Sydney del brazo para conducirla a escasos centímetros de la Pelusina.

La italiana se giró en redondo y se encontró de sopetón con los ojos desorbitados de lady Morgan.

—Vittoria —las presentó Teresa Trotti de Visconti haciéndole un guiño a la dama—, ésta es nuestra adorada Sydney, lady Morgan, de quien tanto te he hablado.

Se produjo entonces una inmediata corriente de simpatía entre aquellas dos mujeres tan dispares —Sydney Morgan y Vittoria Peluso—, que se saludaron con una reverencia educada y una sonrisa picara. «Sé que sabes que sé», pensó Sydney al inclinarse.

—¿Es usted, como me han contado, la hija de Robert Owenson? —preguntó la dama admirada.

—¿Y usted Vittoria Peluso, la gran estrella de la Scala?

—Ya no —respondió ella algo apurada, bajando la voz—. No aquí, al menos, en este jardín lleno de condesas y marquesas. Pero de vez en cuando sí, lo soy. De puertas adentro, si entiende usted a lo que me refiero.

—De puertas adentro yo soy Glorvina.

—Encantada, Glorvina.

—Encantada, Pelusina.

Con este diálogo dio comienzo la amistad que más tarde habría de salvar a Sydney de un destino muy negro. De una amenaza que comenzó a cernirse sobre ella esa misma noche, al regresar a casa y desnudarse frente a la ventana de su dormitorio, sin acordarse de cerrar las cortinas. Qué insignificante descuido y qué consecuencia tan fatal.

Desde el instante en que las presentaron, ni Sydney ni Vittoria tuvieron otro aliciente en la fiesta que la necesidad inexplicable de conocerse mejor. El resto de los personajes secundarios que habitaban aquel jardín desaparecieron de escena por arte de magia, como si una ráfaga de viento muy fuerte los hubiera borrado del guión. Tenían tanto en común Glorvina y la Pelusina que ambas entendieron que su amistad trascendía esta vida y procedía de otra realidad anterior. Tal vez en el antiguo Egipto o en la Europa de las cruzadas sus espíritus inquietos se habían encontrado por primera vez y se habían hecho la promesa de reunirse de nuevo en la Tierra, años, siglos o milenios después, seguras de que cuando llegara ese momento, serían capaces de reconocerse como almas gemelas e inseparables.

Hablaron de sus infancias, ambas tan poco convencionales. Hablaron de sus hombres amados. Hablaron de Byron y de su innata capacidad de escandalizar armado con una pluma afilada; y de la mediocridad del corso milanés, donde las óperas permanecían en escena durante más de tres semanas seguidas, y de autores teatrales irlandeses viejos y de poetas clásicos olvidados.

—Mi hermana Olivia tiene muchas amigas —dijo Sydney—. Sin embargo, a mí siempre me ha resultado difícil relacionarme con otras mujeres. No me interesan las conversaciones de salón. No me seducen las modas, ni las novelas de amor, ni las canciones románticas, ni los concursos florales. Me apasionan las historias de brujas y duendes, las leyendas que sólo conocen los marineros viejos, los crímenes pasionales y las intrigas políticas.

—No tienes amigas porque eres demasiado hermosa —respondió Vittoria—. El resto da igual.

—¡Pero qué dices, Pelusina! —se sorprendió lady Morgan—. ¿Cómo va a dar igual que pienses de un modo u otro, que defiendas esto o aquello?

—Da igual lo que pienses, Glo. Las mujeres no hemos nacido para pensar —replicó la italiana—, sino para gustar o no gustar a los hombres. Tú no tienes amigas porque las demás mujeres te ven como una amenaza. Te temen. Por eso yo tampoco he tenido nunca una sola amiga.

—Hasta esta noche —dijo lady Morgan agarrando la mano de Vittoria Pino con fuerza.

Esas cosas se estaban diciendo cuando Domenico Pino las encontró tumbadas en la hierba del jardín, contando estrellas, aisladas por una campana de cristal invisible del resto de los asistentes al convite. Llevaba un rato buscando a su mujer para hablar con ella de los fuegos artificiales.

—Encendámoslos ya, amor mío, antes de que amanezca, o no tendrán el mismo efecto sobre el ánimo de nuestros soldados. Estos fuegos simbolizan la lucha que vamos a librar en Rusia. Cuando nos encontremos inmersos en el fulgor de la batalla, recordaremos esta noche clara y no nos dejaremos vencer por el miedo, sino que combatiremos impulsados por el anhelo de regresar a casa.

Cuando dio comienzo el espectáculo de luz y color —una lluvia mágica que se reflejaba en el agua como en un espejo multiplicador y que escupía fuego desde el cielo y desde el lago, sobre los barcos, las casas y las montañas—, Charles Morgan se las arregló para colocarse detrás de su esposa y, aprovechando que todos los presentes atendían a la exhibición pirotécnica, acariciar con maestría la carne en tensión de Sydney, que no protestó en absoluto por el impropio comportamiento de su marido.

—Creo que es hora de volver a casa —dijo, y se volvió para ofrecer su boca a la sed de Charles.

Se despidió de Vittoria con la promesa de visitarla a diario cuando el general Pino hubiera partido hacia Rusia y se encaminó junto a su marido hacia el embarcadero, donde ya los esperaban los Visconti y los Confalonieri, y el joven Fontana, candil en mano.

El regreso fue silencioso. Las Teresas se descalzaron, agotadas por las horas que habían permanecido de pie saltando de un círculo a otro —ahora los marqueses, ahora los oficiales, ahora los clérigos y luego los científicos— y sin más fuerzas que para abanicarse de vez en cuando, los rizos deshechos y el escote sudoroso. Sydney hizo la travesía con la cabeza recostada en el hombro de su esposo, la respiración profunda y las intenciones claras. Los condes dormitaron también sin palabras y los mozos remaron pesadamente, como si tuvieran la corriente en contra. Sólo Domenico Fontana permaneció en su puesto de mando, tieso como una vela, despierto como un ave nocturna, perfecto en su juventud y en su belleza. De vez en cuando, Sydney se permitía mirarle con disimulo: las nalgas duras, la espalda ancha, los brazos fuertes, el pelo largo, ondulado, y los ojos de un color extrañamente azul a la luz del amanecer.

Amarraron en el embarcadero de Villa Fontana y se despidieron de sus amigos, a quienes invitaron a tomar un auténtico té inglés a las cinco de la tarde de un día cualquiera. Luego se dirigieron los tres —Domenico, Charles y Sydney— hacia la casa y en la balaustrada sus pasos tomaron direcciones opuestas —los Morgan, a la derecha; Fontana, a la izquierda— sin decirse más que «buenas noches» a pesar de la mañana y el trino de los gorriones.

Entonces ocurrió, por mala suerte o por descuido, la escena de Sydney desvistiéndose de espaldas al balcón, de frente a su esposo, anhelante y tembloroso, ya sin pantalones, que la contemplaba desde la cama. Ella dejó caer el vestido pesadamente a sus pies, y después las enaguas, el corsé y las medias, hasta que se quedó completamente desnuda, la carne de gallina y el pecho meciéndose como empujado por una corriente de aire.

—Cierra la ventana, Glorvina, no cojas frío —logró decir Charles en el instante mismo de transformarse en Hyde.

Sydney se volvió hacia el balcón y se encontró por sorpresa con los ojos azules de Domenico Fontana al otro lado del jardín. Fue un instante sólo: el que tardó en cerrar las contraventanas con un golpe demasiado violento que Charles confundió con la urgencia del inminente encuentro carnal.

Sin embargo, y a pesar de lo efímero del instante, algo cambió radicalmente en la manera en cómo Domenico se comportó a partir de entonces con lady Morgan.

Habría que ponerse en la piel del muchacho para entender lo que aquella visión significó para él. Domenico era un buen chico. Impetuoso y temerario, algo pendenciero y muy galante con las damas. Fiel hasta el límite, leal como pocos y patriota tanto por herencia como por convencimiento. Un caballero.

Pero todo eso quedó sepultado bajo toneladas y toneladas de deseo descontrolado en cuanto posó sus ojos azules sobre la piel de Sydney. Era la primera vez en su vida que veía una mujer desnuda. Fue un instante sólo; una décima de segundo en la que fue capaz de aprenderse de memoria el mapa del paraíso y entender que todas las cavidades del cuerpo femenino estaban hechas para alojar sus aristas.

Deslumbrado, aturdido, como el hombre de la cueva de Platón o como el mismo Adán cuando se despertó de la anestesia divina y se encontró con una costilla de menos y una mujer recién creada sobre la faz de la Tierra, Domenico perdió la calma y no la recuperó jamás. Desde esa noche en adelante, todos sus esfuerzos, sus ambiciones y sus empresas perseguirían un único objetivo: despojar el cuerpo de Sydney de la ropa que lo cubría y acariciarlo primero, lamerlo después y gozarlo hasta el límite de sus sentidos.

Domenico Fontana había encontrado en un abrir y cerrar de cortinas el sentido de su vida.

Esta circunstancia no pasó desapercibida para lady Morgan, que tenía cierta experiencia en casos de amores imposibles. No era la primera vez que le ocurría algo así a la salvaje irlandesa. De hecho, su historia con Richard Everard, diez años menor que ella y sin oficio ni beneficio, había logrado alterar durante un tiempo la paz de su arrogante espíritu.

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