Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (18 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

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BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Pero es que además de la derecha montaraz, que empieza a cuestionar la monarquía reinstaurada por Franco, el rutilante juancarlismo de la transición está empezando a recibir también el rechazo frontal de amplios sectores de la izquierda, de los delfines de aquellos jerarcas socialistas y comunistas que se sacaron de la manga toneladas de pragmatismo, caradura y ambición personal cuando el nuevo rey franquista les llamó, a mediados de los años 70, para cambiar amigablemente los atractivos cromos de la libertad y la democracia (muy formales y muy limitadas ambas, no se crean) por los de su corona, su bandera, sus alabarderos, su inmunidad personal y el blindaje constitucional de todo ello. Por lo que a estas alturas resulta muy problemático que, a pesar de su largo y penoso sacrificio personal y familiar, la buena, profesional, prudente y, en los últimos tiempos, feliz Dª Sofía de Grecia pueda ver alguna vez en el trono español, por lo menos con la tranquilidad, estabilidad y permanencia que ha disfrutado su cazador padre, a su querido vástago el príncipe Felipe.

***

Después de estos análisis apresurados sobre el problemático porvenir que tiene por delante la actual monarquía española, y que ampliaremos con profusión en páginas venideras, sigamos ahora con la vida de la joven pareja regia que acaba de casarse en la capital griega el 14 de mayo de 1962. A principios del año siguiente (como ya hemos apuntado con anterioridad, la luna de miel de Juan Carlos y Sofía duraría cinco largos meses, prácticamente todo el segundo semestre del año 1962) la nueva y principesca pareja hispano-griega reside ya tranquila en el remodelado palacio de La Zarzuela de Madrid, con todos los papeles en regla, con todos sus deberes hechos, con todas las teclas tocadas, dispuesta a iniciar el largo calvario, el tenebroso desierto político y social que ambos saben deberán salvar si algún día quieren ser los reyes de España. Anhelado título que (ellos lo saben con diáfana seguridad) sólo les puede garantizar un hombre: Francisco Franco Bahamonde, a la sazón caudillo de España y generalísimo de sus Ejércitos por tiempo indefinido.

Y a esa tarea, a la de realizar la travesía del desierto que tenían por delante con las menores dificultades y las mayores garantías de no morir en el intento, se dedicarían los jóvenes y ambiciosos príncipes durante los siete años que aquélla iba a durar, hasta el 23 de julio de 1969, día en el que por fin el autócrata se decantaría definitivamente por el entonces capitán
Juanito
como heredero suyo en la jefatura del Estado español, a título de rey. Después, claro está, de que éste se comprometiera y jurara ser fiel a los sagrados Principios Fundamentales del Movimiento Nacional.

La travesía del desierto de Juan Carlos y Sofía («de Grecia» oficialmente en España, pues parece ser que la princesa no tenía apellido que llevarse a su árbol genealógico después de que la justicia danesa determinara que no podía usar los de la dinastía reinante en ese país, de la que procedía la familia real griega) sería efectivamente larga y penosa, pues el Régimen franquista no pasaba precisamente por muy buenos momentos en aquellos primeros años de la década de los 60. Las luchas obreras se endurecían cada día que pasaba y no sólo por cuestiones laborales como mejores salarios y condiciones de trabajo más dignas, sino también por claras y perceptibles ansias de libertad y democracia. A ellas empezarían a sumarse muy pronto los movimientos estudiantiles y los nacionalistas de Cataluña y el País Vasco. La sociedad española despertaba, al compás de una cierta liberalización del régimen tras los pactos con los norteamericanos y la llegada masiva de turistas europeos. Franco, fiel a su estilo, reaccionaría con dureza sometiendo al país a una dura represión, tanto en las fábricas como en los
campus
universitarios.

En estas circunstancias de inestabilidad política y social tendría una importancia extrema el IV Congreso del Movimiento Europeo, celebrado en Munich en junio de 1962, donde monárquicos españoles, católicos y falangistas disidentes se reunieron con exiliados socialistas y nacionalistas vascos y catalanes. El resentimiento del dictador con el conde de Barcelona se exacerbó tanto con esta reunión (que Franco «bautizó» para la historia con aquél célebre calificativo de «Contubernio de Munich», convencido de que era una singular confabulación de judíos y masones para destruir su régimen) que, a pesar de que todos los indicios apuntaban a que don Juan se enteró de la misma a bordo de su yate
Saltillo
cuando regresaba a Portugal desde Atenas, rompió prácticamente toda relación con él ampliando, por el contrario, los contactos con su hijo Juan Carlos. Algunos historiadores señalan este acontecimiento político de Munich, que efectivamente dañó mucho la imagen del franquismo en Europa y retrasó el ingreso de nuestro país en su seno, como el detonante de la exclusión definitiva de don Juan del trono de España y la clara, y también definitiva, elección de su único hijo varón vivo como heredero del dictador.

Si bien en el terreno político las cosas empezaron a irle ostensiblemente bien a Juan Carlos después de su boda con Sofía de Grecia, en el terreno personal muy pronto surgirían los problemas. Sólo algunos meses después de celebrado el enlace, en la primavera de 1963, la prensa extranjera comenzó a hablar de que el matrimonio no se llevaba muy bien y de que en Grecia la familia real daba ya como muy probable una pronta separación. Los rumores llegarían incluso al Parlamento griego, donde se produjo alguna interpelación al Gobierno sobre el futuro de la dote de la princesa ante un desenlace en tal sentido.

Estas habladurías, desde luego, siempre fueron ciertas y los servicios secretos militares españoles, con abundantes datos sobre las correrías nocturnas madrileñas del príncipe, trabajaron bastantes meses con esta posibilidad como hipótesis muy probable de convertirse en realidad en un corto plazo. Pero el embarazo de la princesa (la infanta Elena nacería el 20 de diciembre de 1963), con toda la enorme expectación política y social que levantó, y las tajantes advertencias de Franco al infante en el sentido de que no quería ni admitiría separación o divorcio alguno y que, por lo tanto, era necesario que recobrara cuanto antes un buen ambiente familiar en su matrimonio, obrarían el milagro de una pronta reconciliación entre ambos cónyuges y la aprobación de las primeras oposiciones de la santa Sofía al honroso y merecido título de «gran profesional» de las monarquías europeas.

El primer embarazo de la princesa griega causaría realmente una gran expectación en España, pero también una enorme decepción al ser niña; un desencanto que alcanzaría altísimos niveles de desolación y tristeza en algunos ambientes monárquicos y políticos al saberse de su discapacidad intelectual, mantenida por supuesto desde el momento de su alumbramiento en el más absoluto de los secretos. Cuando se produjo el segundo embarazo principesco, los círculos políticos del régimen, especialmente los tecnócratas del Opus Dei que encabezaban las vanguardias del incipiente juancarlismo, se lo tomaron con mas prudencia y mucha menos expectación. El nacimiento de la infanta Cristina, ocurrió el 13 de junio de 1965 y pasó casi desapercibido, aunque evidentemente aumentó en muchos de los seguidores de la pareja la preocupación y el desánimo porque, tampoco esta vez, el ansiado heredero varón había hecho acto de presencia en La Zarzuela.

Dicen que a la tercera va la vencida y el ansiado niño, Felipe (a cuyo bautizó acudió la ex reina Victoria Eugenia, su bisabuela, que hacía 37 años que no regresaba del exilio y que llegó desde Suiza en calidad de madrina) aparecería por fin el 30 de enero de 1968, tras un embarazo con ciertas complicaciones y cuando a muchos forofos juancarlistas (el enfrentamiento entre padre e hijo había pasado ya la línea de «no retorno» después de la no asistencia de Juan Carlos a un solemne acto de lealtad al conde de Barcelona celebrado en Estoril el 5 de marzo de 1966) les invadía la angustia pues, de no venir pronto un heredero varón, la futura sucesión se presentaba harto problemática. Asimismo, además de tener que hacer posible que en su día reinara una mujer, habría que saltarse de algún modo a la primera de las hijas de los futuros reyes, la infanta Elena. Era demasiado para unos padres que todavía en esos momentos tenían su porvenir en el aire y para una institución que, de llegar a buen puerto de la mano de Franco, debería soslayar en sus primeros momentos multitud de problemas de todo tipo.

Pero todo llega en la vida y por fin vendría para el príncipe soldado su hermoso día «D», aquella venturosa jornada en la que, después de casi veinte años de aguantar a Franco y de luchar contra su propio padre, contra su tío don Jaime, contra los hijos de éste, Alfonso y Gonzalo, contra los falangistas, contra el clan del dictador representado por Dª Carmen Polo y el ambicioso marqués de Villaverde y… contra todo aquél que pudiera (o pudiese) disputarle mínimamente su ansiada corona, lograría por fin ser nombrado sucesor del dictador a título de rey. Era lo que para él iba a representar, sin ninguna duda, la consecución de su anhelado sueño de poder ceñir algún día la corona de sus antepasados. Pero para el resto de los españoles suponía la constatación pura y dura de que el amo absoluto de la piel de toro en aquellos tristes momentos se había sacado de la manga (por no decir de otra parte más pudenda de su pequeña anatomía) un futuro rey de dudosa legitimidad histórica y, encima, procedente de la degenerada dinastía foránea que había sido la culpable, en buena medida, de la decadencia y empobrecimiento secular de nuestro país desde el siglo XVIII. Y, por supuesto, como buen dictador, lo había hecho sin molestarse en preguntar a uno solo de sus aborregados ciudadanos si ello le parecía bien, mal o regular.

El 23 de julio de 1969, el agradabilísimo día «D» para el flamante heredero y, sin duda, una jornada muy triste para infinidad de ciudadanos españoles que ansiaban recobrar cuanto antes la legalidad y legitimidad política perdidas con el cruento golpe militar de Franco en julio de 1936, representaría, obviamente, un importante hito en la carrera de
Juanito
, pues, además de ser nombrado sucesor del dictador a título de rey, sería ascendido a general de Brigada del Ejército y revestido del flamante título de príncipe de España, que no de Asturias. Carrera que completaría seis años después cuando, muerto y bien enterrado el tirano, accediera al trono de España y cerrara, bien es cierto que con la complicidad y asesoramiento de sus primeros validos (Torcuato Fernández-Miranda en la política y Armada y Milans en la milicia), un rebuscado pacto entre caballeros con las fuerzas de la derecha (todas provenientes del franquismo) y con las de la izquierda (que habían luchado contra Franco), por el cual concedería la ansiada libertad a sus nuevos súbditos y se desprendería formalmente de los poderes que el régimen le había transmitido a cambio de pingües contrapartidas personales, institucionales, políticas y sociales.

Entre ellas ocuparían un lugar de honor las siguientes: aceptación plena por parte de todos de la nueva monarquía que él representaba, así como de todos sus «sagrados» símbolos (la bandera rojo y gualda, entre ellos); el blindaje de la misma a través de una Constitución, pactada y consensuada, con la que prácticamente resultara imposible que una nueva República pudiera resurgir algún día en nuestro país; la divinización, también constitucional, de su figura (inviolable y no sujeta a responsabilidad penal alguna haga lo que haga); y el mantenimiento por tiempo indefinido en su persona de la jefatura Suprema de las Fuerzas Armadas, heredada asimismo del generalísimo Franco, lo que unido al mandato testamentario del dictador a sus Ejércitos y al control de los Servicios de Inteligencia de los mismos, suponía dotarle de un poder personal inmenso facultándole para, al margen de cualquier Gobierno elegido democráticamente en las urnas, ejercer de perpetuo autócrata coronado en la sombra.

Todo esto se haría al margen de otras concesiones menores, como la asignación de una muy substancial partida presupuestaria para la Casa Real sin ningún tipo de control en su distribución y sin tener que rendir cuentas jamás a nadie; la puesta en marcha otra vez (aunque sin una Corte tradicional de nobles y Grandes de España que pudiera afearle algún día sus orígenes franquistas) de toda la parafernalia palaciega de la antigua monarquía borbónica: Regimiento de la Guardia Real, Unidad de Alabarderos del rey, concesión de títulos nobiliarios, representación del Estado español ante el mundo entero… etc., etc. Y, además, una muy sutil componenda
sine qua non
, aparentemente baladí, y que con el paso de los años se revelaría como sumamente eficiente para la pervivencia de la Institución monárquica dados los vicios personales con los que estaba «adornado» el nuevo rey: un pacto de silencio, de respeto y de suma consideración por parte de los directores de todos los medios de comunicación escritos y audiovisuales nacionales en relación con todas aquellas informaciones, noticias, sucedidos o revelaciones que pudieran afectar a la persona del monarca y a su entorno familiar y social. Es algo que ha sido respetado (salvo algunas clamorosas excepciones) con total subordinación y un malsano peloteo cortesano prácticamente hasta hace un par de años, cuando los responsables de algunos distinguidos rotativos, cadenas de televisión y periódicos digitales, hartos de las sonoras andanzas cinegéticas de un rey que parecía haberse vuelto loco de remate dándole gusto al dedo con la caza de animales domesticados o enfermos (a doce mil euros el ejemplar), decidieron que ya estaba bien de tanto silencio cómplice y sacaron a la luz pública la última de ellas (la del oso «Mitrofán» en Rusia, emborrachado con vodka y miel para que pudiera ser abatido sin ningún peligro por el coronado jefe del Estado español) que había dado ya la vuelta al mundo a través de Internet con toda libertad, haciendo que millones de personas se llevaran las manos ala cabeza.

***

Pero dejemos el año 1975, cuando Juan Carlos de Borbón será proclamado y coronado como rey de España (ya hablaremos en su momento y con toda profundidad del famoso pacto Corona-Fuerzas políticas que propició la «modélica» transición y la Constitución del 78 que han intoxicado y adormecido al pueblo español durante más de treinta años) y retrocedamos de nuevo a 1969, concretamente al 23 de julio, día en el que en una teatral ceremonia en las Cortes (franquistas, claro, con procuradores elegidos a dedo), después de la insulsa y predeterminada votación del día anterior sobre la propuesta presentada por Franco, se le elige oficialmente como sucesor de éste en la jefatura del Estado español, a título de rey. En esta solemne sesión de las Cortes franquistas al ambicioso
Juanito
de nuestra historia no le quedó más remedio que cumplir con su amo y señor, el general/dictador que le hacía heredero de su feudo particular (la España del yugo y las flechas), y agradecerle su designación a través de un patético discurso que a usted, amigo lector, no sé que le pudo parecer entonces (si es que vivía en el surrealista mundo de la España franquista que estamos tratando), ni, por supuesto, lo que le puede parecer ahora, 37 años después (por si acaso, se lo voy a transcribir en su totalidad a continuación). A mí, debo confesarlo con toda honestidad, con la información reservada sobre el personaje que en aquellos momentos ya obraba en mi poder, me produjo una enorme inquietud y un agudo ataque de vergüenza ajena.

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