Irania (42 page)

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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: Irania
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Tuve que respirar hondo para seguir hablándole, me costaba digerir su actitud de rechazo y negación. Yo había venido con esperanzas de llegar a su corazón pero esas esperanzas menguaban a cada segundo que pasaba a su lado.

—Aún sigues culpándome. Qué fácil mamá, qué fácil culpar a los demás de lo que tú nunca has querido ver. Tú siempre miraste para otro lado. Preferías tenerme bajo llave antes que nadie supiera que algo escabroso ocultaba la maravillosa familia Ros i Paquer.

—¡Cállate! No es cierto, lo habéis inventado. Habéis destruido esta familia. Tú estás loca, naciste enferma y has destruido todo lo que tenías a tu alrededor, a tu hijo, a tu marido, a tu padre, a la empresa… ¿¡Por qué lo has hecho?!

Salía odio de sus ojos, enrojecidos, ardientes. Una energía dolorosa que atravesaba mi cuerpo. Una energía oscura y poderosa.

De pronto las vi a su lado, las sombras la alentaban a seguir volcando más y más odio sobre mí. Ellas disfrutaban y se crecían a cada palabra hiriente que escupía de su boca.

—¡Eres un ser despreciable! Me avergüenzo de ti, del día que te di a luz. ¡Me arrepiento de parirte! —me gritó.

Sus duras palabras se clavaron en mi corazón.

—No digas eso, no es justo.

—¡Sal de mi vista! ¡Estás muerta para mí!

Me retiré unos pasos de ella, sentía mi fuerza decaer.

Me giré para marcharme pero de pronto cambié de opinión:

—No me iré, tienes que hablar a favor de Aurora, tienes que contarles que es cierto mamá. ¡Es cierto! Ellos abusaron de nosotras y también iban a hacerlo con Aina. Por favor ayúdala, ella no puede estar ahí, sus hijos la necesitan. Piensa en tus nietos.

—Yo cuidaré de ellos ¡Ahora vete de aquí! ¡Mentirosa! Tu padre os amaba, os amaba mucho. Y en la televisión no se habla de otra cosa, una hija que mata a su padre. Es inaudito, ¡qué vergüenza!

—¿Es que solo te importa lo que piense la gente? Aurora se pudrirá en la cárcel porque a ti te da vergüenza admitir que nos violaba, que era un pederasta. ¡No puedo creerlo!

Cogí a mi madre de los hombros y comencé a zarandearla.

—¿Es que no hay amor en tu corazón? No hay perdón en él. ¡Mamá abre los ojos! ¡Despierta! Esta vida no es real, la vida que querías hacernos creer no es real. Él no era un amante padre y esposo, era un hombre despiadado, que asesinaba, violaba y extorsionaba. ¡Abre los ojos!

Mi madre tenía la mirada perdida.

En aquel instante recordé las últimas palabras que me había dicho Aurora en la sala de visitas, antes de volver a su celda:

—¿Quién es Victoria, mamá? —le pregunté.

El rostro de mi madre se consternó. De pronto sentí que se hacía muy pequeña entre mis manos. Como si de pronto la hubiera abandonado toda la manada de leonas que la acompañaban.

La solté.

Mi madre cayó de golpe en la butaca.

De pronto lo vi claro, imágenes invadían mi mente a la velocidad de la luz.

Un recuerdo de infancia, claro, preciso, apareció en mi memoria: Mi madre era joven, yo tenía seis años de edad. Estaba sola jugando en aquel mismo porche. Mi madre se acercó a mí con mirada severa.

—¿Con quién hablas, Sandra?

—Con Victoria.

Los ojos de mi madre mostraban una mezcla de pánico y angustia.

—No digas eso, es mentira.

—No mamá no es mentira, está aquí a mi lado ¿No la ves mamá?

—¡Cállate! —me gritó.

—Victoria dice que está en el bosque, que tiene frío, que vayas a buscarla.

Mi madre se acercó a mí a gran velocidad y me dio una bofetada en la mejilla.

—¡No digas mentiras!

Yo lloraba y sentía el escozor de su golpe en mi piel.

—Está aquí, mamá, ¿no la ves?

Volví mi consciencia al momento presente.

—Victoria —murmuré— ¿Quién es Victoria mamá?

Mi madre seguía en estado de shock con la mirada perdida.

—Yo solo quería que la olvidaras, que dejaras de hablar de ella. Yo no quería que sufrieras más —me dijo —. Tú no parabas de hablar de ella, decías cosas horribles, yo solo quería que la olvidaras. Yo, y tu padre. Nosotros queríamos que la olvidaras, pero no lo hacías, hablabas a solas con la pared y jugabas con alguien imaginario. En el colegio se reían de ti. Los profesores y los padres de los alumnos, hacían preguntas molestas sobre ella. Sandra está loca, decían, habla sola con su amiga imaginaria. Por eso tuvimos que ingresarte en la clínica. ¿Lo entiendes, verdad? Y papá creó un medicamento para ti, uno muy bueno, uno que conseguía que no volvieras a recordar. Pero lo has estropeado.

—Esto no responde a mi pregunta, mamá.

La cogí de los hombros con fuerza y la obligué a que me mirara a los ojos.

—¿Pero quién es Victoria? —supliqué.

Mi madre comenzó a llorar y a negar con la cabeza.

De pronto lo vi claro, los recuerdos se conectaron entre sí, las imágenes fluían a mí.

Estábamos bajo el túnel, en la cueva junto a la cascada. Yo estaba atada y Aurora también, las dos llorábamos asustadas.

Alguien cubierto con la manta negra, pataleaba en el altar.

De pronto se destapa y me veo a mi misma. Estoy llorando, tengo mucho miedo y estoy atada de manos y pies.

Mis pensamientos vuelven a reordenarse, luego veía a Aina sobre la piedra, luego su rostro se transforma en el mío, luego en la niña del bosque.

—¡¿La niña del bosque?!

Lo vi claro, aquella niña no era Aina, ni era yo, era mi hermana Victoria, mi hermana melliza. La niña con la que yo había estado hablando y jugando de pequeña. La niña que jamás me había abandonado. Ella era la que estaba en el altar. No era yo, era ella.

Me miraba a los ojos, y mirar a sus ojos era como mirar dentro de mí.

Yo estaba muy asustada, sufría por ella, la miraba y ella me hablaba en pensamientos. Estábamos profundamente conectadas, había telepatía entre nosotras:

—Te quiero mucho tata —le decía.

—Tengo miedo—escuché.

Luego el encapuchado sobre ella.

—Luego nos vamos a casa —le decía.

—El lagarto me come por los pies —dijo por última vez.

Pero Victoria cerró sus ojos. Murió en el altar, no lo soportó, no aguantó la bestialidad de nuestro padre, ni del resto de los hombres de la secta. Murió desangrada sobre el altar. Yo lo vi todo y Aurora también. Vi como se le iba la vida gota a gota, la vi roja y brillante caer sobre el suelo, adentrarse en la tierra.

El impacto que dejó la imagen en mi retina me destrozó el corazón para siempre. Ella murió y su muerte fue lenta y agónica. Una muerte indigna para un ser inocente.

Volví de mis recuerdos. Caí al suelo frente a las rodillas de mi madre y lloré.

—Victoria está muerta, está muerta. Murió con cinco años de edad —afirmé. Estaba agotada y el dolor me aplastaba el pecho y la garganta.

—No está muerta, la secuestraron, desapareció. Nunca más supimos de ella. Tu padre hizo todo lo posible por encontrarla.

—¿Eso te dijo? —le pregunté con ironía, no daba crédito a tanta mentira— ¡Maldito sea, él la mató! —exclamé.

Noté la sangre hervir por mis venas. Me levanté y miré por la ventana. Miré el sendero hacia el bosque.

—Está en el bosque —afirmé.

—¡No! La secuestraron, incluso nos dejaron una nota pidiendo el rescate, pero nunca vinieron a por el dinero.

—Tiene miedo, tiene frío, está sola —dije ignorando los argumentos de mi madre.

De pronto cogí a mi madre del brazo y la arrastré con fuerza hacia la calle.

—¡Suéltame! ¿Qué haces?

—Victoria, no está viva, la asesinaron. Yo siempre lo supe y me hicisteis creer que estaba loca para que no hablara. Para que callara lo que yo había visto con mis propios ojos. No eran pesadillas, era real mamá. ¡Era real! Te lo conté y no me creíste, no quisiste creerme.

Con una fuerza desconocida por mí, arrastré del brazo a mi madre, que era más alta y corpulenta que yo, hasta el bosque.

Seguía un impulso inconsciente, algo me guiaba. Rosco ladraba delante siguiendo también una pista invisible.

No escuchaba los gritos de mi madre, solo caminaba y caminaba tirando de ella.

De pronto apareció Victoria; era ella, se escondía entre los árboles y luego aparecía de nuevo. Para ella era un juego de niños, no era consciente.

Me llevó a lo profundo de la finca. Llegamos a un pequeño claro del bosque. Rosco se detuvo y la niña dejó de aparecer. Allí solté a mi madre. Y en un lugar llano, y ligeramente más hundido que el resto del terreno, comencé a rascar con mis manos hasta que salía sangre de ellas, pero no sentía dolor. Luego cogí una rama y seguí cavando. Rosco me ayudó con sus patas hasta que apareció un trozo de ropa y luego unos pequeños huesos.

Miré a mi madre, que lloraba y solo negaba con la cabeza. Hasta que pareció reconocer una cadena de oro que nos habían regalado a ambas.

Saqué la cadena y se la dejé en las manos.

Se arrodilló junto a mí, delante de la que había sido la tumba de Victoria, durante veinticinco años.

Los gritos desgarrados de mi madre se oyeron en todo el bosque. Los pájaros volaron asustados de las ramas. Volaron libres y Victoria voló con ellos. La vi flotar sonriente delante de nosotras.

Me lanzó un beso con su manita. Giró su rostro y caminó hacia unos cuerpos muy luminosos. Los reconocí, ahí estaban: mi familia espiritual y su ángel guardián, se la llevaban de la mano. Ahora era feliz, ahora estaba de vuelta en casa, completa, ya jamás volvería a sentirse sola en el bosque.

Capítulo 35

Ya baten alegres las plumas de mis alas,

cargadas de sueños.

Y en cada plumón de mi cuerpo,

llevo tejidas las sonrisas>

que no regalé por años enteros.

Había quedado a las once de la mañana con Lila en un chiringuito de la playa de la Barceloneta. Se retrasaba quince minutos de la hora pactada por teléfono, pero no me inquietaba. Me había pedido un refresco de naranja y miraba una partida de vóley playa. Hacía una temperatura agradable y primaveral. Algunos transeúntes se habían despojado de abrigos y chaquetas para dar un paseo por la orilla. Pequeños grupos de chicos y chicas jóvenes se habían tumbado en la arena para ver también el partido. Reían despreocupados, a pesar de que era horario escolar. Recordé que nunca había hecho novillos, me parecía la falta más grave cuando era pequeña, un signo de rebeldía extremo. Ahora los miraba y en vez de ver futuros desaprovechados, veía alegría de vivir, espontaneidad. Yo que siempre había seguido las normas, que había sido una buena niña, a pesar de todo, ¿qué había ganado con ello? La rebeldía era un estado natural a esa edad, un estado que si no puede llegar a exteriorizarse, quedaba sepultado dentro, donde más daño ocasionaba. Entonces me pregunté, ¿cuándo dejé de sonreír?

La vida y las personas seguían sorprendiéndome a cada momento, tanto para mal como para bien. Destrozada por el dolor y la mentira. Traicionada por aquellos que más había amado, ya nada me quedaba que esperar. Había perdido muchas cosas en el camino hacia mi alma, pero también había ganado en integridad. Ahora tenía la fuerza de saber que nunca había estado equivocada. Que no era una loca fantasiosa, solo una mujer con un don muy especial, una conectada, como me había dicho Kahul. Pero que había tenido la mala suerte de escoger una familia a la que la luz le molestaba en los ojos. Una familia que no quería ver, que prefería las penumbras a cambio de la mentira de la primera apariencia. Ahora era feliz sabiéndolo, porque ya no necesitaba que nadie me creyera, porque ya había conseguido lo más difícil: creer en mí.

Habían pasado dos semanas después de haber desenterrado el secreto más terrible y oscuro que habían ocultado mis padres.

Alberto me comunicó que el asesinato de mi hermana gemela Victoria había prescrito.

Deseé que las cosas no hubieran llegado a ese extremo. Mi padre debería haber pagado con el resto de su vida en la cárcel, quizá así hubiera reflexionado sobre sus actos. La muerte le había ahorrado el sufrimiento y con ello la enseñanza. Quizá soy estúpida por pensar que habría cambiado, que habría llorado la muerte de su pequeña hija y la muerte de otros a los cuales directa e indirectamente había perjudicado. Ya no se sabrá, solo él, esté donde esté, tendrá que cargar con ese peso para el resto de sus vidas. Pues la energía ni se crea ni se destruye, así volverá a nosotros vida tras vida, en un karma infinito hasta que seamos capaces de amarnos, y perdonarnos todo aquello que hicimos cuando teníamos una gruesa venda en los ojos.

Un balonazo en la cabeza me hizo salir de mis pensamientos.

Los chicos que estaban jugando a vóley me hacían gestos para que les devolviera la pelota. Me quedé unos segundos reflexionando. Aquella pelota venía de un lugar que había visto alegre, lleno de risas y actividad. Una llamada de atención que capté al instante.

Me acerqué a ellos con el balón en las manos.

Un chico, de origen noruego se adelantó hacia mí y cogió el balón.

—Gracias —me dijo.

Caminó unos pasos, se giró y me preguntó:

—¿Te animas?

Dudé unos segundos. Pero su sonrisa tan cercana y amable como la de Kahul me animó.

El Universo en su infinita sabiduría no deja de sorprendernos. Aquella pelota venía a despertarme del pasado, me decía que ya era hora de ser feliz. Que la alegría y la espontaneidad debían regir a partir de ahora mi vida. Que estaba ahí enfrente, delante de mis ojos para que la tomara cuando quisiera.

Disfruté de la compañía de unos extraños y me regalé los aplausos de los jóvenes espectadores, cada vez que mi equipo marcaba un punto. Reí cada falta, cada balonazo que recibía, cada empujón. Todo sabía a exquisita libertad y despreocupación. Era un maravilloso regalo que yo misma me había concedido. Pero el mayor regalo llegó justo cuando menos lo esperaba.

Habíamos ganado el partido y celebrábamos la victoria. Cuando miré hacia la mesa donde había dejado mi refresco, me encontré con Kahul sentado en ella. Parecía llevar rato observándome con una hermosa sonrisa en sus labios.

El corazón me dio un vuelco.

Kahul se levantó de la mesa y caminó hacia mí. Yo me había quedado pegada al suelo.

Pero reaccioné y corrí hacia él. Nos encontramos en la arena. Me abracé a él como si en momentos fuera a evaporarse.

Nos besamos y mientras permanecíamos unidos se oían los silbidos y aplausos de los adolescentes de fondo.

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