Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (88 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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La corriente alterna (c.a.) no se sobrepuso a la corriente continua (c.c.) sin una dura pugna. Thomas Alva Edison, el nombre más glorioso de la electricidad en las últimas décadas del siglo XIX, abogó por la c.c. y estableció la primera central generadora de c.c. en Nueva York, el año 1882, para producir la luz eléctrica que había inventado. Se opuso a la c.a. alegando que era más peligrosa (recurrió, entre otros ejemplos, a su empleo en la silla eléctrica). Le presentó batalla Nikola Tesla, un ingeniero croata que había salido malparado cuando colaboraba con Edison. Tesla ideó un sistema fructífero de c.a. en 1888. Y allá por 1893, George Westinghouse, asimismo un convencido de la c.a., ganó una victoria crucial sobre Edison obteniendo para su compañía eléctrica el contrato para construir la central eléctrica del Niágara, utilizando c.a. En décadas subsiguientes, Steinmetz asentó la teoría de las corrientes alternas sobre firmes fundamentos matemáticos. Hoy día, la c.a. es poco menos que universal en los sistemas de distribución de energía eléctrica (En 1966, ingenieros de la «General Electric» crearon un transformador de c.c. —antes considerado como imposible—, pero que supone temperaturas de helio líquido y una escasa eficiencia. Teóricamente es fascinante, pero su uso comercial es aún improbable.)

Tecnología eléctrica

La máquina de vapor es un «mecanismo motriz primario». Toma energía ya existente en la Naturaleza (la energía química de la madera, el petróleo o el carbón), para transformarla en trabajo. El motor eléctrico no lo es; convierte la electricidad en trabajo, pero la electricidad debe formarse por sí misma aprovechando la energía del combustible o el salto de agua. No obstante, se la puede emplear con idéntico fin. En la Exposición de Berlín celebrada el año 1879, una locomotora eléctrica (que utilizaba un tercer raíl como alimentador de corriente) movió fácilmente un tren de vagones. Los ferrocarriles electrificados son corrientes hoy día, en especial para el transporte rápido dentro de zonas urbanas, pues la limpieza y suavidad del sistema compensa sobradamente el gasto adicional.

El teléfono

Sin embargo, la electricidad se revela en toda su magnitud al desempeñar tareas imposibles de realizar por el vapor. Consideremos, por ejemplo, el teléfono, patentado en 1876 por el inventor de origen escocés Alexander Graham Bell. En el micrófono del teléfono, las ondas sonoras emitidas por el locutor chocan contra un sutil diafragma de acero y lo hacen vibrar con arreglo al esquema de las ondas. Las vibraciones del diafragma establecen, a su vez, un esquema análogo en la corriente eléctrica por medio de gránulos de carbón. Cuando el diafragma presiona sobre dichos gránulos, conduce más corriente; y menos, cuando se aparta el diafragma. Así, pues, la corriente eléctrica aumenta o disminuye de acuerdo con las ondas sonoras. En el teléfono receptor, las fluctuaciones de la corriente actúan sobre un electroimán, que hace vibrar el diafragma, con la consiguiente reproducción de las ondas sonoras.

Al principio, el teléfono era una cosa burda y apenas funcionaba, pero incluso así constituyó la estrella de la «Exposición del Centenario», que tuvo lugar en Filadelfia, en 1876, para celebrar el centésimo aniversario de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Un visitante, el emperador brasileño Pedro II, lo probó y soltó asombrado el instrumento. Su comentario fue: «¡Pero si habla!», que dio lugar a grandes titulares en los periódicos. Otro visitante, Kelvin, quedó igualmente impresionado, mientras que el gran Maxwell permaneció atónito ante que algo tan sencillo pudiese llegar a reproducir la voz humana. En 1877, la reina Victoria adquirió un teléfono y el éxito quedó ya asegurado.

También en 1877, Edison ideó una mejora esencial. Construyó un micrófono que contenía carbón en polvo no muy compacto. Cuando el diafragma se oprimía contra el carbón en polvo, el polvo conducía más corriente; cuando se separaba, el polvo conducía menos. De esta forma, las ondas sonoras de la voz eran traducidas por el micrófono en impulsos eléctricos variables con gran fidelidad, y la voz que se oía en el auricular quedaba reproducida con mejorada calidad.

Los mensajes telefónicos no podían llevarse muy lejos sin una inversión ruinosa en fuertes (y por lo tanto de baja resistencia) cables de cobre. En el cambio de siglo, el físico yugoslavonorteamericano Michael Idvorsky Pupin desarrolló un método de cargar un delgado hilo de cobre con bobinas de inductancia a ciertos intervalos. De esta forma se reforzaban las señales y era posible trasladarlas a grandes distancias. La «Bell Telephone Company» compró el mecanismo en 1901 y, hacia 1915, la telefonía a larga distancia comenzó de hecho cuando entró en funcionamiento la línea entre la ciudad de Nueva York y San Francisco.

La telefonista se convirtió en una inevitable y creciente parte de la vida durante medio siglo (invariablemente quienes manejaban los teléfonos fueron mujeres), hasta que empezó a disminuir con los principios del teléfono de dial en 1921. La automatización continuó su avance hasta 1983, cuando centenares de millares de empleados telefónicos se declararon en huelga durante un par de semanas, mientras el servicio telefónico continuaba sin interrupción. Los actuales rayos de radio y los satélites de comunicación han añadido más cosas a la versatilidad del teléfono.

Grabación de los sonidos

Allá por 1877, un año después de inventarse el teléfono, Edison patentó su «fonógrafo». En las primeras grabaciones se marcó el surco sobre papel de estaño, que servía como envoltura de un cilindro rotatorio. En 1885, el inventor americano Charles Sumner Tainter lo sustituyó por cilindros de cera; más tarde, en 1887, Emile Berliner impuso los discos revestidos de cera. En 1925 se empezó a hacer grabaciones por medio de electricidad, empleando un «micrófono» que transformaba el sonido en corriente eléctrica mimética por medio de un cristal piezoeléctrico que sustituyó el diafragma metálico; este cristal favoreció la reproducción del sonido y mejoró su calidad. En la década de 1930, el físico hungaroamericano Peter Goldmark desarrolló el
disco de larga duración
, que giraba a 33,5 vueltas por minuto en vez de a las 78 r.p.m. de hasta entonces. Un disco LP (larga duración) sencillo podía contener seis veces más música que uno de la antigua clase, y eso hizo posible escuchar sinfonías sin la necesidad repetida de darles la vuelta a los discos y cambiarlos.

La electrónica hizo posible la
alta fidelidad (hi-fi)
y el
sonido estereofónico
, que tuvo el efecto, en cuanto se refería al mismo sonido, de eliminar prácticamente todas las barreras mecánicas entre la orquesta o cantante y el oyente.

La «grabación magnetofónica» del sonido fue un invento llevado a cabo en 1898 por el ingeniero electrotécnico danés Valdemar Poulsen, pero hubo que introducir en el invento varias mejoras técnicas para que éste tuviera aplicación práctica. Una electromagneto, que responde a una corriente eléctrica portadora del esquema sonoro, magnetiza una fina capa de polvo metálico sobre una cinta o alambre que circula a través de ella; luego se invierte el sentido de la marcha mediante un electroimán, que recoge la huella magnética para traducirla de nuevo en la corriente que reproducirá el sonido.

La luz artificial antes de la electricidad

Entre todos los milagros de la electricidad, el más popular es, sin duda, la transformación de la noche en día. El género humano se ha defendido con hogueras, antorchas y velas contra el diario e inquietante oscurecimiento del Sol; durante milenios, la luz artificial fue mediocre y oscilante.

El siglo XIX introdujo algunos avances en esos métodos de iluminación de las viejas épocas. El aceite de ballena y luego el queroseno comenzaron a emplearse en las lámparas de aceite, con mayor brillo y eficiencia. El químico austríaco Karl Auer, barón de Welsbach, descubrió que si un cilindro de tejido, impregnado con compuestos de torio y cerio, se colocaba alrededor de la llama de una lámpara, brillaría con mayor blancura. Esto fue el
manguito Welsbach
, patentado en 1885 y que aumentó notablemente el brillo de las lámparas de petróleo.

A principios de siglo, la iluminación por gas fue introducida por el inventor escocés William Murdock. Hizo salir gas de carbón en chorro, para que se encendiese al salir. En 1802, celebró una paz temporal con Napoleón instalando un espectacular despliegue de luces de gas y, en 1803, de forma rutinaria instaló en las principales fábricas dicha iluminación. En 1807, algunas calles de Londres comenzaron a tener luz de gas, y la costumbre se extendió. A medida que avanzaba el siglo, las grandes ciudades fueron cada vez más luminosas por la noche, reduciendo los índices de delincuencia y ampliando la seguridad de los ciudadanos.

El químico norteamericano Robert Haré descubrió que una cálida luz de gas que se hacía pasar por un bloque de óxido de calcio
(cal)
producía una brillante luz blanca. Semejante luz de calcio empezó a utilizarse para iluminar grandes escenarios teatrales hasta un nivel mucho más luminoso de lo que fuera posible hasta entonces. Aunque esta técnica ya hace mucho tiempo que quedó anticuada, la gente que se encuentra en un momento de gran publicidad aún se dice que se halla «a la luz de las candilejas», en recuerdo de esa primera aplicación teatral.

Todas esas formas de iluminación, desde las hogueras hasta el chorro de gas, implican llamas al aire libre. Debía de haber algún mecanismo para encender el combustible — ya fuera madera, carbón, petróleo o gas— cuando no existía una llama en las proximidades. Antes del siglo XIX, el método menos laborioso era el empleo del pedernal y el eslabón. Al hacer chocar uno contra otro, se lograba una chispa que permitía, con suerte, encender un poco de yesca (un material finamente dividido e inflamable) con el que, a su vez, encender una candela, etc.

A principios del siglo XIX, los químicos comenzaron a idear métodos para revestir el extremo de un trozo de madera con productos químicos, que pudiesen encenderse en forma de llama cuando se elevaba la temperatura. La fricción podía hacer las veces de esto, y «frotando una cerilla» sobre una superficie rugosa se producía una llama.

Las primeras cerillas humeaban horriblemente, producían malos olores y empleaban productos químicos que eran peligrosamente venenosos. Las cerillas comenzaron a ser realmente seguras para su empleo en 1845, cuando el químico austríaco Antón Ritter von Schrotter empleó el fósforo rojo para estos propósitos. Llegado el momento se desarrollaron los
fósforos de seguridad
, en los que se colocaba fósforo rojo en una tira rugosa en algún lugar de la caja que contenía las cerillas, mientras que el fósforo en sí tenía en su cabeza los otros productos químicos necesarios. Ni la tira ni la cerilla podían arder espontáneamente, excepto cuando, al frotarse contra aquella tirilla, la cerilla se encendía.

Hubo también un regreso al eslabón y al pedernal, con cruciales mejoras. En lugar del eslabón se emplea
mischmetal
, una mezcla de metales (principalmente cerio) que, al ser frotado contra una ruedecita, emite unas chispas particularmente calientes. En lugar de la yesca se empleó un fácilmente inflamable
combustible para fluido
. El resultado es el
encendedor para cigarrillos
.

Luz eléctrica

Las llamas al aire libre son otra clase de cosa parpadeante y existe un continuo peligro de incendio. Se necesitaba algo nuevo por completo, y hacía ya mucho tiempo que se observaba que la electricidad podía originar luz. Las botellas de Leyden originaban chispas cuando se descargaban; la corriente eléctrica hacía a veces relucir los cables al pasar por los mismos. Ambos sistemas fueron utilizados para la iluminación.

En 1805, Humphry Davy forzó una descarga eléctrica a través del espacio aéreo entre conductores. Al mantener la corriente, la descarga era continua y se conseguía un
arco eléctrico
. A medida que la electricidad se hizo más barata, fue también posible emplear
arcos eléctricos
con fines de iluminación. En los años 1870, las calles de París y de otras grandes ciudades poseían semejantes lámparas. La luz era dura, parpadeante y también seguía al aire libre, lo cual constituía una vez más un peligro de incendio.

Sería mejor conseguir que una corriente eléctrica calentase un cable delgado, o filamento, hasta que empezase a brillar. Naturalmente, el filamento debería brillar en un espacio libre de oxígeno, pues si no era así, la oxidación lo destruiría al instante. Los primeros intentos para eliminar el oxígeno se redujeron al procedimiento directo de extraer el aire. En 1875, Crookes ideó cierto método (relacionado con sus experimentos sobre rayos catódicos; véase capítulo 7) para producir un vacío suficiente a tal fin, con las necesarias rapidez y economía. No obstante, los filamentos utilizados resultaron poco satisfactorios. Se rompieron con excesiva facilidad. En 1878, Thomas Edison, animado por su reciente y triunfal invento del fonógrafo, se manifestó dispuesto a abordar el problema. Tenía sólo treinta y un años por entonces, pero era tanta su reputación como inventor, que su anuncio causó verdadero revuelo en las Bolsas de Nueva York y Londres, haciendo tambalearse las acciones de las compañías de gas.

Tras centenares de experimentos y muchos fracasos, Edison encontró, al fin, un material útil como filamento: una hebra de algodón chamuscada. El 21 de octubre de 1879 encendió su lámpara. Ésta ardió sin interrupción durante cuarenta horas. En vísperas de Año Nuevo, Edison presentó sus lámparas en triunfal exhibición pública, iluminando la calle principal de Menlo Park (Nueva Jersey), donde había instalado su laboratorio. Sin pérdida de tiempo, patentó su lámpara y empezó a producirla en cantidad.

Sin embargo, Edison no fue el único inventor de la lámpara incandescente. Otro inventor, por lo menos, pudo reclamar el mismo derecho: fue el inglés Joseph Swan, quien mostró una lámpara con filamento de carbón, ante una junta de la «Newcastle-on-Tyne Chemical Society», el 18 de diciembre de 1878, si bien no logró comercializar su invento hasta 1881.

Entonces Edison abordó un problema fundamental: abastecer los hogares con cantidades constantes y suficientes de electricidad para sus lámparas, tarea que requirió mucho más ingenio que la propia invención de la lámpara. Más tarde, esta lámpara se benefició de dos mejoras. En 1910, William David Coolidge, de la «General Electric Company» eligió el tungsteno, de escasa capacidad calorífica, para fabricar los filamentos y, en 1913, Irving Laungmuir introdujo el nitrógeno de atmósfera inerte en la lámpara para evitar toda evaporación, así como la rotura del filamento, tan frecuente en el vacío (fig. 9.7).

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