Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (49 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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El principio de una respuesta llegó en 1859, cuando un astrónomo inglés, Richard Christopher Carrington, observó que un punto de luz semejante a una estrella que ardía en la superficie solar, duraba 5 minutos y desaparecía. Fue la primera observación registrada de una
erupción solar
. Carrington especuló respecto de que un gran meteoro había caído en el Sol, y dio por supuesto que se trataba de un fenómeno en extremo infrecuente.

Sin embargo, en 1889 George E. Hale inventó el
espectroheliógrafo
, que permitió fotografiar al Sol a la luz de una particular región espectral. Se pudo recoger así con facilidad las erupciones solares, y se demostró que las mismas eran comunes y se hallan asociadas con las regiones de manchas solares. De una forma clara, las erupciones solares eran irrupciones de infrecuente energía que en cierta forma implicaba el mismo fenómeno que produce las manchas solares (de todos modos, la causa de las erupciones sigue siendo desconocida). Cuando la erupción solar está cerca del disco solar, se enfrenta a la Tierra, y cualquier cosa que surja de allí se mueve en dirección de la Tierra. Tales erupciones centrales es seguro que se ven seguidas de tormentas magnéticas en la Tierra al cabo de unos días, cuando las partículas disparadas por el Sol alcanzan la atmósfera superior terrestre. Ya en 1896, semejante sugerencia fue efectuada por el físico noruego Olaf Kristian Birkeland.

En realidad, existían muchas evidencias de que, viniesen de donde viniesen las partículas, la Tierra quedaba bañada en un aura de las mismas que se extendían hasta muy lejos en el espacio. Las ondas de radio generadas por los rayos se ha descubierto que viajan a lo largo de las líneas magnéticas terrestres de fuerza a grandes alturas. (Esas ondas, llamadas
silbadoras
porque fueron captadas por los receptores como unos ruidos raros tipo silbidos, fueron descubiertas accidentalmente por el físico alemán Heinrich Barkhausen durante la Primera Guerra Mundial.) Las ondas de radio no pueden seguir la línea de fuerza a menos que estén presentes partículas cargadas.

Sin embargo, no pareció que tales partículas cargadas emergiesen sólo a ráfagas. Sydney Chapman, al estudiar la corona solar, allá por 1931, se mostró cada vez más impresionado al comprobar su extensión. Todo cuanto podíamos ver durante un eclipse total de Sol era su porción más interna. Las concentraciones mensurables de partículas cargadas en la vecindad de la Tierra —pensó— deberían formar parte de la corona. Esto significaba, pues, en cierto modo, que la Tierra giraba alrededor del Sol dentro de la atmósfera externa y extremadamente tenue de nuestro astro. Así, pues, Chapman imaginó que la corona se expandía hacia el espacio exterior y se renovaba incesantemente en la superficie solar, donde las partículas cargadas fluirían continuamente y perturbarían el campo magnético terrestre a su paso por la zona.

Tal sugerencia resultó virtualmente irrefutable en la década de 1950 gracias a los trabajos del astrofísico alemán Ludwig Franz Biermann. Durante medio siglo se había creído que las colas de los cometas —que apuntaban siempre en dirección contraria al Sol y se alargaban paulatinamente cuanto más se acercaba el cometa al Sol— se formaban a causa de la presión ejercida por la luz solar. Pero, aunque existe tal presión, Biermann demostró que no bastaba para originar la cola cometaria. Ello requería algo más potente y capaz de dar un impulso mucho mayor; y ese algo sólo podían ser las partículas cargadas. El físico americano Eugene Norman Parker abogó también por el flujo constante de partículas, además de las ráfagas adicionales que acompañarían a las fulguraciones solares, y en 1958 dio a tal efecto el nombre de «viento solar». Finalmente, se comprobó la existencia de ese viento solar gracias a los satélites soviéticos
Lunik I
y
Lunik II
, que orbitaron la Luna durante el bienio de 1959-1960, y al ensayo planetario americano del
Mariner II
, que pasó cerca de Venus en 1962.

El viento solar no es un fenómeno local. Todo induce a creer que conserva la densidad suficiente para hacerse perceptible por lo menos hasta la órbita de Saturno. Cerca de la Tierra, las partículas del viento solar llevan una velocidad variable, que puede oscilar entre los 350 y los 700 km/s. Su existencia representa una pérdida para el Sol — millones de toneladas de materia por segundo—; pero aunque esto parezca descomunal a escala humana, constituye una insignificancia a escala solar. Desde su nacimiento, el Sol ha cedido al viento solar sólo una centésima parte del 1 % de su masa.

Es muy posible que el viento solar afecte a la vida diaria del hombre. Aparte su influencia sobre el campo magnético, las partículas cargadas de la atmósfera superior pueden determinar ulteriores efectos en la evolución meteorológica de la Tierra. Si fuera así, el flujo y reflujo del viento solar podrían constituir elementos adicionales de ayuda para el pronóstico del tiempo.

La magnetosfera

Los satélites artificiales descubrieron un efecto imprevisto del viento solar. Una de las primeras misiones confiadas a los satélites artificiales fue la de medir la radiación en los niveles superiores de la atmósfera y en el espacio próximo, particularmente la intensidad de los rayos cósmicos (partículas cargadas de energía especialmente elevada). ¿Qué intensidad tiene esta radiación más allá del escudo atmosférico? Los satélites iban provistos de «contadores Geiger» —desarrollados, en 1928, por el físico alemán Hans Geiger—, los cuales miden de la siguiente forma las partículas radiactivas: El géiger consta de una caja que contiene gas a un voltaje no lo suficientemente elevado como para desencadenar el paso de una corriente a través de él. Cuando la partícula, de elevada energía, de una radiación, penetra en la caja, convierte en un ion un átomo del gas. Este ion, impulsado por la energía del impacto, incide sobre los átomos vecinos y forma más iones, los cuales, a su vez, chocan con sus vecinos, para seguir el proceso de formación. La lluvia de iones resultante puede transportar una corriente eléctrica, y durante una fracción de segundo fluye una corriente a través del contador. Este impulso eléctrico es enviado a la Tierra telemétricamente. De este modo, el instrumento cuenta las partículas, o flujo de radiación, en el lugar en que éste se ha producido.

Cuando se colocó en órbita, el 31 de enero de 1958, el primer satélite americano, el
Explorer I
, su contador detectó aproximadamente las esperadas concentraciones de partículas a alturas de varios centenares de kilómetros. Pero a mayores alturas —el
Explorer I
llegó hasta los 2.800 km— descendió el número de partículas detectadas, número que, en ocasiones, llegó hasta cero. Creyóse que esto se debería a algún fallo del contador. Posteriormente se comprobó que no ocurrió esto, pues el
Explorer III
, lanzado el 26 de marzo de 1958, y con un apogeo de 3.378 km, registró el mismo fenómeno. Igualmente sucedió con el satélite soviético
Sputnik III
, lanzado el 15 de mayo de 1958.

James A. van Allen, de la Universidad de lowa —director del programa de radiación cósmica— y sus colaboradores sugirieron una posible explicación. Según ellos, si el recuento de partículas radiactivas descendía virtualmente a cero, no era debido a que hubiese poca o ninguna radiación, sino, por el contrario, a que había demasiada. El instrumento no podía detectar todas las partículas que entraban en el mismo y, en consecuencia, dejaba de funcionar. (El fenómeno sería análogo a la ceguera momentánea del ojo humano ante una luz excesivamente brillante.)

El
Explorer IV
, lanzado el 26 de julio de 1958, iba provisto de contadores especiales, diseñados para responder a grandes sobrecargas. Por ejemplo, uno de ellos iba recubierto por una delgada capa de plomo —que desempeñaría una función similar a la de las gafas de sol—, la cual lo protegía de la mayor parte de la radiación. Esta vez los contadores registraron algo distinto. Demostraron que era correcta la teoría de «exceso de radiación». El
Explorer IV
, que alcanzó los 2.200 km de altura, envió a la Tierra unos recuentos que, una vez descartado el efecto protector de su estado, demostraron que la intensidad de la radiación en aquella zona era mucho más alta que la imaginada por los científicos. Era tan intensa, que suponía un peligro mortal para los futuros astronautas.

Se comprobó que los satélites
Explorer
habían penetrado sólo en las regiones más bajas de este inmenso campo de radiación. A finales de 1958, los dos satélites lanzados por Estados Unidos en dirección a la Luna (llamados por ello «sondas lunares») —el
Pioneer I
, que llegó hasta los 112.000 km, y el
Pioneer III
, que alcanzó los 104.000—, mostraron que existían dos cinturones principales de radiación en torno a la Tierra. Fueron denominados «cinturones de radiación de Van Alien». Más tarde se les dio el nombre de «magnetosfera», para equipararlos con otros puntos del espacio en los contornos de la Tierra (fig. 5.6).

Fig. 5.6. Los cinturones de radiación de Van Allen, tal como fueron detectados por satélites. Parecen estar compuestos de partículas cargadas atrapadas en el campo magnético de la Tierra.

Al principio se creyó que la magnetosfera estaba dispuesta simétricamente alrededor de la Tierra —o sea, que era algo así como una inmensa rosquilla—, igual que las líneas magnéticas de fuerzas. Pero esta noción se vino abajo cuando los satélites enviaron datos con noticias muy distintas. Sobre todo en 1963, los satélites
Explorer XIV
e
Imp-I
describieron órbitas elípticas proyectadas con objeto de traspasar la magnetosfera, si fuera posible.

Pues bien, resultó que la magnetosfera tenía un límite claramente definido, la «magnetopausa», que era empujada hacia la Tierra por el viento solar en la parte iluminada de nuestro planeta; pero ella se revolvía y, contorneando la Tierra, se extendía hasta enormes distancias, en la parte ocupada por la oscuridad. La magnetopausa está a unos 64.000 km de la Tierra en dirección al Sol, pero las colas que se deslizan por el otro lado tal vez se extiendan en el espacio casi 2 millones de kilómetros. En 1966, el satélite soviético
Lunik X
detectó, mientras orbitaba la Luna, un débil campo magnético en torno a aquel mundo, que probablemente sería la cola de la magnetosfera terrestre que pasaba de largo.

La captura, a lo largo de las líneas de fuerza magnética, de las partículas cargadas había sido predicha, en la década de 1950, por un griego aficionado a la Ciencia, Nicholas Christofilos, el cual envió sus cálculos a científicos dedicados a tales investigaciones, sin que nadie les prestase demasiada atención. (En la Ciencia, como en otros campos, los profesionales tienden a despreciar a los aficionados.) Sólo cuando los profesionales llegaron por su cuenta a los mismos resultados que Christofilos, éste obtuvo el debido reconocimiento científico y fue bien recibido en los laboratorios americanos. Su idea sobre la captura de las partículas se llama hoy «efecto Christofilos».

Para comprobar si este efecto se producía realmente en el espacio, Estados Unidos lanzó, en agosto y setiembre de 1958, tres cohetes, provistos de bombas nucleares, cohetes que se elevaron hasta los 482 km, donde se hizo estallar los artefactos. Este experimento recibió el nombre de «proyecto Argus». El flujo de partículas cargadas resultante de las explosiones nucleares se extendió a todo lo largo de las líneas de fuerza, en las cuales quedó fuertemente atrapado. El cinturón radiactivo originado por tales explosiones persistió un lapso de tiempo considerable; el
Explorer IV
lo detectó en varias de sus órbitas alrededor de la Tierra. La nube de partículas provocó asimismo débiles auroras boreales y perturbó durante algún tiempo las recepciones de radar.

Éste era el preludio de otros experimentos que afectaron e incluso modificaron la envoltura de la Tierra próxima al espacio y algunos de los cuales se enfrentaron con la oposición e indignación de ciertos sectores de la comunidad científica. El 9 de julio de 1962, una bomba nuclear, que se hizo estallar en el espacio, introdujo importantes cambios en los cinturones Van Allen, cambios que persistieron durante un tiempo considerable, como habían predicho algunos científicos contrarios al proyecto (entre ellos, Fred Hoyle). Estas alteraciones de las fuerzas de la Naturaleza pueden interferir nuestros conocimientos sobre la magnetosfera, por lo cual es poco probable que se repitan en fecha próxima tales experimentos.

Posteriormente se realizaron intentos de esparcir una tenue nube de agujas de cobre en una órbita alrededor de la Tierra, para comprobar su capacidad reflectante de las señales de radio y establecer así un método infalible para las comunicaciones a larga distancia. (La ionosfera es distorsionada de vez en cuando por las tormentas magnéticas, por lo cual pueden fallar en un momento crucial las comunicaciones de radio.)

Pese a las objeciones hechas por los radioastrónomos —quienes temían que se produjeran interferencias con las señales de radio procedentes del espacio exterior—, el plan (llamado «Proyecto West Ford», de Westford, Massachusetts, lugar donde se desarrollaron los trabajos preliminares) se llevó a cabo el 9 de mayo de 1963. Se puso en órbita un satélite cargado con 400 millones de agujas de cobre, cada una de ellas de unos 18 mm de longitud y más finas que un cabello humano. Las agujas fueron proyectadas y se esparcieron lentamente en una faja en torno al planeta, y, tal como se esperaba, reflejaron las ondas de radio. Sin embargo, para que resultara práctico se necesitaría un cinturón mucho más espeso, y creemos muy poco probable que en este caso se pudiesen vencer las objeciones de los radioastrónomos.

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