Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (21 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Medición de la Luna

Pero quedaba el asunto de que, si la Luna era el cuerpo más cercano a la Tierra, cuan cercano estaba. De los antiguos astrónomos griegos que trataron de determinar esa distancia, Hiparco fue el que elaboró, esencialmente, la respuesta correcta. Su distancia promedio de la Tierra se sabe ahora que es de 382.000 kilómetros, o 9,6 veces la circunferencia de la Tierra.

Si la órbita de la Luna fuese circular, ésa sería la distancia en todas las ocasiones. Sin embargo, la órbita de la Luna es algo elíptica, y la Tierra no está en el centro de la elipse, sino en uno de los focos, que se halla descentrado. La Luna se aproxima a la Tierra levemente en una mitad de su órbita y retrocede desde la otra mitad. En su punto más cercano
(perigeo)
, la Luna sólo se halla a 354.000 kilómetros de la Tierra, y en el punto más alejado
(apogeo)
, a 404.000 kilómetros.

La Luna, tal y como los griegos conjeturaron, es con mucho el más cercano a la Tierra de todos los cuerpos celestes. Incluso si nos olvidamos de las estrellas, y consideramos sólo el Sistema Solar, la Luna está, relativamente hablando, en nuestro patio trasero.

El diámetro de la Luna (a juzgar por su distancia y por su tamaño aparente) es de 3.450 kilómetros. La esfera de la Tierra tiene 3,65 veces esa anchura, y el Sol es 412 veces más ancho. Pero, en realidad, la distancia del Sol a la Tierra es 390 veces la de la Luna de promedio, por lo que las diferencias en distancia y diámetro se anulan, y los dos cuerpos, tan diferentes en tamaño real,
parecen
casi igual de grandes en el firmamento. Por esta razón, cuando la Luna se halla delante del Sol, el cuerpo más pequeño y más cercano encaja casi por completo en el más grande y más alejado, convirtiendo al eclipse total de Sol en el más maravilloso espectáculo. Se trata de una asombrosa coincidencia de la que nos beneficiamos.

Viaje a la Luna

La proximidad comparativa de la Luna y su prominente aspecto en el cielo, han actuado desde siempre de acicate para la imaginación humana. ¿Había alguna posibilidad de alcanzarla? (Uno podría igualmente preguntarse acerca de llegar hasta el Sol, pero el obviamente intenso calor del Sol serviría para enfriar el deseo de hacer una cosa así. La Luna resultaba claramente un objetivo mucho más benigno, así como mucho más cercano.)

En los primeros tiempos, el llegar a la Luna no parecía una tarea insuperable, dado que se daba por supuesto que la atmósfera se extendía hasta los cuerpos celestes, por lo que algo que le alzara a uno en el aire podría muy bien llevarnos hasta la Luna en casos extremos.

Así, en el siglo II d. J. C., el escritor sirio Luciano de Samosata escribió la primera historia de viaje espacial que conocemos. En la misma, un navío es atrapado en una tromba marina que lo alza lo suficiente en el aire, como para llegar a la Luna.

Una vez más, en 1638, apareció
El hombre en la Luna
, escrito por un sacerdote inglés, Francis Godwin (que murió antes de su publicación). Godwin llevó a su héroe hasta la Luna en un carro empujado por grandes gansos que emigraban anualmente a la Luna.

Sin embargo, en 1643, la naturaleza de la presión del aire llegó a comprenderse, y se vio rápidamente que la atmósfera de la Tierra no podía extenderse más que a unos comparativamente escasos kilómetros por encima de su superficie. La mayor parte del espacio entre la Tierra y la Luna era un vacío en el que las trombas de agua no podían penetrar y a través del cual no volaban los gansos. El problema de llegar a la Luna se hacía de repente mucho más formidable, aunque aún no insuperable.

En 1650, apareció (de nuevo postumamente)
Viaje a la Luna
, del escritor francés y duelista Cyrano de Bergerac. En su cuento, Cyrano describe siete formas en que sería posible alcanzar la Luna. Seis de ellas resultaban erróneas por una razón u otra, pero el séptimo método era por medio del empleo de cohetes. En efecto, los cohetes eran el único método entonces conocido (o ahora, en realidad) a través del cual se podía cruzar el vacío.

Sin embargo, no fue hasta 1657 cuando se comprendió el principio del cohete. Aquel año, Newton publicó su gran libro
Principia Mathematica
en el que, entre otras cosas, presentó sus tres leyes del movimiento. La tercera ley es conocida popularmente como la ley de la acción y de la reacción: cuando se aplica una fuerza en una dirección, existe una fuerza igual y opuesta en la otra. Así, si un cohete expulsa una masa de materia en una dirección, el resto del cohete se mueve en la otra, y lo hará en el vacío lo mismo que en el aire. En realidad, lo hará con mayor facilidad en el vacío donde no existe resistencia por parte del aire al movimiento. (La creencia de que un cohete necesita «algo contra lo que empujar» es errónea.)

Cohetes

Pero los cohetes no eran un asunto sólo teórico. Existían ya desde muchos siglos antes de que Cyrano escribiese y Newton teorizase.

Los chinos, en un tiempo tan alejado como el siglo XIII, inventaron y emplearon pequeños cohetes para la guerra psicológica: para asustar al enemigo. La moderna civilización occidental adaptó los cohetes para fines más sangrientos. En 1801, un experto en artillería británico, William Congreve, tras haberse enterado del asunto de los cohetes en Oriente, donde las tropas indias lo usaron contra los británicos en los años 1780, ideó cierto número de mortíferos misiles. Algunos de ellos fueron empleados contra Estados Unidos en la guerra de 1812, sobre todo en el bombardeo de Fuerte McHenry, en 1814, lo que inspiró a Francis Scott Key a escribir la
Bandera salpicada de estrellas
, cantando lo del «rojo esplendor de los cohetes». Las armas de cohetes se marchitaron ante las mejoras en alcance, precisión y potencia de la artillería convencional. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial vio el desarrollo del bazuca estadounidense y del «Katiusha» soviético, ambos formados esencialmente por paquetes de explosivos con propulsión por cohetes. En mucha mayor escala, los aviones de reacción también hicieron uso del principio de acción y reacción del cohete.

Más o menos a principios del siglo XX, dos hombres, de forma independiente, concibieron un nuevo y más exacto empleo de los cohetes: explorar la atmósfera superior y el espacio. Se trataba de un ruso, Konstantin Eduardovich Tsiolkovski, y un estadounidense, Robert Hutchings Goddard. (Incluso resulta raro, en vista de los desarrollos posteriores, que un ruso y un norteamericano fueran los primeros heraldos de la edad de los cohetes, aunque un imaginativo inventor alemán, Hermann Ganswindt, también avanzara incluso cosas más ambiciosas, aunque menos sistemáticas y científicas especulaciones en este tiempo.)

El ruso fue el primero en imprimir: publicó sus especulaciones y cálculos de 1903 a 1913, mientras Goddard no realizó sus publicaciones hasta 1919. Pero Goddard fue el primero en llevar la especulación a la práctica. El 16 de marzo de 1926, desde una granja cubierta por la nieve, en Auburn, Massachusetts, disparó un cohete que alcanzó una altura de 66 metros. La cosa más notable en el cohete era que iba propulsado por un combustible líquido en vez de por pólvora. Además, mientras que los cohetes ordinarios, bazucas, aviones de reacción, etc., empleaban el oxígeno del aire circundante, el cohete de Goddard, diseñado para funcionar en el espacio exterior, debía llevar su propio oxidante en forma de oxígeno líquido (
lox
, como ahora se llama en el argot de los hombres de los misiles).

Julio Verne, en su obra de ciencia ficción del siglo XIX, visualizó un cañón como mecanismo de lanzamiento para un viaje a la Luna, pero un cañón consume su fuerza por completo de una sola vez, y al principio, cuando la atmósfera es más recia y ofrece una mayor resistencia. Además, la aceleración total se consigue en el mismo principio y es lo suficientemente grande como para reducir a cualquier ser humano que se encontrase en el navío espacial a un sangriento amasijo de carne y huesos.

Los cohetes de Goddard avanzaban hacia arriba lentamente al principio, ganando velocidad y gastando su impulso final muy arriba, en la atmósfera más fina, donde la resistencia es menor. El alcanzar gradualmente la velocidad significa que la aceleración se conserva en niveles tolerables, algo muy importante para los navíos tripulados.

Desgraciadamente, el logro de Goddard casi no alcanzó reconocimiento, excepto por parte de sus enfadados vecinos, que consiguieron que se le ordenase que siguiese sus experimentos en otra parte. Goddard se fue a disparar sus cohetes en la mayor intimidad y, entre 1930 y 1935, sus vehículos alcanzaron velocidades de más de 900 kilómetros por hora y alturas de más de dos kilómetros y medio. Desarrolló sistemas para estabilizar un cohete en vuelo y giroscopios para mantener a un cohete en la dirección apropiada. Goddard también patentó la idea de los cohetes multietapas. Dado que sus etapas sucesivas constituyen una parte de su peso original y comienza la elevada velocidad facilitada por la etapa anterior, un cohete dividido en una serie de etapas puede conseguir velocidades más elevadas y mayores alturas que un cohete con la misma cantidad de combustible alojado en una sola etapa.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la Marina de los Estados Unidos apoyó sin entusiasmo ulteriores experimentos por parte de Goddard. Mientras tanto, el Gobierno alemán dedicó un mayor esfuerzo a la investigación de cohetes, empleando como cuerpo de trabajadores a un grupo de jóvenes que habían sido inspirados primariamente por Hermann Oberth, un matemático rumano que, en 1923, había escrito acerca de cohetes y navíos espaciales con independencia de Tsiolkovski y Goddard. La investigación alemana comenzó en 1935 y culminó con el desarrollo de la V-2. Bajo la guía del experto en cohetes Wernher von Braun (el cual, después de la Segunda Guerra Mundial, colocó su talento a disposición de Estados Unidos), se disparó el primer auténtico cohete en 1942. La V-2 entró en combate en 1944, demasiado tarde para ganar la guerra para los nazis aunque dispararon 4.300 de ellos en total, y 1.230 alcanzaron Londres. Los misiles de Von Braun mataron a 2.511 ingleses e hirieron gravemente a otros 5.869.

El 10 de agosto de 1945, casi el mismo día en que acabó la guerra, murió Goddard, justo a tiempo de ver al fin cómo su chispa se encendía al fin en llamas. Estados Unidos y la Unión Soviética, estimulados por el éxito de las V-2, se zambulleron en la investigación coheteril, cada uno llevándose a su lado a cuantos más expertos alemanes en cohetes pudo.

Al principio, Estados Unidos emplearon V-2 capturadas para explorar la atmósfera superior pero, en 1952, la provisión de esos cohetes se había agotado. Para entonces, ya habían sido construidos cohetes aceleradores mayores y más avanzados, tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética, y el progreso continuó.

Explorando la Luna

Una nueva era comenzó cuando, el 4 de octubre de 1957 (un mes después del centenario del nacimiento de Tsiolkovski), la Unión Soviética colocó el primer satélite artificial
(Spútnik I)
en órbita. El
Spútnik I
viajó en torno de la Tierra en una órbita elíptica: a 250 kilómetros por encima de la superficie (o a 6.650 kilómetros desde el centro de la Tierra), en el perigeo y a 900 kilómetros en el apogeo. Una órbita elíptica es algo parecido a una montaña rusa. Al ir del apogeo al perigeo, el satélite se desliza colina abajo, por así decirlo, y pierde potencial gravitacional. Así, la velocidad aumenta, por lo que en el perigeo el satélite empieza de nuevo arriba de la colina a máxima velocidad, como lo hace una montaña rusa. El satélite pierde velocidad mientras sube (como le pasa a la montaña rusa) y se mueve a su menor velocidad en el apogeo, poco antes de que se deslice de nuevo colina abajo.

El
Spútnik I
pasaba en el perigeo a través de finos fragmentos de la atmósfera superior; y la resistencia del aire, aunque leve, era lo suficiente como para enlentecer al satélite un poco en cada viaje. En cada revolución sucesiva, fracasaba en alcanzar su altura anterior de apogeo. Lentamente, comenzó a hacer espirales hacia dentro. Llegado el momento, pierde tanta energía, que la atracción de la Tierra es suficiente para hundirlo en la atmósfera más densa, donde se quema por fricción con el aire.

El índice en el que decae de esta forma la órbita de un satélite, depende en parte de la masa del satélite y en parte de su forma, y también de la densidad del aire a través del cual pasa. Así, puede calcularse la densidad de la atmósfera a ese nivel. Los satélites nos han facilitado las primeras mediciones directas de la densidad de la atmósfera superior. La densidad demostró ser más elevada de lo que se había pensado; pero a la altura de 240 kilómetros, por ejemplo, es de sólo una diezmillonésima respecto del nivel del mar, y a 360 kilómetros de únicamente una billonésima.

No obstante, esas pequeñas cantidades de aire no deben descartarse con demasiada rapidez. Incluso a una altura de 1.600 kilómetros, donde la densidad atmosférica es de una trillonésima en relación a las cifras a nivel del mar, ese débil aliento de aire es mil millones de veces más denso que el de los gases del espacio exterior en sí. La envoltura de gases de la Tierra se extiende hacia fuera.

La Unión Soviética no quedó sola en este campo sino que, al cabo de cuatro meses, se le unió Estados Unidos que, el 30 de enero de 1958, colocó en órbita su primer satélite, el
Explorer I
.

Una vez los satélites se colocaron en órbita en torno de la Tierra, los ojos se volvieron cada vez con mayores ansias hacia la Luna. En realidad, la Luna había perdido la mayor parte de su encanto, pues aunque seguía siendo un mundo y no sólo una luz en el cielo, ya no era el mundo que se pensó en tiempos anteriores.

Antes del telescopio de Galileo, se había dado siempre por supuesto que si los cuerpos celestes eran mundos, seguramente estarían llenos de cosas vivientes, incluso cosas vivientes en forma de humanoides inteligentes. Las primeras historias de ciencia ficción acerca de la Luna supusieron esto, lo mismo que otras posteriores, en el mismo siglo XX.

En 1835, un escritor inglés llamado Richard Adams Locke, escribió una serie de artículos para el
New York Sun
que pretendían pasar por serios estudios científicos de la superficie de la Luna, y que descubrían muchas clases de cosas vivientes. Las descripciones eran muy detalladas y fueron pronto creídas por millones de personas.

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