Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (20 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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En realidad, las manchas solares no son negras. Se trata de zonas de la superficie solar que están más frías que el resto, y que parecen oscuras en comparación. No obstante, cuando Mercurio o Venus se mueven entre nosotros y el Sol, cada uno de ellos se proyecta sobre el disco solar como un pequeño y auténtico círculo negro, y si ese círculo se mueve cerca de una mancha solar, se puede ver que la mancha no es verdaderamente negra.

Sin embargo, incluso las nociones totalmente equivocadas pueden llegar a ser útiles, puesto que la idea de Herschel ha servido para aumentar el interés acerca de las manchas solares.

No obstante, el auténtico descubrimiento llegó con un farmacéutico alemán, Heinrich Samuel Schwabe, cuya afición la constituía la astronomía. Dado que trabajaba durante todo el día, no podía pasarse toda la noche sentado contemplando las estrellas. Se decidió más bien por una tarea que pudiese hacer durante el día y decidió observar el disco solar y mirar los planetas cercanos al Sol que pudiesen demostrar su existencia al cruzar por delante del astro.

En 1825, empezó a observar el Sol, y no pudo dejar de notar las manchas solares. Al cabo de algún tiempo, se olvidó de los planetas y comenzó a bosquejar las manchas solares, que cambiaban de posición y de forma de un día al siguiente. Pasó no menos de diecisiete años observando el Sol todos los días que no fuesen por completo nubosos.

En 1843, fue capaz de anunciar que las manchas solares no aparecían por completo al azar, que existía un ciclo. Año tras año, había más y más manchas solares hasta que se alcanzaba un ápice. Luego el número declinaba hasta que casi no había ninguna; a continuación, comenzaba un nuevo ciclo. Sabemos ahora que el ciclo es algo irregular, pero que, de promedio, dura once años. El anuncio de Schwabe fue ignorado (a fin de cuentas se trataba sólo de un farmacéutico), hasta que el famoso científico Alexander von Humboldt mencionó el ciclo en 1851 en su libro
Kosmos
, una gran revisión acerca de la Ciencia.

En aquel tiempo, el astrónomo germanoescocés, Johann von Lamont, se encontraba midiendo la intensidad del campo magnético de la Tierra, y descubrió que ascendía y descendía de una forma regular. En 1852, un físico británico, Edward Sabine, señaló que este ciclo se acompasaba con el ciclo de las manchas solares.

De esta forma se vio que las manchas solares afectaban a la Tierra, y comenzaron a ser estudiadas con intenso interés. A cada año se le dio un
número de manchas solares Zürích
, según una fórmula que se elaboró por primera vez en 1849 por un astrónomo suizo, Rudolf Wolf, que trabajaba en Zürich. (Fue el primero en señalar que la incidencia de auroras también aumentaba y disminuía según la época del ciclo de las manchas solares.)

Las manchas solares parecían conectadas con el campo magnético del Sol y aparecían en el punto de emergencia de las líneas de fuerza magnéticas. En 1908, tres siglos después del descubrimiento de las solares, G. E. Hale detectó un fuerte campo magnético asociado con las manchas solares. El porqué el campo magnético del Sol se porta como lo hace, emergiendo de la superficie en raros momentos y lugares, aumentando y disminuyendo la intensidad en unos en cierto modo ciclos irregulares, es algo que aún continúa perteneciendo a los rompecabezas solares que hasta ahora han desafiado encontrar la correspondiente solución.

En 1893, el astrónomo inglés Edward Walter Maunder estaba comprobando unos primeros informes, con objeto de establecer los datos del ciclo de manchas solares en el primer siglo después del descubrimiento de Galileo. Quedó asombrado al descubrir que, virtualmente, no existían informes acerca de las manchas solares entre los años 1643 y 1715. Astrónomos importantes, como Cassini, también los buscaron y comentaron su fracaso para descubrir alguno. Maunder publicó sus hallazgos en 1894, y de nuevo en 1922, pero no se prestó la mayor atención a sus trabajos. El ciclo de manchas solares se encontraba tan bien establecido que parecía increíble que pudiese existir un período de siete décadas en el que difícilmente había aparecido.

En la década de los años 1970, el astrónomo John A. Eddy consiguió dar con este informe, y al verificarlo, descubrió lo que llegaría a llamarse un
mínimo de Maunder
. No sólo repitió las investigaciones de Maunder, sino que investigó los informes de avistamientos con el ojo desnudo de manchas solares particularmente grandes desde numerosas regiones, incluyendo el Lejano Oriente, datos que no habían estado disponibles para Maunder. Tales registros se retrotraían hasta el siglo V a. de J. C. y, por lo general, incluían de cinco a diez avistamientos por siglo. Existían interrupciones, y una de las mismas atraviesa el mínimo de Maunder.

Eddy comprobó asimismo los informes acerca de auroras. Las mismas aumentaban y disminuían en frecuencia e intensidad con el ciclo de manchas solares. Resultó que había muchos informes a partir de 1715, y unos cuantos antes de 1645, pero ninguno en medio de esas fechas.

Una vez más, cuando el Sol es magnéticamente activo y hay numerosas manchas solares, la corona está llena de corrientes de luz y es muy hermosa. En ausencia de las manchas solares, la corona parece más bien una neblina sin rasgos. La corona puede verse durante los eclipses solares y, aunque pocos astrónomos viajaron en el siglo XVII para ver tales eclipses, los informes existentes durante el mínimo de Maunder, fueron invariablemente de la clase de coronas asociadas con pocas o ninguna manchas solares.

Finalmente, en la época de los máximos de manchas solares, existe una cadena de acontecimientos que consigue producir carbono-14 (una variedad de carbono que mencionaré en el capítulo siguiente) en cantidades más pequeñas que de ordinario. Es posible analizar los anillos de los árboles en busca de contenido de carbono-14, y juzgar la existencia de máximos de manchas solares y mínimos por los aumentos y disminuciones, respectivamente, de carbono-14. Semejantes análisis han llegado a conseguir pruebas de la existencia del mínimo de Maunder y asimismo de numerosos mínimos de Maunder en los siglos anteriores.

Eddy informó que parecían existir unos doce períodos en los últimos cinco mil años en que existían mínimos de Maunder de una duración de cincuenta a doscientos años cada uno. Y que hubo uno, por ejemplo, entre 1400 y 1510.

Dado que el ciclo de manchas solares tienen un efecto sobre la Tierra debemos preguntarnos qué efectos tienen los mínimos de Maunder. Es posible que se hallen asociados con períodos fríos. Los inviernos fueron tan gélidos en Europa en la primera década del siglo XVIII, que se denominó a la misma
pequeña edad glacial
. También hizo mucho frío durante el mínimo de 1400-1510, cuando la colonia noruega en Groenlandia pereció a causa de que, simplemente, el tiempo fue demasiado malo como para permitir la supervivencia.

La Luna

Cuando, en 1543, Copérnico situó al Sol en el centro del Sistema Solar, sólo la Luna fue dejada como vasalla de la Tierra que, durante un período tan largo previamente, se había dado por sentado que constituía el centro del Sistema Solar.

La Luna gira en torno de la Tierra (en relación a las estrellas) en 27,32 días. Da vueltas sobre su propio eje exactamente en ese mismo período. Esta igualdad entre su período de revolución y el de rotación conlleva el que, perpetuamente, presente la misma cara a la Tierra. Pero esta igualdad entre la revolución y la rotación no es una coincidencia. Es el resultado del efecto de mareas de la Tierra sobre la Luna, como explicaré más adelante.

La revolución de la Luna con respecto de las estrellas constituye el
mes sideral
. Sin embargo, mientras la Luna gira en torno de la Tierra, ésta lo hace en torno del Sol. Cuando la Luna ha efectuado una revolución alrededor de la Tierra, el Sol ha avanzado algo en el firmamento a causa del movimiento de la Tierra (que ha arrastrado a la Luna con ella). La Luna debe continuar su revolución durante unos 2,5 días antes de que se amolde con el Sol y lo recupere en el mismo lugar del cielo en que se encontraba antes. La revolución de la Luna en torno de la Tierra en relación al Sol constituye el
mes sinódico
, que tiene una duración de 29,53 días.

El mes sinódico ha sido más importante para la Humanidad que el sidéreo, porque, mientras la Luna gira en torno de la Tierra, la cara que vemos experimenta un firme cambio de ángulo de la luz solar, y ese ángulo depende de su revolución con respecto al Sol. Esto tiene como consecuencia una sucesión de
fases
. Al principio de un mes, la Luna se halla localizada exactamente al este del Sol y aparece como un creciente muy delgado visible poco después de la puesta del Sol.

De una noche a otra, se mueve más lejos del Sol, y el creciente aumenta. Llegado el momento, la porción iluminada de la Luna es un semicírculo, y luego avanza aún más allá. Cuando la Luna ha avanzado tanto que se encuentra en esa porción de cielo directamente opuesta a la del Sol, la luz solar brilla en la Luna por encima de los hombros de la Tierra (por así decirlo), y toda la cara visible de la Luna se halla iluminada: a ese pleno círculo de luz se le denomina
Luna llena
.

A continuación la sombra invade el lado de la Luna donde apareció por primera vez el creciente. Noche tras noche, la porción iluminada de la Luna se encoge, hasta que llega a ser de nuevo una media luna, con la luz en el lado opuesto adonde estaba en la anterior media luna. Finalmente, la Luna acaba exactamente al oeste del Sol y aparece en el firmamento poco antes del amanecer como un creciente que se curva en dirección opuesta de la que se había formado al principio. La Luna avanza más allá del Sol y se muestra como un creciente poco después del ocaso, y toda la serie de cambios comienza de nuevo.

Todo el ciclo de cambio de fase dura 29,5 días, la misma extensión del mes sinódico, y constituye la base de los primeros calendarios de la Humanidad.

Los seres humanos dieron al principio por supuesto que la Luna realmente crecía y menguaba, creciendo y apagándose a medida que las fases cambiaban. Se supuso que, cada vez que un creciente aparecía en el cielo occidental después de la puesta del Sol, era literalmente una
Luna nueva
, y todavía se la llama así.

Los antiguos astrónomos griegos se percataron, no obstante, de que la Luna debía de ser un globo, que los cambios de fase ponían en evidencia el hecho de que brillaba sólo al reflejar la luz solar, y que la posición cambiante de la Luna en el firmamento con respecto al Sol se relacionaba exactamente con las fases. Éste fue un hecho de la mayor importancia. Los filósofos griegos, sobre todo Aristóteles, trataron de diferenciar la Tierra de los cuerpos celestes al demostrar que las propiedades de la Tierra eran del todo diferentes a la de aquellos cuerpos celestes en general. Así, la Tierra era apagada y no emitía luz, mientras que los cuerpos celestes sí emitían luz. Aristóteles creyó que los cuerpos celestes estaban formados por una sustancia a la que denominó
éter
(de una palabra griega que significa «brillante» o «resplandeciente»), que era fundamentalmente diferente de los materiales que constituían la Tierra. Y, sin embargo, el ciclo de las fases de la Luna mostraba que la Luna, al igual que la Tierra, no emitía luz propia y que brillaba sólo a causa de la luz solar reflejada. Así, la Luna, por lo menos, era semejante a la Tierra a este respecto.

Y lo que es más, ocasionalmente, el Sol y la Luna se hallaban tan exactamente en lugares opuestos de la Tierra, que la luz del Sol quedaba bloqueada por la Tierra y no alcanzaba a la Luna. La Luna (siempre como luna llena) pasaba a la sombra de la Tierra y se eclipsaba.

En los tiempos primitivos, se creía que la Luna estaba siendo tragada por alguna fuerza maligna y que desaparecía por completo y para siempre. Se trataba de un vaporoso fenómeno, y constituyó una temprana victoria de la Ciencia el ser
capaz
de predecir un eclipse y mostrar que se trataba de un fenómeno natural con una explicación fácilmente comprensible. (Algunos creen que Stonehenge era, entre otras cosas, un primitivo observatorio de la Edad de la Piedra que podía usarse para predecir la llegada de eclipses lunares por los cambios de posición del Sol y de la Luna respecto de las piedras regularmente colocadas de la estructura.)

En realidad, cuando la Luna se encuentra en creciente, es en ocasiones posible ver sus restos delinearse levemente en una luz rojiza. Fue Galileo quien sugirió que la Tierra, al igual que la Luna, debe reflejar luz solar y brillar, y que la porción de la Luna iluminada por el Sol era iluminada también levemente por la luz de la Tierra. Esto sólo sería visible cuando tan pequeña porción iluminada por el Sol fuese visible que su luz no eliminase la mucho más apagada luz de la Tierra. Así, pues, no sólo la Luna era luminosa igual que la Tierra, sino que la Tierra reflejaba la luz del Sol y mostraría fases semejantes a las de la Luna (si se mirase desde la Luna)

Otra supuesta diferencia fundamental entre la Tierra y los cuerpos celestes radicaba en que la Tierra era agrietada, imperfecta, y siempre cambiante mientras que los cuerpos celestes eran perfectos e inmutables.

Sólo el Sol y la Luna aparecían, ante el ojo desnudo, como algo más que puntos de luz. De los dos, el Sol aparece como un círculo perfecto de perfecta luz. Sin embargo, la Luna —incluso descartando las fases— no es perfecta. Cuando brilla la luna llena, y la Luna parece un círculo perfecto de luz, no es ni clara ni perfecta. Existen manchas en su suavemente brillante superficie, que están en contra de la noción de perfección. El hombre primitivo trazó pinturas de las manchas, y cada una de las diferentes culturas presentó una descripción diferente. El egoísmo humano es tan grande que, frecuentemente, la gente ve las manchas como formando parte de la representación del ser humano, y seguimos hablando de un «hombre que está en la luna».

Fue Galileo quien, en 1609, mirando a través de un telescopio enfocado hacia los cielos, volviéndolo luego hacia la Luna, el primero en ver en ésta montañas, cráteres y zonas llanas (que tomó por mares o, en latín
maria
). Ésta fue la indicación final de que la Luna no era un cuerpo celeste «perfecto» fundamentalmente distinto de la Tierra, aunque fuese un mundo parecido a la Tierra.

No obstante, esta comprobación no demolió por sí misma el antiguo punto de vista. Los griegos habían observado que existían varios objetos en el cielo que cambiaban de forma clara de posición contra las estrellas en general, y que, de todos ellos, la Luna era la que cambiaba de posición con mayor rapidez. Dieron por supuesto que lo efectuaba porque estaba más cerca a la Tierra que cualquier otro cuerpo celeste (y en esto los griegos tenían razón). Podía discutirse que la Luna, a causa de su proximidad a la Tierra, estaba en parte contaminada de las imperfecciones de la Tierra, de que sufría por su proximidad. No fue hasta que Galileo descubrió manchas en el Sol cuando la noción de la perfección de los cielos se hizo de veras añicos.

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