—Alto, guapo, amigo de apuestas y del vino. Simpático —dijo.
No podía ser otro.
—El Dorado es una invención de los indios para librarse de los extranjeros, que yendo tras el oro acaban muertos —agregó el fraile.
El padre Gregorio nos cedió a Constanza y a mí su choza, donde pudimos descansar, mientras la marinería se embriagaba con un fuerte licor de palma y arrastraba a las indias, contra su voluntad, a la espesura que cercaba el poblado. A pesar de los tiburones, que habían seguido al barco durante días, Daniel Belalcázar se remojó en ese mar límpido durante horas. Cuando se quitó la camisa, vimos que tenía la espalda cruzada de cicatrices de azotes, pero él no dio explicaciones y nadie se atrevió a pedírselas. En el viaje habíamos comprobado que ese hombre tenía la manía de lavarse, por lo visto conocía otros pueblos que lo hacían. Quiso que Constanza entrara en el mar con él, incluso vestida, pero yo no se lo permití; había prometido a sus padres que la devolvería entera y no mordida por un tiburón .
Cuando el sol se puso, los indios encendieron fogatas de leña verde para combatir a los mosquitos que se volcaron sobre el villorrio. El humo nos cegaba y apenas nos permitía respirar, pero la alternativa era peor, porque tan pronto nos alejábamos del fuego nos caía encima la nube de bichos. Cenamos carne de danta, un animal parecido al cerdo, y una papilla blanda que llaman mandioca; eran sabores extraños, pero después de tres meses de pescado y empanadas la cena nos pareció principesca. También probé por primera vez una espumosa bebida de cacao, un poco amarga a pesar de las especias con que la habían sazonado. Según el padre Gregorio, los aztecas y otros indios americanos usan las semillas de cacao como nosotros usamos las monedas, así son de preciosas para ellos.
La tarde se nos fue oyendo las aventuras del religioso, quien se había internado varias veces en la selva para convertir almas. Admitió que en su juventud también había perseguido el sueño terrible de El Dorado. Había navegado por el río Orinoco, plácido como una laguna a veces, torrentoso e indignado en otros tramos. Nos contó de inmensas cascadas que nacen de las nubes y revientan abajo en un arco iris de espuma, y de verdes túneles en el bosque, eterno crepúsculo de la vegetación apenas tocada por la luz del día. Dijo que crecían flores carnívoras con olor a cadáver y otras delicadas y fragantes pero ponzoñosas; también nos habló de aves con fastuoso plumaje, y de pueblos de monos con rostro humano que espiaban a los intrusos desde el denso follaje.
—Para nosotras, que venimos de Extremadura, sobria y seca, piedra y polvo, ese paraíso es imposible de imaginar —comenté.
—Es un paraíso sólo en apariencia, doña Inés. En ese mundo caliente, pantanoso y voraz, infestado de reptiles e insectos venenosos, todo se corrompe rápidamente, sobre todo el alma. La selva transforma a los hombres en rufianes y asesinos.
—Quienes se internan allí sólo por codicia ya están corrompidos, padre. La selva sólo pone en evidencia lo que los hombres ya son —replicó Daniel Belalcázar, mientras anotaba febrilmente las palabras del fraile en su cuaderno por que su intención era seguir la ruta del Orinoco .
Esa primera noche en tierra firme, el maestro Manuel Martín y algunos marineros fueron a dormir a la nave para cuidar la carga; eso dijeron, pero se me ocurre que en verdad temían las serpientes y sabandijas de la selva. Los demás, hartos del confinamiento de los minúsculos camarotes, preferimos acomodarnos en la aldea. Constanza, extenuada, se durmió al punto en la hamaca que nos habían asignado, protegida por un inmundo mosquitero de tela, pero yo me preparé para pasar varias horas de insomnio. La noche allí era muy negra, estaba poblada de misteriosas presencias, era ruidosa, aromática y temible. Me parecía hallarme rodeada de las criaturas que había mencionado el padre Gregorio: insectos enormes, víboras que mataban de lejos, fieras desconocidas. Sin embargo, más que esos peligros naturales me inquietaba la maldad de los hombres embriagados. No podía cerrar los ojos.
Transcurrieron dos o tres horas largas y, cuando por fin empezaba a dormitar, escuché algo o a alguien que rondaba la choza. Mi primera sospecha fue que se trataba de un animal, pero enseguida recordé que Sebastián Romero se había quedado en tierra y deduje que, lejos de la autoridad del maestro Manuel Martín, el hombre podía ser de cuidado. No me equivoqué. Si hubiese estado dormida, tal vez Romero habría conseguido su propósito, pero, para su desgracia, yo lo aguardaba con una daga morisca, pequeña y afilada como una aguja, que había comprado en Cádiz. La única luz en el interior de la choza provenía del reflejo de las brasas que morían en la fogata donde habían asado la danta. Un hueco sin puerta nos separaba del exterior, y mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Romero entró a gatas, husmeando, como un perro, y se acercó a la hamaca donde yo debía estar tendida con Constanza. Alcanzó a estirar la mano para separar el mosquitero, pero se le heló el gesto al sentir la punta de mi daga en el cuello, detrás de la oreja.
—Veo que no aprendes, bribón —le dije sin levantar la voz, para no hacer escándalo.
—¡Que el Diablo te lleve, ramera !Has jugado conmigo durante tres meses y ahora finges que no quieres lo mismo que yo —masculló, furioso.
Constanza despertó asustada y sus gritos atrajeron al padre Gregorio, a Daniel Belalcázar y a otros que dormían cerca. Alguien encendió una antorcha y entre todos sacaron a viva fuerza al hombre de nuestra vivienda. El padre Gregorio ordenó que lo ataran a un árbol hasta que se le pasara la demencia del alcohol de palma, y allí estuvo gritando amenazas y maldiciones durante un buen rato, hasta que por fin, al amanecer, cayó rendido por la fatiga y los demás pudimos dormir.
Unos días más tarde, después de cargar agua fresca, frutos tropicales y carne salada, la nave del maestro Manuel Martín nos condujo hacia el puerto de Cartagena, que ya entonces era de importancia fundamental, porque allí se embarcaban los tesoros del Nuevo Mundo rumbo a España. Las aguas del mar Caribe eran azules y limpias como las piletas de los palacios de los moros. El aire tenía un olor intoxicante de flores, fruta y sudor. La muralla, construida con piedras unidas por una mezcla de cal y sangre de toro, brillaba bajo un sol implacable. Centenares de indígenas, desnudos y con cadenas, acarreaban grandes piedras, azuzados a latigazos por los capataces. Ese murallón y una fortaleza protegían a la flota española de los piratas y otros enemigos del imperio. En el mar se mecían varias naves ancladas en la bahía, algunas de guerra y otras mercantes, incluso un barco negrero que transportaba su carga del África para ser rematada en la feria de negros. Se distinguía de los otros por el olor que emanaba a miseria humana y maldad. Comparada con cualquiera de las viejas ciudades de España, Cartagena era todavía una aldea, pero contaba con iglesia, calles bien trazadas, viviendas enjalbegadas, edificios sólidos de gobernación, bodegas de carga, mercado y tabernas. La fortaleza, todavía en construcción, presidía desde lo alto de una colina, con los cañones ya instalados y apuntando a la bahía. La población era muy variada, y las mujeres, descotadas y atrevidas, me parecieron bellas, sobre todo las mulatas. Decidí quedarme un tiempo porque averigüé que mi marido había estado allí hacía poco más de un año. En un almacén tenían un atado de ropa que Juan había dejado en prenda con la promesa de que a su regreso pagaría el dinero adeudado.
En la única posada de Cartagena no aceptaban a mujeres solas, pero el maestro Manuel Martín, que conocía a mucha gente, nos consiguió una vivienda en alquiler. Consistía en una pieza bastante amplia, aunque casi vacía, con una puerta a la calle y una ventana angosta, sin más mobiliario que un camastro, una mesa y una banqueta, donde mi sobrina y yo acomodamos nuestros bártulos. De inmediato empecé a ofrecer mis servicios como costurera y a buscar un horno público para hacer empanadas, porque mis ahorros estaban desapareciendo más rápido de lo calculado.
Apenas nos instalamos, apareció Daniel Belalcázar a hacernos una visita. La pieza estaba atiborrada de bultos, así es que debió sentarse en la cama, con su sombrero en la mano. Sólo teníamos agua para ofrecerle y se bebió dos vasos seguidos; estaba sudando. Pasó un rato largo en silencio, escudriñando el suelo de tierra apisonada con desmesurada atención, mientras nosotras esperábamos, tan incómodas como él.
—Doña Inés, vengo a solicitaros, con el mayor respeto, la mano de vuestra sobrina —soltó al fin.
La sorpresa casi me aturde. Nunca había visto entre ellos algo que indicara un romance, y por un momento pensé que el calor había trastornado a Belalcázar, pero la expresión embobada de Constanza me obligó a recapacitar.
—¡La niña tiene quince años! —exclamé, espantada.
—Aquí las muchachas se casan jóvenes, señora.
—Constanza no tiene dote.
—Eso no tiene importancia. Nunca he aprobado esa costumbre, y aunque Constanza tuviese una dote de reina, yo no la aceptaría.
—¡Mi sobrina desea ser monja!
—Deseaba, señora, pero ya no —murmuró Belalcázar, y ella lo confirmó con voz clara y rotunda.
Les hice ver que yo carecía de autoridad para entregarla en matrimonio, y menos a un aventurero desconocido, un hombre sin residencia fija que se pasaba la vida anotando tonterías en un cuaderno y la doblaba en edad. ¿Cómo pensaba mantenerla? ¿Acaso pretendía que ella lo siguiera al Orinoco a retratar caníbales? Constanza me interrumpió para anunciar, roja de vergüenza, que era demasiado tarde para oponerme, porque en realidad ya estaban casados ante Dios, aunque no ante la ley humana. Entonces me enteré de que mientras yo hacía empanadas de noche en el barco, ellos dos hacían lo que les daba la real gana en el camarote de Belalcázar. Levanté la mano para darle a Constanza un par de bien merecidas bofetadas, pero él me sujetó el brazo. Al día siguiente se casaron en la iglesia de Cartagena, con el maestro Manuel Martín y yo como testigos. Se instalaron en la posada y empezaron a hacer los preparativos para viajar a la selva, tal como yo temía.
Durante la primera noche que pasé sola en el cuarto de alquiler sucedió una desgracia que tal vez habría podido evitar, si hubiese sido más precavida. Aunque no podía darme ese lujo, porque las bujías eran caras, mantenía una encendida durante buena parte de la noche por temor a las cucarachas, que salen en la oscuridad. Estaba tendida sobre el camastro, cubierta apenas por una camisa ligera, sofocada por el calor y sin poder dormir, pensando en mi sobrina, cuando me sobresaltó un golpe contra la puerta. Había una tranca que se echaba por dentro, pero yo había olvidado ponerla. Una segunda patada hizo saltar el picaporte y Sebastián Romero se perfiló en el umbral. Alcancé a incorporarme, pero el hombre me dio un empujón y me tiró de vuelta sobre la cama, luego se me abalanzó encima profiriendo insultos. Empecé a debatirme a patadas y arañazos, pero me aturdió con un golpe feroz que me dejó sin aliento y sin luz por breves instantes. Cuando recuperé el sentido, él me tenía inmovilizada y estaba sobre mí, aplastándome con su peso, salpicándome de saliva, mascullando groserías. Sentí su aliento asqueroso, sus dedos fuertes incrustados en mi carne, sus rodillas tratando de separarme las piernas, la dureza de su sexo contra mi vientre. El dolor del golpe y el pánico me nublaron el entendimiento. Grité, pero me tapó la boca con una mano, quitándome el aire, mientras con la otra forcejeaba con mi camisa y sus calzas, tarea nada fácil, porque soy fuerte y me retorcía como una comadreja. Para acallarme, me dio un formidable bofetón en la cara y luego empleó las dos manos para rasgarme la ropa; entonces comprendí que no me libraría de él por la fuerza. Por un instante contemplé la posibilidad de someterme, con la esperanza de que la humillación fuese breve, pero la ira me cegaba y tampoco estaba segura de que después fuera a dejarme en paz; podía matarme para que no lo delatase. Tenía la boca llena de sangre, pero me las arreglé para pedirle que no me maltratara, ya que podíamos gozar los dos, no había prisa, estaba dispuesta a complacerlo en lo que deseara. No recuerdo muy bien los detalles de lo acontecido aquella noche, creo que le acaricié la cabeza murmurando una retahíla de obscenidades aprendidas de Juan de Málaga en la cama, y eso pareció calmar un poco su violencia, porque me soltó y se puso de pie para quitarse las calzas, que tenía arrugadas a la altura de las rodillas. Tanteando bajo la almohada encontré la daga, que siempre tenía cerca, y la empuñé firmemente en la diestra, manteniéndola oculta contra el costado de mi cuerpo. Cuando Romero se me echó encima de nuevo, le permití acomodarse, le atrapé la cintura con ambas piernas levantadas y le rodeé el cuello con el brazo izquierdo. Él lanzó un gruñido de satisfacción, pensando que al fin yo había decidido colaborar, y se dispuso a aprovechar su ventaja. Entretanto usé las piernas para inmovilizarlo, cruzando los pies sobre sus riñones. Alcé la daga, la cogí a dos manos, calculé el sitio preciso para infligirle el mayor daño, y apreté con todas mis fuerzas en un abrazo mortal, clavándosela hasta la empuñadura. No es fácil enterrar un cuchillo en las fuertes espaldas de un hombre en esa posición, pero me ayudó el terror. Era su vida o la mía. Temí haber errado, porque por un momento Sebastián Romero no reaccionó, como si no hubiese sentido el aguijonazo, pero enseguida dio un alarido visceral y rodó hasta caer al suelo entre los bultos apilados. Trató de ponerse de pie, pero quedó de rodillas, con una expresión de sorpresa que pronto se tornó en horror. Se llevó las manos atrás en un intento desesperado de arrancarse el puñal. Lo aprendido sobre el cuerpo humano curando heridas en el hospital de las monjas me sirvió bien, porque la puñalada fue mortal. El hombre seguía forcejando y yo, sentada en el camastro, lo observaba, tan espantada como él pero dispuesta a saltarle encima si gritaba y cerrarle la boca como fuese. No gritó, un gorgoriteo siniestro escapaba de sus labios entre espumarajos rosados. Al cabo de un tiempo que me pareció eterno, se estremeció como poseído, vomitó sangre y poco después se desmoronó. Esperé mucho rato, hasta que se calmaron mis nervios y pude pensar; entonces me aseguré de que ya no volvería a moverse. En la escasa luz del único candil pude ver que la sangre era absorbida por la tierra del suelo.
Pasé el resto de la noche junto al cuerpo de Sebastián Romero, primero rogándole a la Virgen que me perdonara tan grave crimen y después planeando cómo librarme de pagar las consecuencias. No conocía las leyes de esa ciudad, pero si eran como las de Plasencia iría a parar al fondo de un calabozo hasta que pudiera probar que había actuado en mi propia defensa, ardua tarea, porque la sospecha de los magistrados siempre recae sobre la mujer. No me hice ilusiones: a nosotras se nos culpa de los vicios y pecados de los hombres. ¿Qué supondría la justicia de una mujer joven y sola? Dirían que había invitado al inocente marinero y luego lo había asesinado para robarle. Al amanecer cubrí el cadáver con una manta, me vestí y me fui al puerto, donde todavía estaba anclada la nave de Manuel Martín. El maestro escuchó mi historia hasta el final, sin interrumpirme, masticando su tabaco y rascándose la cabeza.