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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (70 page)

BOOK: Indomable Angelica
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Angélica los oía charlar.

—¿Te acuerdas —decía el vasco Juan de Aróstegui— de aquel día en que hiciste comer, un trozo de nuestro pan podrido al Pachá Ibrahim, que vino a visitarnos de Salé? El turco pareció reprochárselo a Muley Ismael. ¡Qué jaleo se armó! Estuvo a punto de estallar la guerra entre la Sublime Puerta y el Reino de Marruecos, todo por causa de los esclavos.

—Los turcos no pueden ya nada con estas gentes —dijo Colin Paturel—. Y llegan, con todo su inmenso imperio, a temer solamente a nuestro fanático Ismael. ¡Quién sabe si no hará temblar a Constantinopla!

—Lo cual no impide que tú hayas conseguido alcuzcuz y, sobre todo, aguardiente y vino para nosotros.

—Les expliqué que los cristianos no pueden trabajar bebiendo agua. Y como él tenía empeño en ver su mezquita rápidamente terminada…

Angélica los oyó reír. «Es cosa de preguntarse —pensó ella— ¿si tendrán nunca estos hombres mejores recuerdos que los del tiempo de su cautiverio entre los berberiscos?»

Llegada la noche reanudaron la marcha. La luna comenzaba a asomar, creciente de plata entre las estrellas. Hacia mitad de la noche, se acercaron a un villorrio, cuyos perros ladraron.

Colin Paturel hizo alto.

—Tenemos que pasar por ahí, si no nos perdemos.

—Vayamos hacia la izquierda, por el bosque —propuso el marqués de Kermoeur.

Después de haber deliberado, entraron en el bosque, pero era tan espeso que después de haber recorrido una media legua entre matorrales de espinos, se vieron obligados, con las manos ensangrentadas y las ropas desgarradas, a volver atrás. Angélica había perdido una sandalia y no se atrevía a decirlo. Los cautivos se encontraron en la entrada del aduar. Había que tomar una decisión.

—¡Pasemos —dijo Colin Paturel—, y que Dios nos ayude!

Lo más de prisa que pudieron y silenciosos como fantasmas, se adentaron en las callejas estrechas, entre las chozas de adobe, agrupadas. Unos perros se desgañitaban, pero nadie se movió salvo en las últimas casas, de donde salió un hombre gritando. Colin Paturel le respondió sin detener su marcha. Le dijo que iban a ver a Adour Smali, el famoso santón, hacedor de milagros, a una legua de allí; pero que se apresuraban porque les había recomendado mucho que llegasen antes de salir el sol, pues si no no respondía de la eficacia de sus encantamientos. El moro no insistió.

Pasada aquella alarma, los cautivos siguieron sin detenerse, tomando un atajo, por si los habitantes del aduar cambiaban de opinión y los perseguían. Pero las gentes de la región no estaban acostumbradas a ver ir hacia el Sur a los cautivos evadidos, ni tenían adiestrados sus perros para perseguirlos. Pudieron hacer un alto con las primeras luces del alba. Angélica se dejó caer, extenuada. Había caminado, impulsada por la inquietud, en un estado de sonambulismo y ahora se daba cuenta de que su pie descalzo estaba desgarrado por las piedras agudas del camino haciéndole sufrir de modo intolerable.

—¿Hay algo que no marcha, pequeña? —preguntó Colin Paturel.

—He perdido una sandalia —respondió ella a punto de llorar ante aquella catástrofe.

El normando no pareció conmoverse. Dejó el saco en tierra y sacó de él otro par de sandalias de mujer.

—Pedí a Rut, la esposa de Samuel, que me diera unas de recambio para vos, en previsión de un incidente de este género. Nosotros, en último caso, podremos caminar descalzos, pero para vos había que preverlo.

Se arrodilló ante ella, con un frasco en la mano, y valiéndose de una muñequilla de tela empapó las heridas con aquel bálsamo.

—¿Por qué no lo habéis dicho antes —preguntó— en lugar de tener el pie en tal estado?

—Había que cruzar el aduar. Yo no sentía nada. ¡Tenía tanto miedo!

Su pie dolorido parecía en la manaza del normando un objeto frágil y delicado. Lo vendó con unas hilas y luego la miró, fijamente, con sus ojos azules.

—¿Teníais miedo y, sin embargo, andabais? Está muy bien eso, amiga mía. ¡Sois un buen compañero!

«Comprendo por qué le han nombrado rey —pensó ella luego—. Asusta y tranquiliza a la vez». Tenía ella la profunda certeza de que Colin Paturel no podía ser vencido. Bajo su protección ¡llegaría a tierra cristiana! Vería el final de aquel viaje, cualesquiera que fuesen los sufrimientos que hubiera aún de soportar. El paisaje hostil, el pueblo hosco y vengativo que la alucinaba, los peligros que rodeaban su marcha, que proseguían tan amenazados como el funámbulo sobre la cuerda floja, con el vacío debajo… todo aquello se borraría. Saldría por fin al aire libre.

La fuerza de Colin Paturel la llevaría a tierra cristiana. Durmió, disimulada por unas piedras ardientes, con la cara sobre el suelo buscando en él un frescor imposible. Las huellas del desierto se dejaban sentir a través de la inmensa extensión animada a veces por algunas palmeras. Pero ya no se veía arroyo ni estanque alguno. Sólo en las hondonadas brillaban gruesas láminas de sal de los «ergs» desecados, restos de natrón de un blanco de nieve. Colin Paturel recogió algunos trozos y los puso en el saco en previsión de las orgías que contaban hacer con piezas de caza cuando remontasen hacia el Norte. Matarían gacelas y jabalíes, los asarían en un buen fuego, frotados con sal, tomillo y pimienta silvestre, y los devorarían regados con el agua clara de los oueds.

¡Dios Santo! ¿Dónde estaba aquella agua clara? La sed les adhería la lengua al paladar.

Y la sed despertó a Angélica, con la mejilla quemada por el sol, porque se le había escurrido el velo durante el sueño. Debía tener la piel tan roja como el caparazón de un cangrejo cocido. No podía ni tocársela de sensible que la tenía. Detrás de la roca que la ocultaba, oyó unos golpes sordos. Era Colin Paturel que, indiferente a la sed y a la fatiga, aprovechaba aquel alto para dedicarse a trabajos de fuerza. Había desenraizado el tronco de un arbolillo, lo había mondado y pulido y hecho con él una enorme maza, que su puño se encargaría de que fuera temible. Y la probaba golpeando contra la roca.

—He aquí un arma que vale tanto como la espada del señor de Kermoeur —dijo el normando, triunfante—. Ciertamente no hay nadie más diestro que él para atravesar una panza, pero creo que mi trocito de madera sabrá hacer que entren ideas sanas en la cabeza de un moro.

El crepúsculo se desplegaba en sus velos de fuego. Los fugitivos lanzaron una triste mirada hacia las colinas cuya sequedad esfumaba la noche. Un terciopelo azul enguataba la hondonada de los valles y parecía verse allí brillar los riachuelos.

—Colin, ¡tenemos sed…!

—¡Paciencia, compañeros! Las montañas que vamos a franquear tienen profudos barrancos donde la sombra conserva los manantiales. Antes de mañana por la noche, encontraremos con qué calmar nuestra sed.

La promesa pareció demasiado lejana a los sedientos pero, a falta de algo mejor, se contentaron con ella. Colin Paturel entregó a cada uno un pedazo de una nuez que crece en el corazón de África y que los guardias negros de Muley Ismael mascaban con gran placer cuando tenían que efectuar largas marchas. Tenía sabor amargo. Había que conservarla el mayor tiempo posible en la boca, porque fortalecía y calmaba las ansias del hambre y de la sed.

Al caer la noche se pusieron de nuevo en camino. En seguida comenzó la escalada por entre las rocas, más difícil aún en la casi total oscuridad. La luna era insuficiente para guiarles bien y revelarles los mejores pasos. En ciertos momentos tuvieron alternativamente que irse izando hasta donde los brazos les alcanzaban, ocupando un sitio sobre una meseta rocosa, e izándose de nuevo y no pudiendo avanzar más que con suma lentitud. Al pisar desprendían trozos de piedra que se oían caer y rebotar con ecos sonoros hasta el fondo de lejanos precipicios. El aire que era helado, les secaba el sudor sobre la frente y les hacía tiritar en su ropa mojada. Colin, que iba en cabeza, le dio al eslabón en varias ocasiones, para que no se extraviaran. Pero era peligroso porque los árabes de la llanura podían divisar la insólita luz entre las rocas inaccesibles y extrañarse de ello.

Angélica avanzaba sorprendida de su propia resistencia, debida sin duda el efecto beneficioso de la nuez de kola. Los albornoces claros de sus compañeros se distinguían en la ladera de la montaña y así conseguía no distanciarse demasiado. De pronto oyó como el ruido de un alud. Algo pasó a su lado, y se hundió en la oscuridad; luego un grito inhumano y el eco de un choque sordo subió de las profundidades invisibles.

Agarrada a un saliente rocoso, permaneció allí, sin atreverse ya ni a avanzar ni a retroceder. Se oyó gritar al vasco:

—¡Paturel, alguno se ha caído!

—¿Quién?

—No lo sé.

—¿La pequeña?

Castañeteándole los dientes, Angélica era incapaz de articular un sonido.

—¿Angélica? —gritó el jefe, convencido de que la joven, menos acostumbrada, había sufrido una caída mortal. Había sido un bruto no habiendo pensado en ponerla al cuidado de Caloens, ágil por su parte como vieja cabra. La habían dejado que se las arreglase sola y ahora—… ¡Angélica! —voceó tonante como si los ecos de su voz pudieran vencer la catástrofe ya ocurrida. El milagro se realizó.

—Estoy aquí —logró ella articular al fin.

—Bueno, no os mováis. ¿Juan el Vasco…?

—¡Presente!

—¿Jean-Jean de París?

—¡Presente!

—¿Francisco el Arlesiano?

Nadie respondió.

—¿Francisco el Arlesiano…? ¿Piccinino…?

—Presente.

—¿El marqués? ¿Caloens?

—Presentes…

—Entonces es el Arlesiano —dijo Paturel, volviendo a bajar hacia ellos con precaución.

Se agruparon, preguntándose sobre las circunstancias del drama. El Arlesiano debía hallarse algo más arriba que Angélica. Ella dijo que le había oído rodar entre los guijarros de resultas de un paso en falso, luego un grito ronco, un instante de silencio y el choque de un cuerpo aplastándose en el abismo.

—Hay que esperar a que llegue el día —decidió el normando.

Esperaron, tiritando de frío, entumecidos por su incómoda postura en el entrante de las rocas. El alba despuntó rápida y muy clara. Las montañas aparecieron rojas, bajo un cielo color limón donde se cernía un águila con las enormes alas extendidas. A contraluz del sol levante, el ave temible aparecía bella como un escudo del Santo Imperio forjado en bronce. Descendía suavemente sobre una sima, en círculos concéntricos. El normando siguió con la mirada su vuelo majestuoso.

—¡Debe estar ahí! —murmuró.

Con las primeras luces había examinado a los que le rodeaban, imaginando contra toda posibilidad ver allí los ojos negros y la barba rizada del Arlesiano. Pero el alegre provenzal había desaparecido… Lo divisaron al fin, yaciendo en el fondo del precipicio; mancha blanca en medio de las rocas negras y erizadas.

—Quizás esté sólo herido…

—¡Kermoeur, dame la cuerda!

La ataron sólidamente a una roca y Colin Paturel se ciñó la otra punta a la cintura, con la habilidad del marino cuyos dedos anudan y manejan sin cesar cables y cordajes. En el momento de lanzarse al vacío, cambió de parecer, después de haber echado un vistazo al vuelo amenazador del águila.

—Dame la maza.

Se la sujetó al cinturón. Su peso debía entorpecer el descenso, pero él salió ágilmente del apuro.

Inclinados sobre el abismo sus compañeros seguían, jadeantes, todos y cada uno de sus movimientos. Le vieron hacer pie sobre la cornisa donde yacía el cuerpo, inclinarse hacia él y darle la vuelta. Luego le vieron poner los dedos sobre los párpados del Arlesiano y santiguarse.

—¡El Artesiano…! ¡Oh, el Arlesiano! —murmuró Jean-Jean de París, con hondo dolor.

Ellos sabían lo que desaparecía con aquel compañero. Recuerdos imperecederos de trabajos, torturas, esperanzas y risas en el mundo maldito de los esclavos; y aquellas canciones que el Arlesiano lanzaba hacia el cielo estrellado de África, cuando la brisa de las noches frescas balanceaba la sombra de las palmeras encima de su miseria. Angélica sintió el dolor colectivo, tan profundo. Hubiera querido estrecharles la mano por tanta humanidad repentina como aparecía en aquellos rostros ennegrecidos y demacrados.

—¡Cuidado, Colin! ¡El águila…! —aulló de pronto el marqués de Kermoeur.

El ave que se había elevado, como renunciando a su presa, se precipitaba de pronto desde el cielo con la velocidad del rayo. Oyeron al pasar el restallido, como de una vela, de sus alas desplegadas que de pronto ocultaron a Colin Paturel. Durante unos instantes no pudieron darse cuenta de la lucha que se desarrollaba entre el hombre y el animal y luego, vieron por fin de nuevo al rey de los cautivos hacer girar su maza en molinetes terribles.

Se hallaba en equilibrio inestable sobre la estrecha cornisa, pero luchaba con tanta sangre fría y vigor como si pudiese disponer del espacio necesario para retroceder. Se había plantado al borde del precipicio y no contra la pared que hubiera estorbado sus movimientos. El menor paso en falso o un impulso mal calculado le haría bascular en el vacío. Golpeaba a su adversario sin tomar aliento y el águila no se esparaba tal defensa. Dos o tres veces el ave se alejó. Una de sus alas colgaba rota, pero volvía sin cesar, con ojos encendidos y las garras por delante.

Al fin Colin Paturel pudo aferraría con una mano por el pescuezo. Soltó la maza, sacó su cuchillo de la vaina y degolló al ave de presa, antes de arrojarla al vacío, donde la reina de los aires cayó remolineando su plumaje.

—¡Señor! ¡Virgen María! —farfulló el viejo Caloens. Todos estaban pálidos y sudorosos.

—¿Qué, muchachos, me subís? ¿A qué esperáis ahí arriba?

—Es verdad, Majestad. ¡Ahora lo haremos!

Colin Paturel había izado el cadáver del Arlesiano, atravesado sobre sus hombros. Con aquel peso suplementario, la subida fue larga y extenuante. Al estar de nuevo arriba, el normando permaneció un momento, doblado, de rodillas, recobrando aliento con dificultad; corría la sangre sobre su pecho entre los jirones de su albornoz, rasgado por las garras del ave.

—Hubiera podido dejar al camarada abajo —dijo, jadeante—, pero no he tenido valor; el Arlesiano no merecía que le devorasen las aves de rapiña.

—¡Tienes razón, Colin! Vamos a darle cristiana sepultura.:

Mientras apartaban las piedras para intentar abrir una tumba con sus machetes, Angélica se acercó a Colin Paturel, sentado sobre una roca.

—Dejadme que os cure, como vos me curasteis ayer, Colin.

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