Permaneció sombrío, sumido en sus visiones místicas. Angélica dijo bruscamente:
—Ya sé por qué no queréis dejarme partir. Es porque no habéis recibido el precio de mi rescate.
Una expresión divertida iluminó el rostro del anciano prelado.
—Confieso que me hubiera complacido ese pretexto para evitar que cometáis una locura. Pero precisamente acabo de saber por mediación de nuestro banquero de Liorna que la suma convenida con vos había sido entregada por vuestro intendente a nuestro Gran Prior de París. —Sus ojos brillaron mordaces—. Está bien, señora. Admito que quien ha recobrado su libertad pueda emplearla en destruirse si se le antoja. La galera que manda el barón de Nesselhood, debe hacerse a la mar dentro de una semana para un crucero por la costa de Berbería. Os autorizo a que subáis a bordo.
Y como el rostro de Angélica se iluminase de alegría, él se negó a enternecerse. Frunciendo las blancas cejas, y apuntando hacia ella un dedo en el que brillaba la amatista del prelado, le gritó:
—Acordaos de mi advertencia. Los berberiscos son unos crueles fanáticos, lúbricos, intratables. Los mismos pachas turcos les temen, porque esos piratas llegan hasta reprocharles su tibieza religiosa. Si vuestro esposo está en buena relación con ellos es porque ya es como ellos. Sería preferible para vuestra salvación que os quedaseis del lado de la Cruz, señora.
Y luego, viendo que ella no se doblegaba, añadió, en tono más suave:
—Arrodillaos, hija mía, y dejadme bendeciros.
La emboscada de la isla de Cam.
La galera se alejó, dejando atrás Malta con sus murallas color ámbar. El carillón de las campanas se esfumó, sustituido ahora por el jadear de las olas y el chocar sordo procedente de los bancos de los remeros.
—El caballero-barón de Nesselhood recorría el puente con su paso seguro de almirante.
Bajo el puente, dos comerciantes franceses, traficantes de coral, conversaban con un grave banquero holandés y un joven estudiante español, que iba a reunirse con su padre, oficial de la guarnición de Bona y que, con Angélica y Savary, representaban los escasos pasajeros civiles de la galera. Los dos traficantes de coral, viejos trajinantes en África, se complacían en aparentar pesimismo, a fin de conmover a sus compañeros, que recibían el bautismo del mar al cruzar el Mediterráneo.
—Es como decir que cuando uno se embarca tiene una probabilidad contra dos de encontrarse sin blanca en la plaza del gran mercado de Argel.
—¿Sin blanca? —preguntó el banquero holandés, cuyo francés carecía de términos familiares.
—Vestido de Adán, caballero. Así nos venderán si nos dejamos capturar. Os examinarán los dientes, os tocarán los bíceps, os harán correr un poco para darse cuenta de lo que valéis.
El banquero, barrigudo, no se imaginaba en aquel papel. ¡Oh! Pero no puede ocurrir. Los caballeros de Malta son invencibles y dicen que el que nos manda, el barón de Nesselhood, es alemán, un guerrero cuya sola reputación hace huir a los más osados corsarios.
—¡Hum! ¡Hum! Eso nunca se sabe. Porque los corsarios son cada vez más atrevidos. Sin ir más lejos el mes pasado parece ser que dos galeras argelinas se apostaron no lejos del castillo de If, ante Marsella, y capturaron una barca en la que navegaban unas cincuenta personas, entre ellas varias damas de alto rango, que iban en peregrinación a Sainte-Baume.
—Y existen dudas en cuanto a la peregrinación que van ellas a hacer entre los berberiscos —dijo su compadre, con mirada picaresca en dirección a Angélica.
Maese Savary, tan locuaz casi siempre, no tomaba esta vez parte en la conversación general. Contaba sus huesos. No los suyos propios sino los que iba sacando cuidadosamente de un enorme saco colocado junto a él. En el momento de embarcarse había dado origen a un incidente tragicómico. La campana de a bordo sonaba ya a todo sonar, anunciando la salida, cuando apareció él llevando el enorme saco. El barón de Nesselhood se adelantó, severo.
No podía admitirse exceso alguno de peso en la galera, atestada ya.
—¿Exceso de peso? ¡Mirad, Monseñor!
Y Savary, como un payaso, dio varias vueltas sosteniendo el saco entre el pulgar y el índice, con el brazo extendido.
—Esto no pesa más de dos libras.
—¿Qué lleváis ahí? —dijo sorprendido el barón.
—Un elefante.
Después de reírse de la broma, confirmó su declaración. Se trataba, dijo, de un «proboscídeo fósil» o elefante enano, fenómeno rarísimo que databa de la génesis del mundo, cuya existencia parecía tan problemática como la del unicornio.
—Una obra de Jenofonte,
Los Equívocos
, me sirvió de punto de partida para mi audaz teoría. Leyéndola comprendí que si el «proboscídeo» había existido, se encontraría en el subsuelo de las islas de Malta y de Gozo, unidas en otro tiempo a Europa y a Grecia. Este descubrimiento me valdrá seguramente el ingreso en la Academia de Ciencias, ¡si Dios me da vida!
La galera de la cristiandad era más espaciosa que la galera real francesa. Bajo el estrado del tabernáculo, había un camarote donde los pasajeros podían descansar sobre unas rústicas banquetas.
Angélica se sentía enferma de impaciencia, y también, por qué no confesárselo, de inquietud. Porque todo difería de cuanto había soñado. De no haber visto el topacio hubiera dudado incluso del mensajero que se lo trajo. Su mirada le parecía falsa. En vano había intentado conseguir de él otros detalles. El árabe abría las manos con extraña sonrisa de asombro «Ya lo he dicho todo».
Las violentas profecías de Desgrez volvían a su memoria. ¿Cuál sería la acogida de Joffrey de Peyrac después de tantos años? Años que habían pasado sobre ellos marcándoles en la carne y en el corazón. Cada uno conoció otras luchas, otras búsquedas… otros amores… ¡Difícil encuentro! Entre sus cabellos rubios destacaba un mechón de pelo blanco. Pero se hallaba en plena juventud, aún más bella que al llegar al matrimonio, cuando sus rasgos no habían adquirido toda su personalidad, ni sus formas alcanzado pleno desarrollo, ni su andar aquel empaque de reina que a veces la intimidaba. Aquella transformación se había realizado lejos de la mirada de Joffrey de Peyrac y de su influencia. Era la mano del brutal destino la que la modeló en su soledad. ¿Y él? Cargado de vejaciones e innumerables desdichas, despojado de todo, arrancado de su mundo, de sus trabajos, de sus raíces, ¿qué habría podido conservar de su «yo» antiguo, del que ella amaba?
—¡Tengo miedo…! —murmuró.
Tenía miedo de que el instante maravilloso se hubiera malogrado, perdido, fuera sórdido ya. Desgrez se lo había advertido. Pero la idea de un Joffrey de Peyrac en decadencia no había pasado nunca por su mente.
La duda que la invadió le hizo caer casi de rodillas. Como una niña se repetía que quería verle de nuevo, a «él», a su amor, a «su» amante del Palacio del Gay Saber, y no «al otro», a aquel desconocido en tierra desconocida. Quería oír su voz maravillosa. Pero Mohamed Raki no había hablado de aquella famosa voz. ¿Se podía acaso cantar en Berbería? ¿Bajo aquel sol cruel, entre aquellos hombres de piel oscura que cortan cabezas como se siega un manojo de hierba? Él solo canto que puede elevarse allí es el de los almuédanos en lo alto de los minaretes. Cualquier otra expresión de alegría es sacrilega.
—¡Oh! ¿Qué habría sido de él…?
Intentó desesperadamente resucitar en su recuerdo el pasado, se esforzó en hacer resurgir bajo las arcadas del Gay Saber la presencia del conde languedociano. Pero la imagen huía… se le escapaba… Quiso entonces dormir. El sueño disiparía aquellos velos de la tierra que le ocultaban a su amor. Sentíase cansada… Una voz le musitaba: «Estáis cansada… En mi casa dormiréis… Hay rosas…, lámparas…, ventanas abiertas sobre el mar…»
Se despertó con un grito muy agudo. Savary se inclinaba sobre ella y la sacudía.
—Madame de Plessis, tenéis que despertaros. ¡Vais a alborotar toda la galera!
Angélica se incorporó en su lecho y se apoyó en la pared. Había caído la noche. No se oían ya los «han» del esfuerzo de los remeros, porque la galera navegaba con velamen reducido y los largos remos de veinte toesas estaban alineados a lo largo de la crujía. En aquel silencio desusado, el paso del caballero-barón de Nesselhood martilleaba el suelo por encima de ellos.
La escasa luz del gran fanal revelaba la preocupación de no llamar la atención de los piratas, emboscados sin duda en aquel pasadizo del Mediterráneo entre la Isla de Malta y las costas sicilianas a babor y la de los berberiscos de Túnez a estribor.
Angélica lanzó un hondo suspiro.
—Un brujo me perseguía en sueños —murmuró.
—¡Si no fuera más que un sueño…! —dijo Savary. Ella se sobresaltó e intentó entrever su expresión en la oscuridad.
—¿Qué queréis decir? ¿Qué pensáis, maese Savary?
—Pienso que un pirata tan audaz como el Rescator no nos dejará correr sin intentar recuperar lo que es suyo.
Angélica protestó, sublevada:
—Yo no le pertenezco.
—Él os ha comprado, pagando el precio de un navio.
—Mi marido me protegerá en lo sucesivo —dijo ella con voz insegura.
Savary seguía silencioso. El ronquido del banquero holandés se elevó y decreció.
—Maese Savary —bisbiseó Angélica—, ¿creéis que… esto podría ser una trampa…? He visto en seguida que desconfiabais de ese Mohamed Raki y, sin embargo, ¿no ha dado pruebas indudables de su misión?
—Las ha dado, sí.
—Ha visto ciertamente a su tío Alí Mektub, puesto que tenía mi carta. Y sobre mi marido me ha dado detalles que yo sola podía conocer y de los que apenas me acordaba pero que han vuelto a mi memoria inmediatamente… Ha estado, pues, con él. A menos que… ¡Oh, Savary! ¿Creéis que pueda ser víctima de un embrujamiento, de imágenes proyectadas a distancia que me hicieron ver como un espejismo lo que más deseo en el mundo para atraerme mejor a una trampa? ¡Oh, Savary, tengo miedo…!
—Esos fenómenos pueden ocurrir —dijo el viejo boticario— pero no creo que sea éste el caso. Hay otra cosa. Una trampa, quizá —farfulló—, pero nada de magia. Ese Mohamed Raki nos oculta la verdad. Esperemos llegar a nuestra meta. Entonces ya veremos.
Dio vueltas largamente a una cucharita en un cubilete de estaño.
—Tomad esta medicina. Descansaréis mejor.
—¿Es también la «mumie»?
—Como sabéis, no tengo ya «mumie» —dijo tristemente Savary—. No he querido guardar ni un pedazo al provocar el incendio de Candía.
—Savary, ¿por qué habéis tenido empeño en acompañarme en este viaje que no aprobabais?
—¿Podía yo abandonaros? —dijo el viejo como si reflexionase en ardua cuestión científica—. No, creo que no. Iré, pues, a Argel.
—A Bona.
—Es lo mismo.
—Los Cristianos corren allí, sin embargo, menores peligros que en Argel.
—¿Quién sabe? —dijo Savary, moviendo la cabeza, como adivino que ve más allá de las apariencias.
Transcurrió una nueva singladura hacia el Oeste, más lenta, porque el viento había cesado y la embarcación avanzaba sólo con los remos de la chusma. La galera de Malta se cruzó con varios navios, entre ellos un convoy de comerciantes holandeses, que avanzaban, pese a todo, gracias a su fuerte velamen, escoltados por dos barcos de guerra con 50 a 60 cañones cada uno. Era el sistema adoptado por las naciones de Occidente, ingleses, neerlandeses y otros, para comerciar en el Mediterráneo. Penetraban en él como una verdadera flota, custodiada y defendida, que amilanaba la audacia de los corsarios. Hacia mediodía, el viento sopló más favorable y fueron izadas las dos velas. Muy lejana hacia proa, se perfiló una isla montañosa.
El caballero llamó la atención de Angélica:
—Es Pantelaria, que pertenece al duque de Toscana. Hubieran podido hacer escala allí, pero un barco de guerra no debía dejar en absoluto adivinar su intención a fin de evitar las celadas del enemigo infiel. Era preferible eludir todo contacto, incluso con amigos, antes de haber alcanzado la meta asignada: Bona. El viento hinchaba las velas.
—Si esto continúa tan bien podremos estar en Bona por la tarde —dijo el joven caballero.
Después, sólo se desplegó ante el navio de Malta la extensión del azul mar, ligeramente rizado.
Al anochecer surgió un incidente. Se descubrió que una mano criminal había perforado el depósito de agua dulce de a bordo. Entre los ayudantes del cocinero un joven, interrogado con cierta rudeza, sacó un cuchillo y amenazó al cómitre que le preguntaba. Ahora bien, a todo tripulante, le estaba prohibido llevar cuchillo, salvo en las faenas que requerían su empleo. De acuerdo con la costumbre de todas las marinas del mundo, el grumete tuvo que sufrir el bárbaro castigo impuesto a quien infringía aquella reglamentaria prohibición: que le clavasen la mano al palo mayor con el mismo cuchillo, objeto del litigio y permanecer así cierto número de horas, que variaba según la gravedad de su conducta. El caballero de Roguier vino a advertir a Angélica de aquel contratiempo.
—Es un incidente estúpido, pero que nos va a retrasar, porque tenemos ahora que intentar arribar a Pantelaria para hacer allí la aguada; es decir, renovar nuestra provisión de agua dulce. Esto prueba también que hay que ser desconfiado en el Mediterráneo y no ser demasiado generoso. La juventud de ese muchacho le había eximido de la chusma. Le dejábamos ir y venir libremente. Y hoy, en señal de gratitud, ha perforado con una barrena el depósito de agua dulce.
Angélica preguntó angustiada:
—¿Por qué ha hecho eso?
El caballero hizo un gesto dubitativo y no respondió. La galera había cambiado bruscamente de rumbo. Ya no navegaba hacia el Oeste-Noroeste, sino hacia el Suroeste, según podía apreciarse por la posición del sol poniente. Los pasajeros recibieron una ración de vino fino del que había reserva; pero de la tripulación y de los esclavos de la chusma llegaban murmullos por no poderse cocinar a bordo. Terminó la calurosa jornada.
Angélica no pudo dormir. Hacia la medianoche subió al puente para respirar un poco de aire fresco. La noche era muy oscura porque el alumbrado, ya débil, de la noche anterior, había sido suprimido por completo. Solamente una claridad difusa de estrellas lejanas iluminaba el barco que avanzaba a velas rizadas y con ayuda de un solo puesto de chusma, descansando los otros dos. Oíase la respiración de los galeotes durmiendo en el fondo de los pestilentes sollados, pero no se veía nada. Angélica dio unos pasos en dirección a la crujía. Creía que los dos caballeros estarían a proa y hubiera querido hablarles. Un ruido la detuvo.