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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (8 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Buscó en vano a Laura entre las parejas que bailaban y más allá, entré las que conversaban; tampoco la vio cerca de la mesa ni en la terraza. A poco, Gramajo le susurró que se había retirado con su familia. Él también quería irse, pero, por el bien de las apariencias, aguardó una hora antes de despedirse del matrimonio Torres. Al día siguiente, más taciturno y parco que de costumbre, no le mencionó a Gramajo que enviara la esquela a la señora Riglos, y su edecán no se animó a indagar.

Al despedirse en el vestíbulo de la casa de la calle Chavango, ni Roca ni Laura se referían a la próxima vez, aunque ambos sabían que, tarde o temprano, el billete con los números garabateados por Gramajo llegaría. Cinco días más tarde del incidente en la tertulia de Torres, el billete aún no aparecía, y Laura meditó que, después de todo, era lo mejor. El exabrupto del general había puesto de manifiesto que esa relación estaba saliéndose de cauce. Roca era posesivo y dominante, y así como resultaba un amante experto, se le antojó que sería un pésimo marido, pues todo lo que a él le atraía de ella, su independencia, rebeldía y descaro, se tornaría inadmisible si llevase su apellido. Por otro lado, las murmuraciones no cesaban a pesar de la precaución y la discreción.

Laura entró en el dormitorio de su madre sin llamar y la encontró bordando el traje de bautismo del bebé de Juan Marcos Montes, hermano mayor de Eugenia Victoria. El pecho de Magdalena subía y bajaba regularmente, y su semblante, apenas iluminado por la luz del atardecer, de inmediato aletargó a Laura. Se quedó mirándola, incapaz de irrumpir en la quietud de su madre, arrobada también por la exquisita belleza de ese perfil que, por familiar, nunca apreciaba.

Magdalena levantó la vista y le sonrió con ternura. Laura avanzó y se arrodilló junto a ella. Magdalena la besó en la frente y la bendijo.

—Nadie hace el ojo de perdiz como usted —aseguró Laura—. Será un magnífico traje de bautismo. Romualdito tendrá el porte de un principito inglés, con su pelito rubio y sus carrillos de querubín.

—Concepción —dijo Magdalena, refiriéndose a la mujer de su sobrino Juan Marcos— vino a visitarnos hoy junto a Esmeralda.

—¿Esmeralda Balbastro?

—Sí. Esmeralda preguntó muchísimo por ti. Ella es la madrina del niño.

A Laura siempre la invadía un sentimiento de culpa si de Esmeralda Balbastro se trataba. La conceptuaba de hipócrita y frívola y, sin embargo, era la mujer que tanto había amado su querido Romualdo. Incluso, en su lecho de muerte, Romualdo Montes le había pedido que se acercara a Esmeralda, que intentara ser su amiga y que la ayudara en su viudez, y, aunque se lo había prometido, Laura, incapaz de vencer el antagonismo, terminó por faltar a la palabra empeñada. A su juicio, Esmeralda Balbastro no había hecho feliz a Romualdo.

—Me confesó tu primo Juan Marcos —siguió Magdalena— que él deseaba que tú fueras la madrina de Romualdito. Pero ya ves, finalmente se decidieron por Esmeralda. Como el niño lleva el nombre de su difunto esposo...

—Tía Celina —expresó Laura, y se refería a la abuela de Romualdito— habrá puesto el grito en el cielo cuando Juan Marcos le mencionó su intención de nombrarme madrina del niño. Todavía no se aviene al hecho de que lo sea de su nieta Pura.

—¡La pobre Celina! —suspiró Magdalena—. Aún no te perdona el asunto del convento de Santa Catalina de Siena. Tú y tu primo Romualdo le echaron a perder la promesa que le había hecho a la santa.

—¡Éramos dos niños! —se exasperó Laura.

—Sí, sí, dos niños —repitió Magdalena—. Lo recuerdo bien: tú, once años y tu primo, quince, pero ese día, al ayudar a Eugenia Victoria a escapar del convento, actuaron con la bizarría de dos filibusteros de cuarenta.

—Recuerdo que, cuando volvimos a Córdoba y se lo contamos a papá, él se desternilló de risa.

—Tu padre sólo supo malcriarte.

—También recuerdo que dijo que tía Celina se lo tenía bien merecido por retrógrada.

—Si tu abuela Ignacia hubiese escuchado a tu padre habría vociferado...

—¡Qué hombre tan impío! —se apresuró a completar Laura, y ambas rieron.

Magdalena volvió a su trabajo de pasamanería, y Laura se dedicó contemplarla. Tenía que agradecerle a su tía Blanca Montes la relación estable y armoniosa que la unía a su madre desde hacía algunos años. A través de sus
Memorias,
Blanca le había mostrado una Magdalena muy distinta, una Magdalena más mujer que madre, enamorada, romántica, rebelde, desobediente, que se extasiaba con las figuras eróticas de un ejemplar de
Les mille et une nuits.
En definitiva, una Magdalena Montes muy parecida a Laura Escalante.

Magdalena nunca le reprochó a Laura su huida a Río Cuarto. Volvieron a verse en Córdoba, en el 75, cuando Laura la convocó a pedido del general, que la quería a su lado antes de morir. Magdalena leyó el telegrama, metió lo indispensable en un baúl y se precipitó a la estación de trenes. Al día siguiente puso pie en Córdoba después de casi diez años de ausencia. La conmocionó volver a casa de los Escalante, que nunca había sentido como propia. A excepción de Selma, que se mostró tan fría y esquiva como de costumbre, Laura, María Pancha y el resto de las domésticas le dieron una bienvenida afectuosa.

Escalante había envejecido tanto en los últimos años que parecía el abuelo de Magdalena. Hundido entre las almohadas, con el rostro demacrado y arrugado, las manos huesudas y venosas, y la respiración jadeante, se lo veía frágil y vulnerable, una imagen inesperada de él. Superada la impresión, Magdalena se arrodilló junto a la cama y le besó los labios secos. Escalante le acarició la cabeza y la llamó «
ma poupée»
como en los viejos tiempos. El general murió diez días más tarde en brazos de su mujer, y Laura pensó que su madre jamás se resignaría, pues lloró tres días seguidos. Si Alcira, la nodriza de la bisabuela Pilarita, hubiese vivido habría asegurado que Magdalena Montes tenía bien puesto el nombre.

Julián Riglos viajó a Córdoba al enterarse de la muerte de su suegro, se hizo cargo de los arreglos del funeral y de las tediosas cuestiones de la sucesión. Laura, incapaz de pensar en nada excepto en que había perdido a su padre y que su madre parecía quebrada para siempre, aceptó su ayuda a pesar de que había jurado que no volvería a pedirle un favor en su vida. Semanas más tarde, cuando regresaron a Buenos Aires, Riglos volvió a tenderle una mano cuando la defendió a capa y espada contra la malicia de amistades y parientes.

—Me dijo María Pancha que el doctor Pereda vino a verla hoy de nuevo —comentó Laura.

Magdalena se limitó a asentir sin despegar la vista de la labor.

—En la tertulia de doña Joaquina no la dejó ni a sol ni a sombra —insistió—. Resulta evidente que la corteja.

Esta vez Magdalena dejó el bastidor y, simulando fastidio, clavó la mirada en la de su hija.

—Me pregunto si me permitirás terminar el traje de Romualdito. ¿No tienes nada que hacer? Siempre estás atareadísima, de aquí para allá con tus compromisos y asuntos, jamás tienes tiempo para cruzar dos palabras con tu madre. Hoy, de todos los días, te interesas por el doctor Pereda.

—Me intereso por usted.

—Nazario y yo somos buenos amigos, eso es todo —concluyó Magdalena, y retomó el bordado.

—¿Qué hará si
Nazario
intenta besarla?

—¡Laura! —se escandalizó Magdalena, y apretó los labios para ocultar una sonrisa. Su hija había sido ingobernable a los diez años, no pretendería encarrilarla a los veintiséis.

—¿Qué le dirá si le propone matrimonio? —tentó Laura, convencida de que su madre jamás respondería la pregunta anterior.

—Que no, por supuesto.

—¿Por qué no? Es un caballero, culto, refinado, agradable. A pesar de sus años, se conserva en inmejorable estado. Es diplomático —añadió—, viajaría por Europa, acompañándolo. ¿No es ésa una virtud insuperable del buen doctor Pereda?

—Sabes que
esas
virtudes me tienen muy sin cuidado. Son otras cualidades las que valoro.

—Hubo un tiempo —habló Laura, luego de una reflexión— en que me habría conformado con un rancho si hubiese podido compartirlo con quien amaba.

Si bien Magdalena jamás le reprochó la escapada a Río Cuarto, deliberadamente había obviado el tema del romance con el indio y el escándalo con el coronel del Fuerte Sarmiento. Sin palabras, había quedado claro entre ellas que Magdalena no quería saber. Inopinadamente, Laura traía el recuerdo a la palestra, y Magdalena no logró simular el embarazo. Carraspeó, nerviosa, y se puso de pie. Encendería la lámpara a gas, ¿verdad que últimamente oscurecía más temprano?, estaba forzando la vista en vano. Laura siguió la figura todavía esbelta de su madre. Una sonrisa lastimera le entristecía el semblante mientras pensaba que Magdalena Montes jamás aceptaría que su única hija se había entregado a un indio, y no importaba un ardite cuánto lo hubiese amado.

Magdalena volvió a la silla y suspiró:

—Insisto —dijo Laura— debería reconsiderar el cortejo del doctor Pereda. Como padrastro, me resulta sumamente aceptable. Es encantador.

—Siempre pretendes salirte con la tuya. Siempre te sales con la tuya —remarcó Magdalena.

—Eso también lo dice la abuela Ignacia.

—Será que me estoy volviendo un poco vieja y cascarrabias como ella. Ya verás, hija, llegará el día en que le darás la razón a tu madre en todo cuanto te dijo y aconsejó. Pero quizás ya no la tengas a tu lado.

María Pancha llamó a la puerta y pidió unas palabras con Laura. En el corredor le extendió una esquela. Laura la abrió y vio los dos números garabateados por el coronel Artemio Gramajo.

—Su mujer está de regreso —anunció María Pancha—. Esta mañana la vi entrar en la casa que ocupan, ésa que le alquilan a don Francisco Madero en la calle de Suipacha. Y escuché que tu tía Soledad decía que se la había encontrado en la misa de San Nicolás.

El comentario desorientó a Laura, que jamás había reparado en Clara Funes. Su relación con Roca empezaba y terminaba en la casa de Chavango, y lo que cada uno hacía fuera de ese sitio carecía de importancia para el otro. Por esto mismo la había contrariado el comportamiento del general en lo de doña Joaquina. De rebato y sin justificación, Roca había violado esa pauta implícita, poniendo en riesgo incluso su propia carrera.

Sacudió los hombros y marchó a su dormitorio. En breve, Ciro Alfano, el ayudante de Mario Javier, vendría a buscar sus escritos para el próximo número de
La Aurora
y debía aprontarlos.

CAPÍTULO V.

La despedida

Laura intentó dejar la cama, pero Roca la tomó por la muñeca y la obligó a regresar. La cubrió con su cuerpo y, mientras le pasaba un dedo por la curva de la ceja, varios tonos más oscura que el cabello, la miraba reconcentradamente. Cierta vacilación en los ojos pardos del general la salvó de desestabilizarse como de costumbre cada vez que la contemplaba de ese modo.

—Dicen que eres peligrosa —pronunció Roca—, que volviste loco a Riglos cuando sólo tenías trece años y que Lahitte todavía no se repone por haberte perdido. Dicen también que, inexorablemente, es desdichado el hombre que te ama.

—Pero como ése no es su caso, general —apuntó Laura, mientras intentaba desembarazarse—, nunca podrá culparme de hacerlo desdichado.

Esta vez la mirada de Roca la turbó, y la fuerza con la que la sujetó la dejó inmóvil bajo su peso.

—Siempre eres mordaz conmigo —le reprochó—. A veces creo que me odias porque sabes que nada me detendrá en mi plan para arrojar del desierto a los indios que tanto defiendes en
La Aurora.

Laura le dispensó una mirada perpleja. Se suponía que jamás abordarían el tema de los indios, menos aún en ese sitio y en esas circunstancias. Lo juzgó un golpe bajo, y se puso de malhumor. Si él tocaba el tema, ella también lo haría.

—Años atrás mi hermano me dijo que el indio no es feliz sino en la Pampa porque en el fondo sabe que en cualquier otra parte será despreciado e insultado. Tú, Julio, te has propuesto arrebatarles la tierra, el último baluarte que les queda, y te importa bien poco qué será de ellos dónde irán, de qué vivirán. Después de todo —expresó—, ellos también son gente.

Roca tenía mucho para objetarle; avezado en el tema, se hallaba en posición de refutarla hábilmente. No había ganado la batalla en el Congreso el año anterior y conseguido la aprobación de la famosa Ley 947 vacilando y mostrándose inseguro. Por el contrario, sus razonamientos, categóricos e irrebatibles, le habían granjeado la confianza y admiración de la opinión pública. En ese momento, habría dado cualquier cosa por ganarse la confianza y la admiración de la mujer que yacía debajo de él. Había cometido una torpeza al mencionar la campaña militar contra los indios del sur; lo había hecho movido por celos y rabia; lo ponía de malas que Laura se embanderara en la defensa de esos salvajes a quienes él consideraba irredimibles. De todos modos, prefirió cambiar de tema. No pelearían antes de despedirse.

—Ayer di órdenes para cumplir con lo que tu hermano me solicitó en su última carta. Los uniformes nuevos y la paga llegarán a Río Cuarto por tren la semana que viene y, por expreso mandato mío, serán entregados al padre Escalante, quien se hará cargo de repartirlos. Le envío también algunos pesos para gastos que él juzgue necesarios.

Laura interpretó la tregua y, aunque no abordaría el argumento nuevamente, se propuso decir algo que suavizara la acrimonia de segundos atrás sabía que Roca ayudaba a Agustín simplemente porque era su hermano.

—Eres un buen hombre, Julio, y te respeto a pesar de que discrepamos en muchas cuestiones. Sé que llevas a cabo tus propósitos guiado por principios y convicciones claros y firmes. Sé también que amas a tu país y que haces lo que haces pensando en su grandeza y prosperidad. No son muchos los que pueden jactarse de algo así. Eres un hombre de discernimiento, y estoy segura de que llegarás a donde te has propuesto.

—Es cierto —habló Roca, la voz profunda y baja—, amo a la Argentina. La conozco como nadie, palmo a palmo. La he recorrido de norte a sur y de este a oeste. Y en poco tiempo me adentraré en esa zona a la que muy pocos se han animado —recalcó, porque no conseguía someter el despecho que aún lo dominaba—, y le daré a la República una tierra que quizás oculta grandes riquezas ahora desaprovechadas.

Laura no replicó. Desde un punto de vista racional, Roca estaba en lo cierto: anexar las tierras del sur a un país que pujaba por crecer resultaba no sólo lógico sino acertado. Pero ella no podía apreciarlo desde un punto de vista racional.

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