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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (7 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Sin quitarse el sombrero y los guantes, Laura se acomodó en la mecedora y contempló el cuadro de colores que componían los rosales de su abuela en el jardín. Soltó un suspiro y se dejó llevar por lo vivido en la casa de la calle Chavango apenas dos horas atrás. Tan seguro había estado el general Roca, que la condujo a la habitación y la desvistió sin pronunciar palabra. A medida que sus prendas regaban el piso, el deseo de pertenecerle la despojaba de los últimos vestigios de vergüenza y pudor. La pasión que evidenciaba ese hombre la convencía de que en ese instante nada le parecía más hermoso que ella, que su cuerpo y que el placer que iba a procurarle

Temía que si el general le pidiese que volviera a él, ella lo haría, a pesar de que en ese instante no podía deshacerse de ese ridículo sentimiento de culpa. «Él ya no existe, tanto como no existe el pasado. No lloraré, no recordaré; en cambio, trataré de pensar en los besos del general, en sus palabras susurradas, en su seguridad, en su fuerza. Me sobrepondré. Mi vida seguirá. Él ya no existe. No existen sus besos ni sus caricias, nuestras noches de pasión se esfumaron al amanecer, la mañana a orillas del río Cuarto quizás fue un sueño, y nuestras conversaciones y discusiones tal vez nunca las sostuvimos. ¿Por qué me tiemblan los labios, por qué se me nubla la vista?».

CAPÍTULO IV.

Dos números en un billete

Les resultaba fácil encontrarse sin levantar sospechas. Roca, con su familia en “Santa Catalina”, gozaba de gran libertad, mientras Laura, sola en la casona de la Santísima Trinidad, con María Pancha como cómplice, disponía de su vida como mejor le placía. La falta de gente en Buenos Aires debido a los meses estivales facilitaba aun más las citas. No había tertulias ni fiestas, los hombres prácticamente no frecuentaban los clubes y cafés, y las mujeres no se juntaban a tomar el té o a jugar al tresillo.

De todos modos, Roca y Laura se mantenían precavidos. Gramajo escribía dos números en un billete, uno indicaba el día y el otro la hora del encuentro, y lo hacía llegar con un cadete del ministerio en quien confiaba los asuntos más reservados del general. Laura tomaba un coche en la Plaza de la Victoria, a veces el
tramway
, y viajaba hasta la Recoleta, a la casa de la calle de Chavango, con prendas poco ostentosas y una pamela amplia que le velaba parte del rostro.

Para sorpresa de Laura, la segunda invitación llegó sólo dos días después. Habría declinado, pero María Pancha la conminó a aceptar, persuadida de que sólo un hombre con la decisión y autoridad de Roca ayudaría a Laura a sacudirse el sopor que la abrumaba desde hacía seis años. Con el tiempo, Laura debió reconocer que ese general tucumano que se había abierto camino a codazos en la sociedad porteña y que había conseguido de la viuda de Riglos lo que ningún otro, le gustaba y mucho. Su mayor atractivo radicaba en que no encarnaba el típico mequetrefe de ciudad, el currutaco acostumbrado a los lujos y comodidades de las mansiones porteñas, a los mimos de las señoras o a las lisonjas de las solteronas, sino a un hombre fraguado en la pobreza provinciana y en el campo de batalla, que así como ahora departía con soltura entre la flor y nata de la sociedad de Buenos Aires, comía menús franceses y bebía vinos del Rin y champaña, pocos meses atrás había mateado con soldados rasos, comido con las manos y dormido en un catre lleno de pulgas. En este sentido, su repertorio de anécdotas y experiencias era inagotable, y Laura se daba cuenta de que a Roca le gustaba compartirlas con ella. Adoraba a su tropa y se hallaba consciente de que, parte del éxito del que gozaba, se lo debía a esos chinos uniformados que habían obedecido sus mandatos ciegamente.

Para otros temas, Roca adoptaba un estilo cáustico y filoso, en especial cuando se refería a sus contemporáneos, aunque la veta humorística no le faltaba. Siempre circunspecto y ceñudo, pronunciaba epigramas dignos de Sarmiento que la hacían reír. De plano obviaban el tema de los indios del sur. Para Laura, una conversación con Roca se asemejaba a un partido de ajedrez. Las palabras debían meditarse primero y pronunciarse con cuidado después, como quien mueve las piezas sobre el tablero en busca del jaque mate. Sus modos de hacer política se le estaban haciendo carne, y aplicaba sus tejes y manejes a un simple diálogo después de haber hecho el amor. Sus miradas sibilinas, sus expresiones indefinibles, sus crípticas muecas, se convertían en un desafío. Una tarde, luego de discutir acerca de la no tan acertada relación entre él y el presidente Avellaneda, Laura se sinceró al expresarle que quizás, él inspiraba miedo y desconfianza porque siempre parecía ocultar algo, le dijo también que ella tenía la impresión de que sus palabras y el sentido que les confería no siempre iban de acuerdo, y que era un ejercicio agotador tratar de descifrar el verdadero significado de sus declaraciones. Roca, con una sonrisa artera en los labios, le repitió una frase de Luis XI, pronunciada en el siglo XV: «Quien no sabe disimular no sabe reinar».

—Ya veo entonces —enfatizó Laura—, que te has propuesto reinar.

Roca le sostuvo la mirada largamente, pero no le contestó. Luego, la tumbó sobre la cama y volvió a tomarla.

La primera semana de marzo, Roca y Laura se vieron todos los días. El general la citaba a cualquier hora, incluso de noche, lo que nunca anteriormente. Laura lo juzgaba una imprudencia, Buenos Aires no estaba tan quieta como en febrero. Con la casa de la Santísima Trinidad llena de gente de nuevo, le resultaba difícil moverse libremente. Sus supuestas visitas al Monte Pío, al orfanato, a la Sociedad de Beneficencia y a la editora la encubrirían durante algún tiempo, pero no las esgrimiría de continuo sin riesgo a levantar sospechas. En cierta forma, la excitaba ese juego, la hacía sentir viva, incluso a veces se olvidaba de las consecuencias.

Así como parco y reticente en saraos y reuniones, Roca era generoso e intenso en la cama. Parecía que sus manos habían sido diseñadas para el amor. Su destreza como amante se comparaba con su habilidad para lucubrar estrategias políticas, y Laura intuía que en ninguno de los campos existían conquistas imposibles para él.

Don Goyo y doña Joaquina Torres, de regreso de sus vacaciones en el campo, inauguraron la temporada del 79 con una de sus afamadas tertulias. La calidez del matrimonio Torres convertía esas reuniones en las predilectas de la sociedad porteña. Las principales autoridades de gobierno, los ministros extranjeros, los viajeros destacados, los artistas y las personalidades de todo orden contaban entre los invitados. Se comía y se bebía de maravilla, se discutía de política y se intercambiaban chismes y recetas, se planeaban estrategias y planes de gobierno y se comentaba el próximo matrimonio o el nuevo nacimiento, en un ambiente de cordialidad y distensión que algunos buscaban como un refugio en esos tiempos turbulentos de Buenos Aires.

El general Roca llegó acompañado de su edecán, el coronel Gramajo, y de Eduardo Wilde, su amigo de la infancia. Luego de saludar a los anfitriones, paseó su mirada buscando la única cara que anhelaba ver esa noche. Pero no la encontró. Se inclinó sobre Gramajo y refunfuñó:

—¿Dónde está? ¿Acaso el coche que vimos en la puerta no era el de los Montes?

—De seguro, general. El cochero vestía la librea con los colores de la familia. De hecho, mire, ahí están sus abuelos y sus tías. Su madre, allá, con el doctor Pereda.

Roca se concentró en Magdalena Montes, exuberante en un vestido de brocado azul marino que le exaltaba el rubio del cabello, suelto sobre los hombros. Un candoroso rubor en las mejillas le confería el aspecto de una jovencita a pesar de que había pasado los cuarenta hacía tiempo. A Roca lo maravilló el parecido con Laura.

El ministro de Guerra y Marina puso pie en el salón principal y de inmediato lo rodearon militares y funcionarios ávidos por conocer los avances de su campaña al desierto. Como cada vez que se discutía acerca de regimientos, armas, municiones y estrategias militares, el ministro de Guerra se olvidó de cuanto acontecía y habló de su campaña que prometía ser una epopeya. No obstante, Roca sabía que las últimas expediciones de Racedo, Teodoro García, Freyre, Levalle y Vintter le habían allanado el camino, y así lo hizo constar. No le gustaba llevarse laureles ajenos.

—No se fíe, general —señaló el joven Estanislao Zeballos—. Todavía quedan caciques muy bravos. Baigorrita es uno de ellos y, del tal Kpumer, el hermano menor de Mariano Rosas, se dice que es la piel de Judas.

Al moverse para confrontar a su interlocutor, el general Roca quedó en suspenso al ver a la viuda de Riglos que hacía su ingreso en el salón de doña Joaquina del brazo de Cristian Demaría. Roca no era el único que la miraba con cara de pavo. Descollaba en su traje de seda color
champagne,
según la opinión de madame Du Mourier, a pesar de que María Pancha insistía en «qué champán ni champán, es dorado». A nadie pasó por alto que esa noche su tradicional trenza en forma de tiara sobre la coronilla iba embellecida con topacios, mientras el resto del cabello, como cascada de bucles, le bañaba la espalda hasta más allá de la cintura. Llevaba una mantilla de gasa traslúcida que le descansaba sobre los hombros. Inconscientemente, Roca apretó los puños cuando Demaría la desembarazó del chal y, sin necesidad, le rozó la piel.

Un momento más tarde se retomó el hilo de la conversación, pero Roca ya no participaba con el mismo interés. Su atención se concentraba en Laura Escalante y su majestuosa aparición del brazo de otro, el mismo al que había consolado en ocasión de la ceremonia en la capilla de Santa Felicitas, él nunca se olvidaba de una cara.

Laura, escoltada por Cristian Demaría, saludó a los invitados, divertida porque algunos no se molestaban en ocultar sus emociones. Sabia quiénes la criticaban por el último capítulo de
La verdad de Jimena Palmer
o por el escote del vestido, y quiénes deseaban poner sus manos en torno a su cintura, quizás más abajo. Se movía con impudicia, consciente de lo que su presencia provocaba. El brillo de su pelo y de su vestido y la fragancia de su perfume dejaban estelas a su paso. Con respecto a Cristian Demaría, se sentía cómoda a su lado, un caballero en todo sentido, aún platónicamente enamorado de Felicitas. Cristian marchó a saludar a sus tíos Guerrero, y Laura, para escaparse de Alfredo Lahitte, se evadió hacia el comedor. Cerca de la mesa de comidas, encontró al coronel Gramajo.

—Buenas noches, Artemio —saludó, con sincera alegría—. Sabía que lo encontraría aquí.

—Buenas noches, señora Riglos. ¿Hace falta que le diga que es usted la más hermosa de la tertulia?

—Hace falta, Artemio, porque el suyo será el único halago sincero y bien intencionado que reciba esta noche.

—Usted es demasiado inteligente para prestar atención a lo que dice o piensa la gente. Vea, pruebe estos bocaditos con caviar. ¡Mmm! Uno no podría creer lo sabrosas que son estas pelotitas negras. ¡Ah, y no deje de lado esos camarones! La salsa es extraordinaria.

Comieron y conversaron como viejos amigos hasta que el coronel adoptó una actitud confidente para expresar:

—El general armó tremenda rosca esta mañana cuando usted le mandó decir que no lo vería en la casa de la calle de Chavango hoy por la tarde. El vendaval debí soportarlo yo sólito. Y el malhumor que vino después también. Él pobre anda con algunos problemas, además.

—¿Problemas? —se intranquilizó Laura.

—Problemas con la organización de la campaña. Todo el mundo parece empeñado en complicarle la vida al pobre general.

La conversación se interrumpió cuando Cristian le recordó a Laura su promesa de bailar con él la primera pieza. Los músicos templaban los instrumentos y, a continuación del golpeteo de la batuta sobre el atril, un sinfín de acordes inundó la sala con un vals de Tchaikovsky. Al finalizar, Laura se excusó y marchó a los interiores de la casa. Entró en la primera habitación y pasó al tocador, donde se refrescó y perfumó, se retocó el maquillaje y acomodó algunos mechones que se habían desajustado en el frenesí de la danza. Al regresar a la habitación, se topó con Roca.

A Roca le sentaba magníficamente su uniforme azul, embellecido con medallas, galones dorados y el sable; le confería el porte de un príncipe austrohúngaro. Usaba el cabello peinado hacia atrás y se había recortado la barba y el bigote. Presentaba un aspecto muy cuidado, aunque carente de vanidad o afectación. Con respecto a sus amplias entradas, que profetizaban una calvicie prematura, Laura las encontraba atractivas y sugerentes después de que María Pancha le informó que se consideraban indicio de un carácter lujurioso. Tuvo deseos de él, pero se cuidó de mostrarlo.

—Buenas noches, general —saludó con indiferencia y, mientras caminaba hacia la puerta, se calzaba los guantes.

Roca le salió al cruce, la aferró por el brazo y le hundió los dedos en la carne.

—¿Por qué no fuiste hoy a la casa de Chavango?

—Tenía otro compromiso.

—¿Con quién?

—Hace tiempo que dejé de dar explicaciones, Julio.

—No vuelvas a bailar con ése —le ordenó cerca del rostro.

—¿Por qué no? —lo acicateó Laura.

—¡Porque yo lo digo, carajo!

Laura se asustó, pero de inmediato eligió una expresión más estudiada.

—Vaya, general, que se ha vuelto usted muy osado e imprudente. Cuidado, no soy yo la que tiene qué perder aquí.

Roca no estaba para acentos burlones o majaderías. La aferró por la nuca. Se miraron intensamente antes de que el general le cubriera la boca con labios implacables. A punto de terminar en la cama, Laura escuchó la voz de doña Joaquina en el corredor.

—¡Es doña Joaquina! —jadeó, e intentó deshacerse de las manos del general.

Roca la soltó y se evadió al tocador. Laura se contempló en el espejo y trató de volver la trenza a su lugar y rearmar los bucles, sin éxito encontró a doña Joaquina en el umbral.

—¡Estabas aquí, querida! —se sorprendió la anfitriona, que, junto a una doméstica, buscaban el abrigo de doña Agustina Mansilla— El pobre de Cristian anda como perdido sin tu presencia en la sala.

—Vine a retocarme el maquillaje —explicó Laura.

—Volvamos a la fiesta —sugirió la dueña de casa, a la sirvienta le indicó—. Ésa, Marta, la esclavina de merino gris.

El general Roca siguió con extrema atención el diálogo en la habitación contigua. Al escuchar que la puerta se cerraba y que la estancia quedaba en silencio, se adecentó rápidamente y salió. Mientras recorría el pasillo hacia la sala, cavilaba acerca del arrebato que lo había convertido en un energúmeno, del disparate que había estado a punto de cometer. Los celos lo habían obcecado, enajenándolo de la sensatez de la que se jactaba. Había perdido el control, algo que nunca se permitía. Algo que no se perdonaba.

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