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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (46 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Sí, lo sé —dijo ella, con pasión.

—Pero el dolor de mi gente es una cruz con la que no sé cómo lidiar. Culpa, rencor, impotencia, muchos sentimientos se entremezclan y me dejan vacío el corazón y la cabeza. No sé qué hacer.

—Nahuel, amor mío, tú mismo me dijiste años atrás que algún día llegaría el fin de la guerra entre cristianos y ranqueles, y que ese día sería cuando uno de los dos bandos aplastara al otro. Me atrevo a decir que incluso sabías que tu gente sucumbiría ante el poderío del blanco. No te achaques culpas que no te corresponden. El sufrimiento de tu pueblo no es tu culpa. El destino de los pampas se selló años atrás.

—¡Yo los abandoné, Laura, cuando más me necesitaban!

—¡Eso fue por
mi
culpa, Nahuel, no por la tuya! —pronunció, y Nahueltruz se retiró como empujado por la vehemencia de ella—.
Mi
culpa —repitió—, no la tuya. Yo te arruiné la vida. Jamás debería haberte amado porque sabía que nuestros mundos no se entenderían. Es mi culpa, culpa de este amor tan inmenso que siento por ti. No debería haberte amado, Nahuel ¡Mira cómo has sufrido! ¡Mira cómo sufres aún! ¡Oh, Dios mío!

Guor apoyó el cuadro contra la pared y aferró a Laura por los brazos.

—No es tu culpa, Laura —dijo con firmeza—. ¿Cómo piensas que es tu culpa? Yo pude haberme quedado en Tierra Adentro luego de lo de Racedo bajo el amparo que me brindaban mi tierra y mi padre y, sin embargo, elegí partir. Otras cuestiones me llevaron a hacerlo.

—¿Qué otras cuestiones excepto poner la mayor distancia entre tú y la mujer pérfida que te había abandonado?

—No digas eso. Y no vuelvas a culpar a nuestro amor, que es lo más grande que tengo. No quiero volver a escucharte decir que no deberías haberme amado. Si no me hubieses amado me habrías sumido en un infierno mil veces mayor que el que me tocó vivir. Basta. De este tema no hablaré más. No debí mencionarte los escrúpulos que albergo respecto de volver a ver a mi tío Epumer.

—¿Y a quién mencionarías tus escrúpulos si no a mí, tu mujer?

—¡Ah, mi mujer! —repitió él—. Escuchar esas palabras de tus labios me hace olvidar todo aquello que me atormenta.

Se besaron, y Nahueltruz sintió en su boca el gusto salobre de las lágrimas de Laura.

—Cuando regrese de Martín García, nos casaremos. No tenemos por qué seguir esperando. Seis años han sido demasiado.

—Lo anunciaremos después de la boda de mi madre —manifestó Laura, que debía resolver varias cuestiones antes de anunciar su matrimonio con otro que no fuera lord Leighton.

En el despacho de Roca, Laura se encontró con el mismo amanuense de la vez anterior, que volvió a ruborizarse y a mirarla con ojos apreciativos. El muchacho le indicó que tomara asiento y que aguardase unos instantes; el general la recibiría apenas terminara la reunión con el coronel Gramajo. Laura tomó asiento y se dispuso a esperar. Desde lejos llegaban los sonidos de una manifestación que avanzaba desde la Plaza de la Victoria. Se trataba de los rifleros camino al Tiro Nacional. Las vociferaciones y los disparos al aire los alcanzaban con mayor nitidez a cada momento. Resultaba evidente que planeaban pasar por el Ministerio de Guerra y Marina.

—Estamos acostumbrados a este bullicio —comentó el amanuense.

Se abrió la puerta del despacho y aparecieron Roca y Gramajo.

—¡Señora Riglos! —exclamó el coronel, visiblemente complacido.

—Artemio, ¿cómo está usted? —dijo Laura, y le extendió la mano.

—¡Qué placer! —volvió a exclamar—. Lamenté mucho su ausencia en la fiesta del Pohteama.

—Debí ausentarme de la ciudad —explicó evasivamente, sin mirar a Roca.

—Señora Riglos —dijo el general, y le dio la mano—. Espero que no haya tenido que aguardar mucho tiempo.

—No, no, general. Acabo de llegar.

Artemio Gramajo se despidió y marchó hacia su oficina. Antes de indicarle a Laura que entrase en su despacho, Roca le pidió al amanuense que trajera café. Cerró la puerta y, sin palabras, indicó a Laura un sillón. Él se sentó frente a ella.

—Supe que atentaron contra tu vida.

—¿Te afligiste? —preguntó Roca, sin ocultar su hostilidad.

—Por supuesto. Sabes que todo lo que concierne a tu vida no me es indiferente. Eres mi gran amigo, ya te lo he dicho en el pasado y te lo repito ahora.

—Amigo —repitió el general, y se calló porque el amanuense entró con el café. Lo sirvió y se retiró luego de una breve inclinación.

—¿Cómo están tus hijos?

—Bien, gracias.

—¿Tu familia no corre peligro? Me refiero —aclaró Laura, ante el ceño de Roca— a si no sería prudente sacarlos de Buenos Aires hasta que la convulsión se aplaque.

La turba ya había pasado por debajo de la ventana del despacho del ministro. No se habían producido disparos, sólo se habían vociféralo algunos improperios que no inmutaron al general. Quizás, la presencia de soldados a las puertas del Ministerio había disuadido a los rifleros de continuar hacia el Tiro Nacional sin mayor escándalo.

—Probablemente —admitió Roca—, sería prudente que yo dejara la ciudad.

—¿Estás pensando en renunciar al cargo de ministro?

—En algún momento tendré que hacerlo para ocuparme de la campaña.

Sorbieron el café en silencio. Laura apoyó la taza sobre una mesita y miró fijamente a Roca.

—¿Por qué rechazas mi amistad, Julio?

El general soltó un suspiro y se acomodó en el sillón con la actitud de quien abandona la lucha.

—No rechazo tu amistad, Laura. Simplemente, me cuesta verte como amiga después de lo que vivimos.

—Entiendo.

Laura se puso de pie, y Roca la imitó.

—En realidad, hoy quise verte —explicó ella— para comprobar con mis propios ojos que estabas bien y además para agradecerte el permiso para visitar al cacique Epumer en Martín García.

—Debo decirte —habló Roca, y su acento sonó menos hostil— que el senador Cambaceres se mostró muy sorprendido ante mi interés por gestionar el salvoconducto. Me excusé en mi amistad con el padre Agustín Escalante y pareció satisfecho, pero cuando le pedí que no mencionara mi intervención, se sorprendió más aún. ¿Sabes cuándo irá Rosas a ver a su tío?

—Partió esta mañana.

—Ustedes reanudaron sus relaciones, imagino.

—Sí —dijo Laura.

—Me alegro por ti, porque sé que has sufrido.

—Gracias, Julio —y le tomó la mano, emocionada.

Roca le aferró el brazo y la atrajo hacia él. Se abrazaron, y Laura repitió «gracias, Julio, gracias», hasta que se le anudó la garganta. Roca la separó de sí y le dio una palmada en la mejilla con la actitud de un padre benevolente.

—Si vamos a ser amigos —expresó—, tendremos que aprender a despedirnos sin tanto dramatismo.

Laura rió, y Roca debió sofocar la oleada de deseo que le provocó. Tenerla cerca y no poder besarla se convertía en una tortura segundo a segundo. Por suerte Laura dijo que se marchaba.

—Cualquier cosa que necesites, Julio (y, cuando digo «cualquier cosa» me refiero a cualquier cosa), quiero que me lo hagas saber. Siempre contarás con mi ayuda.

—Me pregunto —dijo Roca, apelando al sarcasmo nuevamente— qué diría Rosas si supiera de nuestra amistad.

—No la aprobaría, por cierto.

—Entonces, éste será nuestro secreto —y la besó en los labios, dulcemente, sin vestigios de las pasiones que lo habían alterado desde que lo alcanzaron los cotilleos que tenían a Laura y a Rosas por amantes; permanecía tranquilo incluso después de haber recibido la confirmación de ella. No quería perderla, se conformaba con la amistad ofrecida. De alguna manera, la vida se encargaría de reencontrarlos.

Roca abrió la puerta y salieron. En el recibo, conversando con el amanuense, estaba el senador Cambaceres. Laura se puso nerviosa y palideció, y enseguida sintió que Roca le apretaba el brazo, quedó claro entre ellos que sería el general quien manejaría la situación.

—Buenos días, general —dijo Cambaceres, y se aproximó—. Señora Riglos, un placer verla. Hacía tiempo que no tenía la suerte de estrechar su mano.

Cambaceres no lucía en absoluto sorprendido de encontrársela allí, por lo que Laura dedujo que el amanuense lo habría puesto en autos.

—¿Usted también hace de embajadora del padre Agustín?

—Exactamente —dijo Roca—. Pero le explicaba a la señora Riglos que su viaje hasta aquí fue en vano pues el salvoconducto para visitar al cacique Epumer fue emitido días atrás.

—Sí, sí —ratificó Cambaceres—. El señor Lorenzo Rosas, gran amigo de su hermano según entiendo, viajará a Martín García y lo visitará para conocer en qué situación se encuentra. Cuando le escriba al padre Agustín, señora, cuéntele que la posibilidad de entrevistar al cacique Epumer se la debemos al general Roca que,
motu proprio,
gestionó y consiguió los añorados papeles.

—Me enteré por terceras partes —explicó Roca— del deseo del padre Agustín de visitar a Epumer Guor e hice lo que cualquier buen cristiano habría hecho: ayudarlo. Jamás podría negarle un petitorio a un misionero de la talla del padre Escalante, merecedor de todo mi respeto y admiración. Siempre que he podido lo he ayudado.

—Y para nada cuentan las divergencias que existen entre usted y él en materia de indios —comentó Cambaceres.

—Para nada —aseguró el general—. Me resulta admirable la abnegación del padre Agustín por esas gentes cuando yo les tengo tan poca paciencia.

—Gracias por haberme recibido —habló Laura por primera vez—, y gracias por haber concedido a mi hermano lo que tanto quería.

Se despidieron. Roca y Cambaceres entraron en el despacho. Volvieron a tocar efímeramente el tema de la visita a Martín García y de inmediato se zambulleron en cuestiones más relevantes, entre ellas, las próximas elecciones de legisladores.

CAPÍTULO XXV.

Los prisioneros de Martín García

Le dijeron que la niebla tan espesa era común a esas horas tempranas, y que poco a poco remitiría y comenzarían a divisar el horizonte. Por el momento, Nahueltruz no podía verse la mano. Estaba frío en cubierta y buscó refugio en la cabina. Mientras navegaba a ciegas, el capitán le dijo que había realizado ese viaje tantas veces como para perder la cuenta, que conocía el río y sus secretos de memoria, y que podía llegar a cualquier punto de la Banda Oriental con los ojos cerrados. Nahueltruz se limitó a asentir con la cabeza. El capitán, propenso a la charla, habló de Martín García.

Los primeros presos de la isla (desertores del ejército) databan de 1765. Desde ese momento, estuvo relacionada con funciones militares, en especial por su conveniente posición estratégica. Tiempo más tarde llegaron delincuentes comunes que, junto a los otros, desarrollaban trabajos forzosos como mantener a raya la vegetación, picar piedra de las canteras para empedrar las calles de Buenos Aires, fabricar ladrillos y construir fortificaciones, baterías y casamatas. Según el capitán, en aquellos años del siglo XVIII las condiciones de los presos habían sido paupérrimas. Variadas enfermedades asolaban la isla. La vestimenta inadecuada o la falta de ella, la mala alimentación y las ratas contaban entre las principales causas.

—La cosa ha mejorado —explicó el capitán—, pero no se crea que mucho. El año pasado tuve que traer a Buenos Aires a varios presos con fiebre tifoidea. Todos murieron.

Horas más tarde, la niebla se había disipado. A la distancia, la isla presentaba un aspecto selvático y solitario. Al momento de atracar, sin embargo, las construcciones comenzaban a divisarse. La fortificación, construida a mediados del siglo XVIII, era el primer edificio que se veía. En contra de su apariencia de isla solitaria e impenetrable, en tierra se apreciaba un considerable movimiento.

Guor presentó el salvoconducto a dos soldados que, luego de leerlo atentamente, le hicieron preguntas relacionadas con el motivo de su visita. El capitán de la corbeta ofreció acompañarlo a la única pulpería donde hallaría alojamiento.

—A menos —expresó el capitán— que desee regresar hoy mismo. Mi corbeta zarpa apenas terminemos de cargar adoquines y ladrillos, alrededor de las cinco de la tarde.

—Gracias, pero creo que me quedaré dos o tres días.

—Serán cuatro —aseguró el capitán—, pues ése es el tiempo que tardaré en regresar con carne y alimentos.

—Cuatro, entonces —dijo Guor.

La ansiedad llevó a Nahueltruz a arreglar con el pulpero, sin regatear, una habitación y agua caliente para bañarse todas las noches, a pesar de que le pidió una fortuna. Sólo entró en la habitación para dejar su bolso de cuero y cambiarse. Camino a la prisión, debió presentar varias veces el salvoconducto antes de que lo condujeran al patio. Estaba vacío excepto por un hombre que, sentado sobre un tocón, tallaba un pedazo de madera: su tío. Se trataba de una imagen recurrente de su niñez, Epumer tallando madera en la enramada de su rancho, muchas veces haciendo un juguete para sus hijos o sobrinos.

Aunque Epumer fijaba sus ojos en la pieza de madera, Nahueltruz estaba seguro de que se había dado cuenta de que alguien se aproximaba. Apenas se distinguía su perfil, oscurecido por un manto de sombra, pero sin duda se trataba de él, de su tío, el hermano menor de su padre, el último de la dinastía de los Zorros. El corazón le palpitó con rapidez.

Saludó en araucano.

—Mari-mari
—dijo, y aguardó a unos pasos.

Epumer movió el rostro hacia el costado y miró fijamente a quien interrumpía su labor. Nahueltruz permaneció mudo, estudiando ese rostro tan familiar, tan paradójicamente ajeno, agradeciendo, al mismo tiempo, el buen tino de haber comprado ropas sencillas en vista de los harapos que mal cubrían a su tío. Epumer llevaba en la frente una vincha de henzo que alguna vez había sido blanca. Los cabellos, duros y rectos como clavos, le rozaban los hombros. Sus facciones, aunque no eran oscuras sino rosáceas, le parecieron más toscas e inacabadas de lo que recordaba, la nariz lo impresionó especialmente, del color del hígado y con excrecencias a causa de la bebida. Se trataba de un hombre bajo, aspecto que siempre había contrastado con los otros hombres de la dinastía Guor, y más bien gordo. Como solía ocurrir con los de su raza, resultaba difícil calcularle la edad, pero Nahueltruz juzgó que debía rondar los sesenta y cinco años. Sus ojos verdosos, iguales a los del cacique Parné, se habían apagado; ya no brillaban con la vivacidad y fiereza de la juventud. Nada quedaba del guerrero que, con valor casi demente, se había puesto al frente de sus lanceros en batallas y malones. Nahueltruz sufrió una fuerte desilusión No obstante, sonrió al decir:

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