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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (44 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Debe de haberse tratado de una experiencia abominable.

—No es así como la recuerdo —indicó Mario

—¿No contamos esta noche con la exquisita presencia de su patroña, la viuda de Riglos? —preguntó Zeballos, tras una incómoda pausa.

—No —respondió Javier, sin preocuparse por negar que la señorita Laura era la dueña de la editora. Medio Buenos Aires lo sabía.

—Me pregunto qué le habrá sucedido —insistió Zeballos—. Ella se muestra afecta a este tipo de acontecimientos sociales.

—Está de viaje.

—Ah, de viaje. Tampoco veo —prosiguió Zeballos, mirando en torno— al señor Rosas, que tan oportuno fue en ocasión del ataque de Lezica. ¿Estará él también de viaje?

—¿Es cierto —preguntó Cañé a Zeballos— que te presentarás en las próximas elecciones para diputados?

La conversación regresó a la controversia política y nadie volvió a mencionar a la viuda de Riglos o al señor Rosas. Mario Javier, sin embargo, siguió preguntándose si la coincidencia remarcada por Zeballos sería tal.

La celebración en el Pohteama, según sus organizadores, fue un éxito. Se bebió, se comió, se conversó, se bailó y se leyeron panegíricos que los invitados aplaudieron calurosamente. De regreso en su casa, mientras se deshacía del uniforme de gala, Roca contempló a Clara, que se cepillaba el pelo sentada sobre la cama. No cruzó palabra con ella durante la velada. Los había separado el gentío a la entrada y no habían vuelto a encontrarse. Él, sin embargo, la había visto de lejos conversando con María del Pilar Montes, esposa de Demetrio Sastre, uno de sus más fervientes adeptos, y con Iluminada Montes, la mujer de otro roquista, Bonifacio Unzué, ambas primas hermanas de Laura. «¡Qué ironía!», exclamó para sí.

—Espero que hayas pasado un momento agradable.

Clara, sin levantar la vista, dijo que sí.

—Estuviste gran parte de la noche con la mujer de Bonifacio Unzué y con la de Demetrio Sastre.

—Iluminada y María del Pilar Montes —indicó Clara, que condenaba la costumbre del general de llamar a sus amigas “la mujer de” como si, al contraer matrimonio, perdieran su identidad original.

—¿De qué hablaron?

Clara lo miró fijamente. Su esposo no era de aquellos que preguntaban por el simple hecho de entablar conversación intrascendente. Si preguntaba era porque algo quería saber.

—De nuestros hijos —respondió vagamente; después, añadió—: ellas hablaron mucho de su sobrina, Pura Lynch.

—¿La que se iba a casar con Lezica? —Clara asintió—. Acertado comportamiento el de la señora Riglos que la salvó de un bígamo. Por cierto —dijo, en tono casual—, me parece que no estaba esta noche entre los invitados. Me extraña. Siendo prima de los Unzué y de los sastre, creí que la invitarían.

—Está de viaje.

—Ah.

—Sus primas me dijeron que viajó a Córdoba para finiquitar un asunto del general Escalante. La venta de la casa.

Clara siguió cepillándose, pero un destello de malicia en su mirada despertó la curiosidad de su esposo.

—¿En qué estás pensando?

—En un comentario que me hicieron Iluminada y María del Pilar.

—¿Acerca de la viuda de Riglos?

—Sí. Sospechan que entre ella y el señor Lorenzo Rosas, el amigo de ese francés Beaumont, existe algo más que una simple amistad. Rosas también desapareció misteriosamente de Buenos Aires —dijo, al cabo.

—Con primas como ésas, quién necesita enemigos —sentenció Roca.

—No te equivoques, Julio. María del Pilar e Iluminada quieren mucho a su prima Laura. Reconocen que es una mujer generosa y entrañable, en especial con sus sobrinos. Simplemente, no aprueban sus costumbres inmorales. El nombre de la viuda de Riglos siempre está asociado al escándalo. Tú ya deberías saberlo, querido —apostilló, con marcada intención—, y eso afecta la reputación de la familia Montes.

—No entiendo por qué. Nadie pensará mal de la señora de Unzué o de la de Sastre porque la señora Riglos se ocupe de dejar bien en claro que la tienen sin cuidado las convenciones sociales. Cada uno responde por su comportamiento. De todos modos, no veo adonde está el escándalo cuando la señora Riglos es viuda y el señor Rosas, según entiendo, un hombre sin compromisos.

—¡Julio! —se escandalizó Clara—. Te digo que han desaparecido juntos, y no están casados.

—Nadie sabe a ciencia cierta que hayan desaparecido juntos.

—Dolores Montes, la tía de la señora Riglos...

—Sí, la conozco —aseguró el general—. Un vejestorio con olor a convento.

—¿Sabías que, semanas atrás, la viuda de Riglos la echó de la Santísima Trinidad y que ha debido pedir asilo en lo de su hermano Lautaro Montes, el padre de Iluminada y María del Pilar?

—No tenía la menor idea —aceptó Roca—. Aunque debo decir que no me sorprende. En las contadas oportunidades en que estuve en la Santísima Trinidad, fui testigo de la inquina que existe entre la señora Riglos y Dolores Montes.

—¡Pobre mujer! A sus años tener que dejar la casa donde se crió a causa de los caprichos de una mujer sin moral ni principios.

Roca comenzó a quitarse las mancuernas y la camisa. Clara, que había esperado una reacción de su esposo, lo miró de soslayo y juzgó impenetrable su gesto.

—Te decía —prosiguió— que Dolores Montes asegura que su sobrina, la viuda de Riglos, está medio comprometida en matrimonio con un lord inglés que llegará desde Europa en pocos días para llevársela.

Roca le dio la espalda porque sabía que su semblante estaba reflejando lo mal que le había caído la noticia, y Clara lo habría advertido. Pocas dudas le quedaban de que Laura había reiniciado sus amoríos con el indio Guor. A pesar de que, en contra de su índole, la noticia le provocaba celos, el hecho de que no fuera una sorpresa morigeraba el padecimiento. No podía quejarse cuando él mismo les había allanado el camino hacia el reencuentro. La noticia del lord inglés, en cambio, era, además de inopinada, alarmante: venía a llevársela. Quería llevarse a Laura a latitudes que podían significar no volver a verla. Esta idea lo espantó. Laura, además de su amante, se había convertido en una gran amiga y confidente con quien habría podido contar en cualquier circunstancia. Se conformaba con verla, con charlar con ella, tocarla quizás mientras bailaban un vals. Incluso todavía albergaba esperanzas de volver a tenerla en la casa de la calle Chavango.

—¿Medio comprometida? —preguntó, tratando de sonar desapegado—. Uno
está o no está
comprometido. ¿Qué es eso de medio comprometida?

—Un arreglo bastante inusual, como todo lo que concierne a la viuda de Riglos. Para la época que el lord la pidió en matrimonio, Riglos acababa de morir y no se consideró apropiado anunciar el compromiso en esa oportunidad. Dejarían pasar dos años, el lord regresaría a Buenos Aires, y entonces reclamaría sus derechos sobre ella.

«Nadie tiene derechos sobre Laura, —rumió el general con cierta amargura—. Se trata de una criatura con un sentido proverbial de la libertad. Si la privaran de ella, perecería de tristeza».

—De todos modos —continuó Clara, bastante conforme con la indiferencia de su esposo—, se trata de un asunto secreto que la viuda de Riglos desea mantener dentro de los confines de la Santísima Trinidad.

Roca se dio vuelta y la miró con ese gesto entre furioso y divertido que tanto la asustaba porque no sabía a qué atenerse.

—¿Quién es, entonces, la mujer sin moral ni principios? —dijo, por fin.

—¿A qué te refieres, Julio?

—Si la señora Riglos quería mantener lo de su compromiso en secreto, ¿por qué Dolores Montes lo ventila sin consideración? Romper un pacto de silencio es de las infamias más graves que conozco. Eso se llama traición. Insisto, ¿quién es, entonces, la mujer sin moral ni principios?

—Se tratará de un mal de familia —especuló Clara.

CAPÍTULO XXIV.

El retrato a la carbonilla

De nuevo en la Santísima Trinidad, Laura se encontró con varias novedades, entre ellas que Pura había vuelto a casa de sus padres. Según la versión de María Pancha, el propio José Camilo Lynch había ido a rogarle. Doña Luisa parecía inconsolable hasta que Pura le prometió volver a diario. La visitaba por la tarde, escoltada por una sirvienta y el cochero, que la aguardaban en la cocina. Sentado a la mesa de doña Luisa siempre estaba Blasco Tejada. Al final de la tarde, cuando Pura debía regresar, la anfitriona los dejaba a solas en el comedor. Apenas desaparecía doña Luisa, Blasco tomaba entre sus brazos a Pura y la llenaba de besos y volvía a declararle su promesa de amor eterno. Pura se dejaba besar y abrazar, respondía a las promesas con el mismo fervor, pero enseguida lo obligaba a volver a su sitio para conversar. Quería conocerlo exhaustivamente. Quería hablar del futuro. Le gustaba que Blasco hubiera decidido empezar a estudiar leyes.

—Creo que regresaré a vivir con Lorenzo —le confesó una tarde.

—¿Por qué?

—Él me lo ha pedido tantas veces, Pura. Yo le debo tanto a él. Le debo todo lo que soy. Además, si regreso a su casa, podré ahorrar gran parte de lo que gano en la editora. Así, cuando nos casemos, contaremos con algo para empezar. No será mucho...

Pura apoyó su pequeña mano sobre los labios de Blasco para acallarlo.

—El dinero es importante —expresó—, no soy tan ingenua para creer que no lo es. Pero lo que más deseo es que seas feliz. Quiero que regreses a casa del señor Rosas únicamente si eso te hace feliz.

—Amor mío —susurró Blasco, conmovido—. Sí, me hace feliz que Lorenzo sea feliz. Él sufrió enormemente toda su vida. Me gustaría que algun día viviese lo que yo vivo ahora gracias a ti.

—Estoy enamorada de usted, señor Tejada, por muchas cosas, pero a medida que conozco más profundamente su noble corazón, creo que todo el amor que siento no cabría en el mundo entero.

Más allá de que a José Camilo Lynch no lo complacía el festejante de Pura —su hija merecía poco menos que un aristócrata europeo, tal como la hija mayor de Eduarda Mansilla—, había permitido que cenara dos veces en la mansión. A diferencia de Eugenia Victoria, que lo trataba con dulzura entrañable, Lynch prácticamente no le dirigía la palabra y se limitaba a observarlo y a ponerlo nervioso. Blasco, sin embargo, mostraba una conducta ecuánime que terminó por granjearse la simpatía de Lynch. En la última ocasión, al momento del café, se dignó a preguntarle cuándo comenzaría sus estudios en leyes y si estaba interesado en trabajar en un bufete.

—Las relaciones sociales son indispensables en esa profesión —indicó Lynch—. Y usted, señor Tejada, carece absolutamente de ellas. Si se desempeñara junto a algún prestigioso letrado desde joven, podría cultivar amistades que serían sumamente valiosas para su futuro bufete. Porque, imagino, usted aspira a tener su propio bufete, ¿verdad?

Blasco, que ni siquiera había empezado, agitó rápidamente la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí, claro, señor.

—Pues bien —continuó Lynch—, yo podría pedirle a algunos de mis amigos que consideren una posición para usted. ¿Qué le parece? —preguntó en un tono que no aceptaba otra respuesta excepto la que ofreció Blasco.

—Me parece excelente, señor.

—Supongo que su tutor se habrá ofrecido a costear sus estudios, ¿no?

—Sí —respondió Blasco—. El señor Rosas ha prometido hacerlo.

Mientras desempacaba los baúles de Laura, María Pancha también le contó que, días después del banquete en el Pohteama, cuando Roca compareció en el Congreso para rendir cuentas de los gastos de la campaña al desierto, trataron de matarlo. Laura se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de espanto. Más tarde, de visita en la editora, Mario Javier la puso al tanto de los pormenores. Después de la sesión de rendición de cuentas, en la cual ni sus más acérrimos detractores pudieron cuestionarlo, tan clara y minuciosa había sido, Roca dejó el Congreso usando un coche distinto al que lo había llevado. La turba enardecida que lo esperaba afuera se abalanzó sobre el landó donde creía que viajaba el general. Sin duda, lo habrían matado de encontrarlo dentro. Laura decidió que iría a visitarlo.

La otra novedad importante era la llegada de lord Leighton, que había telegrafiado desde Río de Janeiro informando que tocaría el puerto de Buenos Aires el 10 de agosto. Faltaban sólo tres días. El telegrama advertía que lord Leighton no llegaba solo sino acompañado por su hermana, lady Pelham. Avisaba además que se alojarían en el hotel Victoria, frente a la plaza, donde un empleado de lord Leighton había hecho reservaciones.

—De ninguna manera —expresó Magdalena—, lord Leighton y su hermana se alojarán en la Santísima Trinidad, como habíamos previsto. Durante semanas he preparado la casa para recibirlo. Que venga con su hermana no es excusa para que no se quede aquí. Para ella, prepararemos la habitación que era de Dolores, que es más acogedora y calentita que la otra de huéspedes. Mandaré enviar un telegrama ahora mismo a Río de Janeiro para avisarles que los esperamos en la Santísima Trinidad. Entiendo —dijo, con acento solemne— que lady Pelham es una mujer de gran prestigio en la sociedad inglesa. Tu padre me dijo una vez que su esposo, Henry Pelham, pertenece a una familia de gran alcurnia. Algunos de sus miembros han formado parte del gobierno. Uno de ellos fue primer ministro, que es como decir presidente aquí. El cuñado de lady Pelham, hermano mayor de Henry, es el duque de Newcastle. ¡Lady Pelham es amiga de la reina Victoria! —exclamó, más con espanto que con admiración—. Como ves, Laura, lidiaremos con gente del más alto rango, acostumbradas al boato y al protocolo. Debes causar una buena impresión a tu futura cuñada —ordenó, y, antes de marchar deprisa a los interiores de la casa, dijo—: El doctor Pereda y yo hemos decidido postergar nuestro viaje de bodas hasta que tú y lord Edward partan hacia Inglaterra.

—Se ha puesto muy inquieta a medida que se aproxima su boda —explicó María Pancha, mientras contemplaba la figura de Magdalena desvanecerse en la penumbra del corredor—. La llegada de lord Leighton y de su hermana, la amiga de la reina de Inglaterra —acotó con malicia—, la tiene más nerviosa de lo que yo esperaba. Tu repentino viaje a Córdoba la ha fastidiado hasta el punto de tenernos a todos en vilo con sus exigencias y protestas. Una tarde echó con cajas destempladas a tu tía Dolores cuando hizo el intento de regresar mientras tu estabas en Caballito.

A Laura le costaba imaginar a su madre tan alterada, menos aún discutiendo con su hermana mayor a quien siempre había temido.

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