—Tía Margaret, cuando era pequeña te consideraba la adulta más enrollada y más lista del mundo entero —dijo Cecily.
—Bueno, tenías razón.
—Pero ahora intento no pensar en ese tema.
—Lo sé. Por eso estoy intentando que saques la cabeza de debajo del ala.
—Sólo trato de no volverme loca. Puede que no te parezca prioritario porque nunca te has molestado en intentarlo.
Margaret soltó una carcajada.
—¡Oh, sí que estás fastidiada hoy!
—¿Cómo lo soportan las esposas de los políticos? Con todas las cosas terribles que dice la gente.
—Están dentro del juego. Además, los partidarios de sus maridos suelen hacerle lo mismo al oponente.
—Bueno, ¿qué puede hacer Reuben? Nada.
Margaret tardó un rato en responder.
—¿Nada? —dijo—. ¿Eso es lo que era el artículo del
Post?
¿Nada?
—Para lo que va a servir.
—Salió muy bien. Su historia está ahí. Los medios de comunicación pueden hacer todas las insinuaciones que quieran, pero su historia está al alcance de la gente, que no tiene por qué creer lo que le dice la CNN.
—Así que tal vez sirva de algo.
—Así que él está haciendo algo —dijo Margaret—. Y tú estás... escondiéndote.
—Oh, por el amor de Dios. Si el tío...
—Tu tío Peter está muerto, querida. Y nunca le importó la política.
—Le importaba mucho.
—La política yugoslava, sí. La política estadounidense, no. El conteo de cadáveres era tan bajo en Estados Unidos que le costaba mantener el interés.
—Venga ya. Con Tito no había política.
—No había política
nacional.
La local era muy intensa. De todas formas, no estamos hablando de mi difunto esposo, el ateo serbio, Dios lo bendiga. Recuerda, no fuiste la primera de la familia que se casó con un serbio.
—Estábamos hablando de qué piensas que se supone que debo hacer en vez de estar aquí sentada criando una úlcera.
—Vaya forma tan fea de llamar al pequeño John Paul.
—Ya no trabajo para el Gobierno, tía M.
—¿Y toda la gente que conocías, ha muerto? ¿Han emigrado todos a Irlanda o a Marruecos?
—Nadie que yo conozca puede haber tenido nada que ver con esto.
—Pero alguno podría hacer algo para ayudarte a averiguar cosas con las que defender a tu marido. Por ejemplo, había un congresista para el que una vez trabajaste que acaba de ascender repentinamente en el escalafón.
—Y si lo llamo ahora mismo... suponiendo que pudiera hacerlo, creería que le estoy pidiendo trabajo.
—Pues dile que no, que sólo quieres ayuda, que sabes que tu marido no ha hecho nada malo.
—Él sabe que mi marido no ha hecho nada malo.
—¿Lo sabe? No recuerdo que estuvieras casada siquiera cuando trabajabas para él.
La tía Margaret tenía razón. De hecho, la idea de intentar que el congresista Nielson (no, el presidente Nielson) ayudara a proteger a Reuben ya se le había ocurrido, de una manera vaga, pero siempre la descartaba porque no quería ser la clase de persona que de pronto llama a alguien en el momento en que se convierte en presidente. Buscadores de empleo. Contrátame, hazme importante, colócame en la Casa Blanca.
Además, en la centralita de la Casa Blanca desviarían su llamada... a alguna parte.
LaMonte no vivía todavía en la Casa Blanca. Había declarado oficialmente que la primera dama podía tardar todo el tiempo que quisiera en mudarse. De hecho, se rumoreaba que había dicho: «Me gusta la casa donde vivo y puedo ir en coche al trabajo.» Pero todo el mundo sabía que era una idea ridícula: hubiese hecho recaer demasiada responsabilidad en el Servicio Secreto, ya demasiado humillado por haber fracasado en su misión de proteger al último presidente.
Así que ¿dónde estaba? ¿Qué había sido de su personal? Seguro que no iba a ninguna parte sin Sandy, la fiera que dirigía su oficina y al personal (sobre todo a los jóvenes ayudantes pardillos como lo había sido ella en otro tiempo) como si todos fueran prisioneros capturados tras un intento de fuga. Y Sandy tal vez incluso se acordara de ella.
¿Cómo se apellidaba Sandy? Siempre había sido sólo... Sandy.
—¿Dónde está el teléfono? —preguntó Cecily.
—¿Una conferencia? ¿Con mi teléfono? ¿Qué pasa, a tu móvil se le ha acabado la batería?
—Tú eres la que quería que me implicara.
—Cierto, que te implicaras tú, no que me lo hagas pagar todo aparte de la cantidad de comida que tragan tus hijos.
—No tragan tanta comida, eres tú quien cocina en tanta cantidad.
—No quiero que mueran de hambre como si fueran modelos de pasarela.
Cecily sacó el móvil del bolso y marcó de memoria el número de la oficina de LaMonte. Después de todos aquellos años se acordaba.
Pero en el ínterin LaMonte había sido nombrado presidente de la Cámara de Representantes. Así que el número era de otra persona. Qué bien.
—Soy una tonta —dijo—. ¿Puede darme el número de teléfono del despacho del presidente de la Cámara de Representantes?
—Oh, puedo dárselo, encanto, pero no le va a servir de mucho —le respondió una mujer con acento sureño—. El presidente de la Cámara de Representantes ya no es el presidente de la Cámara de Representantes, cariño.
—Pero es que no quiero hablar con el presidente Nielson. Con quien quiero hablar es con Sandy Woodruff.
—Bueno, ella sigue con él, naturalmente.
—¿Y alguien de su antigua oficina puede darle un mensaje?
—Con señales de humo, tal vez, pero aquí tiene el número, lo he estado buscando mientras hablaba con usted, por si creía que no lo estaba haciendo.
—¿Desde cuándo hay que buscar el número del presidente de la Cámara de Representantes?
—Mi congresista es del otro partido, cariño. No llamamos mucho al presidente de la Cámara de Representantes.
—Pues deberían —dijo Cecily, imitando su acento—. Siempre ha sido un encanto de persona.
La mujer se rio de buena gana.
—Bueno, y usted también lo es. Buena suerte, a ver si atienden su llamada.
Cecily logró ponerse en contacto con la oficina del presidente de la Cámara de Representantes. La atendió una secretaria atribulada o tal vez una interina. Alguien que no era considerado lo suficientemente importante para ir a la Casa Blanca.
—Sandy no puede ponerse en este momento —dijo la chica—. Pero con mucho gusto le daré su mensaje.
—Cecily Malich —dijo Cecily—. Pero cuando Sandy me conocía mi apellido era Grmek. Tendré que deletreárselo.
—Oh, no hace falta —respondió la muchacha. Decididamente, una interina.
—Eso significa que no lo está anotando, porque le aseguro que no podrá deletrearlo.
Un leve suspiro. Un ruido de papeles.
—Muy bien, aquí tengo un lápiz.
—Cessy. C-E-S-S-Y. Grmek. G-R-M-E-K. ¿Puede repetírmelo?
—¿No se ha saltado alguna letra? Lo que he escrito parece una mala mano de Scrabble.
—Diga
grrr
como un oso. Y el
mek
rima con
check.
La chica lo repitió dos veces.
Obtuvo el efecto deseado. Escuchó la voz de Sandy al fondo.
—¿Cessy Grmek? Creía que estaba muerta o casada.
Un momento después Sandy se puso al teléfono.
—¿Para qué nos molestas, buscas enchufes?
—Vi a LaMonte por la tele —dijo Cessy—. Creo que lo está haciendo estupendamente.
—Por supuesto que sí. Le digo cada palabra que tiene que pronunciar.
—Escucha, Sandy, mi llamada es egoísta, pero no busco empleo.
—Lástima. El otro día mismo me dijo: «¿Qué pasó con aquella chica sin vocales? ¿Cómo puede funcionar esta oficina sin ella?»
—No dijo eso.
—Pero lo habría dicho si yo le hubiera recordado que lo dijera. Adelante con tu petición, querida. Recuerda que el presidente de Estados Unidos no es el Mago de Oz. Hay muchas posibilidades de que no consigas tu deseo.
—En efecto me casé, Sandy. Y mi marido es el mayor Reuben Malich.
Sandy tardó un segundo en darse cuenta de por qué le sonaba aquel nombre.
—¿Estás diciendo que estás casada con el héroe de la dársena?
—El héroe al que van echar la culpa del plan de asesinato.
—¿Sabes una cosa, Cessy? Creo que LaMonte querrá hablar contigo personalmente.
—No, no quiero molestarlo.
—Tu marido es todo un personaje, Cessy. No es que tú no lo seas, por supuesto. Pero es un héroe. No sólo lo fue ayer, sino que lo era antes. Es el tipo de militar sobre el que hacen películas.
—No quiero que la película sea
El caso Dreyfus.
—No veo muchas películas últimamente.
—Es antigua. De José Ferrer.
—Te refieres a ¡
Yo acuso!,
sobre el famoso artículo de Zola «J'accuse». José Ferrer la dirigió además de interpretarla en 1958.
—Sandy, tu memoria me asombra.
—No es mi memoria, es el soberbio sistema de recuperación de dalos. Y no creo que el presidente Nielson quiera que tu marido se pase años defendiéndose de una falsa acusación de traición. Dame un número donde localizarte.
Cecily se lo dio.
Cuando la conversación terminó, cerró el teléfono.
—Tal como pensaba —dijo la tía Margaret—. El presidente va a llamar.
—Ella opina que es posible. Pero yo creo que no lo hará.
—Entonces desconecta el teléfono.
—Vale, creo que es posible que llame.
—¿Vas a decirle que has cambiado de partido?
—No he cambiado de partido —dijo Cecily—. Fui demócrata todo el tiempo que estuve trabajando para él.
—Pero no demasiado demócrata.
—Moynihan trabajó para Nixon y era demócrata.
—Un demócrata con una buena mancha en la reputación.
—Hice un montón de cosas buenas con LaMonte. Hicimos cosas. Porque es un político práctico. Y yo sabía cómo hablar a los liberales ni parecer una republicana doctrinaria, así que pude hacer amigos muy miles en el otro lado del pasillo.
—Y luego renunciaste a todo para tener a estos bebés maravillosos dijo Margaret—. Incluido el que ahora mismo va desnudo de cintura para abajo.
—Espero que no estés hablando de J. P.
—¿Pequeñito? ¿La cara y las manos y el culo sucios?
—Va a ser ése.
Cecily se levantó de la silla y se puso a perseguirlo.
—¡No dejes que se siente en ninguna parte! —gritó tía Margaret tras ella.
—¡Demasiado tarde! —respondió Cecily.
Cuando hubieron bañado y vestido a J. P. y limpiado más o menos el pringue de azúcar de la alfombra donde había estado sentado, habían pasado cuarenta y cinco minutos. Sonó el móvil.
—¿No tienes un tono especial de llamada para el presidente? —preguntó la tía Margaret.
—Espere, por favor, se pone el presidente —dijo una voz.
Y entonces:
—Cessy, no sabía que fuera tu marido. He visto las imágenes media docena de veces y creo que él y el otro muchacho estuvieron espléndidos. Bartholomew Coleman, ¿no es así? Un capitán. Y tu marido es mayor, con un brillante historial de guerra. Ya están empezando a ensañarse con él, ¿no?
Así que Sandy lo puso al corriente.
—Le he llamado para decirle... Oh, esto es una tontería. Le estoy haciendo perder el tiempo, señor presidente... él es...
—LaMonte. Por favor. Todavía no tengo un busto en el Rushmore. Tengo a cuarenta delante en la cola.
—LaMonte, Reuben Malich es un verdadero patriota. A diferencia de mí, es republicano. Amaba al presidente. Esto lo está destrozando.
—Me lo imagino.
—No soy sólo una esposa leal. Quería asegurarme de que comprendiera que, digan lo que digan de él, sean cuales sean las pruebas que puedan presentar para incriminarlo, él no hizo nada. Cumplió una misión legítima. No filtró esos planes.
—Oh, de eso estoy bastante seguro —dijo LaMonte.
—Lo que estoy pidiendo es... Apóyelo, señor. Por favor.
—Déjame que te explique mi dilema —dijo LaMonte—. Voy a entrar en una Casa Blanca llena de gente elegida por el difunto presidente. Todos están acostumbrados a verme como un obstáculo para hacer las cosas porque nunca han comprendido que el presidente de la Cámara de Representantes no es el jefe de esa cámara como el presidente lo es de la Casa Blanca. Pero estas personas han formado parte de la Administración. Y una de ellas, al menos una de ellas, señaló dónde estaba el presidente de modo que alguien pudiera matarlo.
—Es para usted una cuestión de confianza. Pero mi marido...
—No saques conclusiones, Cessy. No es una cuestión de confianza. Se está desarrollando a mi alrededor una investigación de alcance mundial mientras intento acostumbrarme al cargo de presidente. Además, todo el mundo llora, lo cual es comprensible pero no ayuda mucho. Te necesito aquí. Necesito a alguien en quien pueda confiar.
—Soy demócrata, ¿recuerda?
—Lo sé, y necesito a alguien que hable ese idioma, que para mí es extranjero.
—LaMonte, me siento halagada, me siento
honrada
, pero tengo una familia.
—Te pagaré un sueldo exorbitante. Subimos todos los sueldos de la Casa Blanca en la última sesión y te prometo que podrás permitirte vivir en Georgetown si quieres.
—LaMonte. Mis padres ya tienen casa en Georgetown, si necesitara una. No puede atraerme con dinero. No puede atraerme con nada. Pero, como decía, me siento honrada.
—¿El dinero no te seduce? ¿Y las súplicas? Puedo gemir y rogar si quieres. Aprendí a hacerlo en las reuniones de los comités.
—No puede contratarme para trabajar en la Casa Blanca. Mi marido tendrá que testificar ante el comité del Congreso que investigue los asesinatos. Y no será agradable. Lo último que usted necesita es que digan: «El mayor Malich, cuya esposa es ayudante del presidente Nielson.» Existe una cosa que se llama mala prensa.
—Bueno, pero sólo para ti agitaré mi varita mágica y haré que todo desaparezca.
—Ojalá fuera posible.
—Ya lo verás. Vamos a tener una Administración muy armoniosa.
—No cuente con disfrutar de una larga luna de miel.
—Trabaja para mí, Cessy. Tu marido no nos perjudicará, nos ayudará. Es un héroe. Tú eres la esposa de un héroe. Además, Sandy me asegura que eres la única secretaria que le ha caído bien.
—Yo no le caía bien —dijo Cecily—. No hasta que me marché.
Se sentía absorbida hacia el vórtice. Realmente lo echaba de menos. Y pensar en una Casa Blanca en transición, sometida a una investigación interna, desesperadamente necesitada de gente capaz de concentrarse, de hacer las cosas... Sabía que ella podía hacerlo. Tenía la habilidad de llevarse bien con la gente. Sabía limar diferencias y hacerlas parecer pequeñas. Era buena con los detalles que hacían que en Washington funcionaran las cosas. Quería decir que sí.