Regent's Park Road estaba más tranquila de lo habitual. No había niños jugando en la acera y aunque había sido un infierno abrirse paso entre el tráfico a sólo dos calles de aquí, no había vehículos aparcados en un kilómetro a la redonda de la casa. Permanecía aislada de todo, salvo de ella. No le hizo falta llamar. Incluso antes de poner el pie en el escalón de entrada, la puerta ya se había abierto y allí estaba Oscar, con aspecto preocupado, haciéndole un gesto para que entrara. Había respondido a la puerta con los ojos secos pero en cuanto la cerró y echó la llave y los cerrojos, la rodeó con los brazos y brotaron las lágrimas, grandes sollozos que sacudían todo su corpulento cuerpo. Una y otra vez le dijo cuánto la amaba, cuánto la echaba de menos y la necesitaba, ahora más que nunca. Jude lo abrazó y lo calmó lo mejor que pudo. Después de un momento, el hombre se controló y la acompañó hasta la cocina. Las luces ardían por toda la casa pero después del fuego del día, su contribución era amarillenta y no le favorecía mucho. Tenía el rostro muy pálido allí donde no lo decoloraban los cardenales, las manos estaban hinchadas y en carne viva. Había otras heridas, supuso ella, bajo las ropas sin planchar. Mientras lo contemplaba hacer el Earl Grey para los dos, la joven vio que un gesto de malestar le cruzaba la cara cuando se movía muy rápido. Su conversación, como es lógico, pronto giró alrededor de su despedida en el Retiro.
—Estaba seguro de que Dowd te rebanaría la garganta en cuanto llegarais a Yzordderrex.
—No me puso ni un dedo encima —dijo. Luego añadió—: Eso no es del todo verdad. Lo hizo más tarde. Pero cuando llegamos, estaba muy mal herido. —Hizo una pausa—. Como tú.
—Yo estaba en un estado bastante lamentable —dijo—. Quería seguirte pero apenas podía tenerme en pie. Volví aquí, cogí un arma, me lamí las heridas durante un tiempo y luego crucé. Pero para entonces tú ya te habías ido.
—¿Entonces me seguiste?
—Por supuesto. ¿Creías que te iba a dejar en Yzordderrex?
Oscar le colocó una gran taza de té delante y miel para endulzarla. Ella no solía mimarse así pero no había desayunado, así que puso las suficientes cucharadas de miel en el té para convertirlo en un jarabe aromático.
—Para cuando llegué a la casa de Pecador —continuó Oscar—, esta ya estaba vacía. Fuera había disturbios. No sabía por dónde empezar a buscarte. Fue una pesadilla.
—¿Sabes que derrocaron al Autarca?
—No, no lo sabía, pero no me sorprende. Cada Año Nuevo Pecador decía: Se va este año, se va este año. ¿Qué le ocurrió a Dowd, por cierto?
—Está muerto —respondió Jude con una pequeña sonrisa de satisfacción.
—¿Estás segura? Déjame que te diga que a los de su clase no es tan fácil matarlos, querida mía. Y te hablo por amarga experiencia.
—Decías…
—Sí. ¿Qué estaba diciendo?
—Que nos seguiste y encontraste la casa de Pecador vacía.
—Y media ciudad en llamas. —Suspiró—. Fue una tragedia, verla así. Toda esa destrucción sin sentido. La rebelión del proletariado. Oh, ya lo sé, debería estar celebrando la victoria de la democracia, ¿pero qué va a quedar? Mi preciosa Yzordderrex: escombros. La miré y dije: Esto es el final de una era, Oscar. Después de eso, todo será diferente. Más oscuro. —Levantó los ojos de la taza de té en la que los había clavado—. ¿Sobrevivió Pecador, lo sabes?
—Iba a irse con Hoi-Polloi. Supongo que sí. Vació el sótano.
—No, ese fui yo. Y me alegro de haberlo hecho.
Lanzó una mirada al alféizar de la ventana. Acurrucados entre varios cachivaches domésticos había una serie de figuras diminutas. Talismanes, supuso Jude, parte de la multitud que ocupaba el sótano de Pecador. Algunas miraban hacia la habitación, otras al exterior. Todas ellas eran pequeños paradigmas de la agresión, con expresiones francamente rabiosas en sus rostros pintados con colores chillones.
—Pero tú eres mi mejor protección —dijo él—. Sólo con tenerte aquí ya tengo la sensación de que tenemos alguna posibilidad de sobrevivir a este desastre. — Cubrió la mano de Jude con la suya—. Cuando recibí tu nota y supe que habías sobrevivido, comencé a tener alguna esperanza. Luego, claro, no pude localizarte y empecé a temer lo peor.
Jude levantó los ojos de la mano de él y vio en su atormentado rostro un parecido familiar que nunca antes había vislumbrado. Había un eco de Charlie en él, el Charlie de la residencia de Hampstead, sentado ante la ventana y hablando de cuerpos excavados bajo la lluvia.
—¿Por qué no viniste al piso? —le dijo ella.
—No podía irme de aquí.
—¿Tan malherido estás?
—No es lo que hay aquí lo que me retuvo —dijo él mientras se llevaba la mano al pecho—. Es lo que hay ahí fuera.
—¿Todavía crees que la Tabula Rasa va a venir a por ti?
—Dios, no. Ellos son la menor de nuestras preocupaciones. Por un momento pensé en avisar a uno o dos de ellos, de forma anónima, ya sabes. No a Shales o McGann, ni a ese idiota de Bloxham. Pueden arder en el infierno. Pero Lionel fue siempre muy amable, incluso cuando estaba sobrio. Y las damas. No me gusta la idea de tener sus muertes sobre mi conciencia.
—¿Entonces de quién te estás escondiendo?
—El hecho es que no lo sé —admitió él—. Veo imágenes en el cuenco y no consigo descifrarlas.
Jude se había olvidado del Cuenco de Boston con su contorno de piedras proféticas. Al parecer ahora Oscar estaba pendiente de cada uno de sus estertores.
—Algo ha cruzado desde los Dominios, cariño mío —dijo él—. Estoy seguro de ello. Lo vi venir detrás de ti. Intentaba asfixiarte…
Parecía que las lágrimas estaban a punto de abrumarlo de nuevo pero Jude lo tranquilizó dándole unas palmaditas en la mano como si fuera un anciano confuso.
—Nada va a hacerme daño —dijo ella—. He sobrevivido a demasiadas cosas en los últimos días.
—Tú nunca has visto un poder como este —le advirtió él—. Y tampoco el Quinto.
—Si vino de los Dominios, entonces es cosa del Autarca.
—Pareces muy segura.
—Porque sé quién es.
—Has estado escuchando a Pecador —dijo él—. Está lleno de teorías, cariño, pero no valen un carajo.
Su no tan leve condescendencia la irritó y quitó la mano de debajo de la de Oscar.
—Mi fuente es mucho más fiable que Pecador —le dijo.
—¿Oh? —El hombre se dio cuenta que la había ofendido y decidió complacerla—. ¿Y quién es?
—Quaisoir.
—¿Quaisoir? ¿Y cómo demonios llegaste a ella? —La sorpresa masculina parecía tan sincera como fingida había sido su complacencia.
—¿No se te ocurre ninguna idea? —le preguntó Jude—. ¿Es que Dowd no te habló nunca de los viejos tiempos?
La expresión de Oscar era ahora cauta, casi suspicaz.
—Dowd sirvió a generaciones de Godolphins —dijo ella—. Tenías que saberlo. Hasta al mismísimo chiflado de Joshua. De hecho, era la mano derecha de Joshua, su hombre, si es que hombre es la palabra.
—Era consciente de ello —dijo Oscar en voz baja.
—¿Entonces también sabías lo mío?
Su amigo no dijo nada.
—¿Lo sabías, Oscar?
—No te discutí con Dowd, si es a eso a lo que te refieres.
—¿Pero sabías por qué tú y Charlie me manteníais en la familia? Ahora fue él el que se ofendió e hizo una mueca ante la elección de palabras de la mujer.
—Eso es lo que fue, Oscar. Tú y Charlie, intercambiándome; sabíais que por fuerza debía quedarme con los Godolphin. Quizá me aleje durante un tiempo y tenga unos cuantos romances pero tarde o temprano vuelvo con la familia.
—Los dos te amamos —dijo él, su voz tan vacía como la mirada que ahora le ofrecía—. Créeme, ninguno de los dos entendíamos la política que había detrás. No nos importaba.
—Ah, ¿no me digas? —dijo ella, la duda quedaba patente en su voz.
—Todo lo que sé es que te quiero y es la única certeza que me queda en la vida.
Se sintió tentada a amargarle tanta sacarina contándole con todo lujo de detalles las conspiraciones que había tramado su familia contra ella, ¿pero de qué serviría? Era un hombre roto, encerrado en su casa por miedo a lo que el sol podría traerle al umbral. Las circunstancias ya lo habían deshecho. Cualquier otra cosa que hiciera ella sería a mala idea y aunque no dudaba que había mucho que despreciar en él (su forma de hablar sobre la venganza del proletariado había sido especialmente desagradable), había compartido con él demasiados momentos íntimos y la habían consolado demasiado como para ser cruel ahora. Además, tenía algo que comunicarle que sería un golpe más duro que cualquier acusación.
—No me voy a quedar, Oscar —dijo—. No he vuelto aquí para quedarme encerrada.
—Pero ahí fuera corres peligro —respondió él—. He visto lo que va a ocurrir. Está en el cuenco. ¿Quieres verlo por ti misma? —Se levantó—. Cambiarás de opinión.
La llevó por las escaleras hasta la habitación del tesoro sin dejar de hablar por el camino.
—El cuenco tiene vida propia desde que el poder entró en el Quinto. No hace falta que mire nadie, se limita a seguir repitiendo las mismas imágenes. Está aterrado. Sabe lo que va a ocurrir y está aterrado.
Jude lo oyó incluso antes de que llegaran a la puerta: un estrépito parecido al tamborileo del pedrisco sobre la tierra cocida por el sol.
—No creo que sea muy inteligente mirar durante mucho tiempo —le advirtió él—. Llega a ser hipnótico.
Y mientras lo decía, abrió la puerta. El cuenco estaba colocado en el medio del suelo, rodeado por un círculo de velas votivas cuyas llamas gordezuelas saltaban cuando el espectáculo que iluminaban agitaba el aire. Las piedras proféticas se movían como un enjambre de abejas furiosas dentro y por encima del cuenco que Oscar se había visto obligado a colocar dentro de un pequeño montículo de tierra para evitar que lo volcara su violencia. El aire olía a lo que él había llamado su pánico: un dolor amargo mezclado con el matiz metálico que se notaba antes del relámpago. Aunque el movimiento de las piedras era razonablemente contenido, Jude no se acercó demasiado por si una más picara encontraba el camino de salida de la danza y la golpeaba. A la velocidad que se movían, la más pequeña de ellas podría sacarle un ojo a cualquiera. Pero incluso desde lejos, con las estanterías y sus tesoros para distraerla, el movimiento de las piedras era arrollador. El resto de la habitación, Oscar incluido, se hizo insignificante cuando la atrajo el delirio.
—Quizá lleve un poco de tiempo —decía Oscar—. Pero las imágenes están ahí.
—Entiendo —dijo ella.
El Retiro ya había aparecido en el contorno borroso, la cúpula medio oculta detrás de la pantalla del bosquecillo. Su aparición fue breve. La torre de la Tabula Rasa ocupó su lugar un momento después, sólo para ser suplantada por un tercer edificio, bastante diferente de los dos que lo habían precedido salvo porque también estaba medio oculto por el follaje, en este caso de un único árbol plantado en la acera.
—¿Qué es esa casa? —le preguntó a Oscar.
—No lo sé, pero aparece una y otra vez. Está en algún lugar de Londres, de eso estoy convencido.
—¿Cómo puedes estar seguro?
El edificio era bastante corriente: tres plantas, fachada plana y, por lo que ella podía ver, casi en ruinas. Podría haberse levantado en cualquier ciudad del interior de Inglaterra, o de Europa en realidad.
—Londres es donde se va a cerrar el círculo —respondió Oscar—. Es donde todo empezó y es donde todo terminará.
El comentario le trajo ecos de otros: Dowd ante el muro de la Colina del Pálido, hablando de los círculos que dibujaba la historia; y Cortés y ella misma, apenas unas horas antes, devorándose hasta alcanzar la perfección.
—Ahí está otra vez —dijo Oscar.
La imagen de la casa se había apagado por un instante pero ahora reaparecía, llena de luz. Vio que había alguien cerca del escalón de entrada con los brazos colgando a los costados y la cabeza echada hacia atrás, mirando al cielo, la resolución de la imagen no era demasiado buena y no pudo distinguir los rasgos. Quizá no era más que un adorador del sol anónimo pero lo dudaba. Cada detalle de este desfile tenía un significado. La imagen se volvió a deshacer y la escena del mediodía, con su reluciente follaje y su cielo prístino dio paso a una fuerza irresistible enturbiada por el humo, todo negro y gris.
—Aquí viene —oyó decir a Oscar.
Había formas en el humo, formas que se elevaban, marchitaban y caían en forma de ceniza pero su naturaleza desafiaba toda interpretación. Apenas consciente de lo que estaba haciendo, Jude dio un paso hacia el cuenco.
—No, cariño —dijo Oscar.
—¿Qué estamos viendo? —preguntó ella, que hizo caso omiso de su advertencia.
—El poder —dijo él—. Eso es lo que está entrando en el Quinto. O ya está aquí.
—Pero ese no es Sartori.
—¿Sartori? —dijo Oscar.
—El Autarca.
Oscar desafió su propia advertencia, acudió al lado de Jude y una vez más dijo:
—¿Sartori? ¿El maestro?
Su amiga no se volvió para mirarlo. La fuerza irresistible exigía toda su atención. Por mucho que odiara admitirlo, Oscar tenía razón al hablar de poderes inconmensurables. Esto no era obra de ningún agente humano. Era una fuerza de una magnitud extraordinaria que avanzaba sobre un paisaje que en un principio había pensado que estaba cubierto de hierba gris, pero que ahora se dio cuenta que era una ciudad, y aquellas frágiles cañas, edificios que se derrumbaban a medida que el poder quemaba sus cimientos y los derribaba.
No era extraño que Oscar temblara detrás de puertas cerradas con llave, era una visión aterradora, una visión para la que ella no estaba preparada. Por muy atroces que fueran los actos de Sartori, no era más que un tirano en una larga y vil historia de tiranos, hombres cuyo miedo a su propia fragilidad los convertía en monstruos. Pero esto era un horror de un orden muy distinto, por encima de cualquier cura que pudiera proporcionar la política o el envenenamiento: un poder inmenso e implacable capaz de llevarse por delante a todos los maestros y déspotas que habían tallado su nombre en la faz del mundo sin pararse a pensar siquiera en ello. Se preguntó si había desatado Sartori esta inmensidad. ¿Estaba tan perturbado que pensaba que podría sobrevivir a semejante devastación y construir su Nueva Yzordderrex sobre los escombros que dejaba atrás? ¿O era su locura más profunda todavía? ¿Era esta inmensa fuerza la verdadera ciudad con la que había soñado, una metrópolis de tormenta y humo que permanecería en pie hasta el Fin del Mundo porque ese era su verdadero nombre?