Ilión (86 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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—Tal vez debiera —digo—. Alguien tiene que ver qué pretenden los dioses. Tal vez pueda hacer de espía por última vez.

—Y luego, ¿qué? —pregunta el robot.

Ahora me toca a mí el turno de encogerme de hombros.

—Luego volveré a por Aquiles y Héctor. Luego, tal vez, digamos, por Odiseo y Paris. Eneas y Diomedes. Llevaré la guerra a los dioses, transportando a los héroes de dos en dos, como los animales del Arca de Noé.

—No parece una logística de campaña militar demasiado eficaz —dice Mahnmut.

—¿Sabes de estrategia militar, pequeña persona robot?

—No. En realidad, de lo único que sé es de un sumergible que se hundió en Marte y de los sonetos de Shakespeare —dice Mahnmut. Se detiene—. Orphu acaba de decirme que no debería incluir los sonetos en mi curriculum.

—¿Marte? —digo yo.

La brillante cabeza metálica se vuelve hacia mí.

—¿No sabías que el Olimpo es en realidad el volcán Monte Olympus de Marte? Has vivido allí durante nueve años, ¿no?

Durante un segundo, me siento tan mareado que tengo que acercarme tambaleándome a un peñasco y sentarme o temo que acabaré por despertarme en el suelo.

—Marte —repito.
Dos lunas, el enorme volcán, el suelo rojo, la gravedad reducida a la que tanto me gustaba regresar después de un largo día en las llanuras de Ilión
—. Marte.
Que me zurzan
. Marte.

Mahnmut no dice nada, sabedor quizá de que ya me ha avergonzado lo suficiente por hoy.

—Espera un momento —digo—. Marte no tiene cielos azules, océanos, árboles, aire para respirar. Vi llegar la primera sonda
Viking
en 1976. Vi en la tele, años más tarde, décadas más tarde, cuando aquel
Sojourner
echó a andar y se atascó con una roca. No había océanos. Ni árboles Ni
aire.

—Lo han terraformado —dijo Mahnmut—. Y bastante bien, por cierto.

—¿
Quién
lo ha terraformado? —digo, oyendo la cólera defensiva en mi voz.

—Los dioses —dice Mahnmut, pero percibo un leve matiz de interrogación en su tersa voz rebotica.

Miro mi reloj. Quince minutos treinta y ocho segundos. Planto la pantalla del cronómetro visual delante de los ojos, las cámaras o lo que sea que haya detrás de esa franja que tiene el robot en la cara.

—¿Qué va a pasar dentro de quince minutos, Mahnmut? No me digas que ni Orphu ni tú lo sabéis.

-—No lo sabemos.

—Voy a subir a ver qué pasa —digo, agarrando el medallón.

—Llévame —dice Mahnmut—. Yo coloqué el temporizador. Debería estar allí cuando se active el Aparato.

Me detengo de nuevo, mirando al enorme caparazón situado tras Mahnmut.

—¿Vas a desactivarlo? —pregunto.

—No. Ésa era mi misión: entregar y activar el Aparato. Pero si el temporizador no lo dispara, debería estar allí en persona para activarlo.

—¿Estamos hablando... incluso aunque sea una posibilidad remota, del fin del mundo, Mahnmut?

La vacilación del robot me lo dice todo.

—Deberías quedarte con Orphu otros... ah... catorce minutos treinta y nueve segundos —digo—. Tal como está el pobre, el mundo podría acabarse y no saberlo a menos que se lo digas.

—Orphu dice que eres bastante gracioso para ser un escólico, Hockenberry —dice Mahnmut—. Sigo opinando que debería ir contigo.

—Uno —digo—, has agotado hablando todo tu maldito tiempo. Dos, sólo tengo un Casco de Hades y no quiero que me pillen porque los dioses ven un robot caminando a mi lado. Tres... adiós.

Me coloco la capucha del Casco de Hades sobre la cabeza, retuerzo el medallón y me marcho.

TCeo directamente en el Gran Salón de los Dioses.

Parece que están todos excepto Atenea y Apolo, a quienes supongo flotando a estas alturas en los tanques de curación con gusanos azules en los ojos y los sobacos. En los pocos segundos que me quedan antes de que la tortilla alcance el ventilador, veo que los dioses van armados para la guerra: el salón resplandece con corazas doradas, lanzas brillantes, altos cascos con penachos de plumas y escudos pulidos de su tamaño. Veo a Zeus de pie junto a su carro ardiente, a Poseidón con su armadura oscura, a Hermes y Hefesto armados hasta los dientes, a Ares con el arco de plata de Apolo, a Hera ataviada de brillante bronce y oro, y a Afrodita señalándome...

Mierda.

—¡ESCÓLICO HOCKENBERRY! —truena el mismísimo Zeus, mirándome directamente a través del salón abarrotado—. ¡DETENTE!

No es sólo un consejo divino. Cada músculo y tendón y ligamento y célula de mi cuerpo se congelan. Siento el frío detener mi corazón. El movimiento browniano cesa en mí. Mi mano no avanza ni un centímetro hacia el medallón TC antes de convertirme en estatua.

—Quitadle el Casco de Hades, el aparato TC y todo lo demás —ordena Zeus.

Ares y Hefesto saltan y me desnudan delante de dioses y diosas. El casco de cuero es arrojado a un sombrío Hades, quien, vestido como va con una negra armadura brillante de exótico diseño, parece un terrible y sañudo escarabajo. Zeus avanza y recoge del suelo mi medallón TC, lo mira con mala cara y parece a punto de aplastarlo con su puño gigantesco. Los dos dioses terminan de destrozarme la ropa y ni siquiera me dejan el reloj ni la ropa interior.

—Muévete —dice Zeus. Me desplomo en el suelo de mármol y jadeo, sujetándome el pecho. Me duele tanto el corazón cuando empieza a latir de nuevo que estoy seguro de que voy a sufrir un infarto. Hago todo lo posible para no orinarme encima delante de toda esta gente.

—Lleváoslo —dice Zeus, dándome la espalda.

Ares, dios de la guerra, de dos metros y medio de altura, me agarra por el pelo y me lleva a rastras.

55
El Anillo Ecuatorial

—Piensa, Él mismo —susurró la voz de Calibán desde las sombras de la fermería—, que debería enseñar a la pareja razonadora lo que significa «deber». ¿Haz lo que él quiere, o por dónde, Señor? Así Él.

—¿De dónde demonios viene esa voz? —exclamó Harman. La fermería estaba casi toda a oscuras, la luz procedía de los brillantes tanques que se iban vaciando uno a uno, y Daeman saltaba de la pared semipermeable a la mesa del caníbal, tratando de encontrar la fuente de los susurros.

—No lo sé —dijo Daeman por fin—. Un respiradero. Alguna entrada que no hemos descubierto. Pero si sale a la luz, lo mataré.

—Puede que le dispares —dijo el holograma de Próspero, apoyado contra el mostrador, cerca de los controles de los tanques de curación—, pero no es seguro que lo puedas matar. Calibán, un diablo, un diablo nato, de cuya naturaleza nunca puede fiarse nadie, de quien mis dolores humanamente tomados... ¡todo, todo perdido, perdido del todo!

Durante dos días con sus noches, cuarenta y siete horas y media, ciento cuarenta y cuatro revoluciones del asteroide de luz terráquea a luz estelar, los dos hombres habían supervisado el envío desde los tanques de curación hasta que sólo quedaron una docena, los más nuevos. Sabían cómo convocar holos externos del acelerador lunar que aceleraba de un modo más lineal directamente hacia ellos. Ya podían ver la enorme máquina, acercándose primero al agujero de gusano, visible y horrible en los paneles transparentes del techo de la fermería, los impulsores ardiendo azules detrás. Próspero y los indicadores virtuales les aseguraron que quedaban casi noventa minutos para el impacto, pero el instinto y la visión les decían lo contrario, así que ambos hombres dejaron de mirar.

Calibán estaba en algún lugar cercano. Daeman se dejó puesta la máscara de osmosis por las lentes aumentadoras de luz, pero también usaba la linterna de Savi y la pasaba bajo la mesa del caníbal, donde la luz blanca destellaba en los huesos blancos.

Habían creído que el viaje desde la sala de control había sido lo peor (la larga zambullida a través de las algas y la escasa luz, esperando que Calibán los atacara de un momento a otro). Dos veces algo verdigrís se movió entre las sombras y dos veces Daeman disparó el arma de Savi al atisbar movimiento; una vez la cosa de las sombras se alejó nadando, y la otra flotó, muerta, las flechas brillando en su carne gris. Un cadáver posthumano entre las algas. Después de cuarenta y siete horas y media sin dormir y comiendo sólo rancia carne de lagarto, no podía haber nada peor. Sin embargo aquella última hora era la peor. Se habían detenido junto a la entrada de la gruta, golpeado la cubierta de hielo con las botas y la culata del arma, hasta que pudieron llenar su única botella con esferoides de agua sucia y repugnante, tan ansiada. Al menos habían hecho eso. Pero el agua ya se había acabado y ninguno de los dos podía dejar su puesto y salir de la fermería para ir a por más. Además, habían quitado las cubiertas de plástico de las partes superiores de los tanques y las habían clavado sobre la membrana semipermeable de la entrada para estar sobre aviso si Calibán entraba por ahí en la fermería, así que no podían salir con facilidad por ese camino aunque quisieran. Ambos hombres tenían la lengua hinchada y les dolía abominablemente la cabeza de sed y fatiga y aire enrarecido y miedo. Habían tenido pocos problemas con la docena de servidores de la fermería. Permitieron continuar trabajando a varios de ellos en sus tareas de enviar a los cuerpos sanados, mientras que otros (cuyos deberes se interponían en el trabajo de los hombres) fueron incapacitados. Daeman le disparó a uno, pero eso fue un error. Las flechas desgarraron la pintura y fragmentos de metal del servidor, y estropearon un manipulador y le arrancaron un ojo, pero no lo destruyeron. Harman resolvió el problema buscando un pesado trozo de tubería en los tanques, liberándolo (lo que permitió que el oxígeno líquido inundara el aíre ya frío) y golpeando al servidor hasta dejarlo inmóvil. Eliminaron los servidores restantes de la misma forma.

Próspero llegó cuando estaban conectando la esfera comunicadora holográfica sobre el panel de control, y el magus se aseguró de que sus ajustes en los tanques de vaciado fueran correctos. Primero, desconectaron los fax-nódulos de entrada. Luego faxearon inmediatamente los Veinte ilesos de vuelta a sus nódulos terrestres antes de que empezara ninguna reparación. Próspero dijo que no era posible acelerar el trabajo de los gusanos azules y el fluido azul, así que dejaron esos tanques cumpliendo su ciclo. Los humanos que flotaban desnudos y estaban a punto de terminar su curación fueron faxeados pronto de vuelta. De los seiscientos sesenta y nueve tanques de la fermería, todos menos treinta y ocho estaban ya vacíos. Treinta y seis eran reparaciones masivas y dos eran corrientes, de Veintes que habían faxeado e iniciado su reparación normal antes de que Harman y Daeman consiguieran desconectar los ordenadores.

—Además, complace a Setebos trabajar —siseó la invisible voz de Calibán.

—¡Cállate! —gritó Daeman. Se movió entre los brillantes tanques, intentando no flotar en la baja pero apreciable gravedad que allí había. Las sombras danzaban por todas partes pero ninguna de ellas era lo bastante sólida como para disparar.

—No logra hacer algo: apilado en vuestra pila de hierbas, y cuadrado y atascados tres cuadrados de suave tiza blanca —susurró Calibán desde la oscuridad—. Y, con un diente de pez, arañó una luna para cada uno, y puso boca arriba varias espinas de un árbol y lo coronó todo con un cráneo de perezoso en... cima, lo encontró muerto en el bosque, demasiado difícil para uno solo. No tiene sentido el trabajo por bien del trabajo solo. Alguien lo volverá en contra: así Él.

Harman se echó a reír.

—¿Qué? —Daeman caminó y flotó de vuelta a los controles virtuales, donde la holosfera permitía a Próspero estar de pie. Había piezas de servidores por todo el suelo, imitando la mesa del caníbal entre las sombras.

—Tenemos que salir pronto de aquí —-dijo Harman, frotándose los ojos enrojecidos—. Lo que dice el monstruo empieza a tener sentido para mí.

—Próspero —dijo Daeman, escrutando de sombra en sombra en el bosque oscuro de tanques de suave brillo—. ¿Quién o qué es ese Setebos del que Calibán no para de hablar?

—El dios de la madre de Calibán —dijo el magus.

—Y tú dijiste que la madre de Calibán está también por alguna parte. —Daeman empuñó el arma con una mano y se frotó los ojos con la otra. Veía la fermería borrosa, y sólo en parte debido al vapor flotante del oxígeno líquido vertido.

—Sí, Sicórax todavía vive —dijo Próspero—. Pero no en esta isla. En esta isla ya no.

—¿Y ese Setebos? —inquirió Daeman.

—-El enemigo del Silente —dijo Próspero—. Como su congregación de dos, un amargo corazón que deja pasar el tiempo y muerde.

Las alarmas zumbaron sobre la consola. Harman activó los controles virtuales. Tres humanos curados más (casi curados, al menos) fueron faxeados. Quedaban treinta y cinco.

—¿De dónde vino ese Setebos? —preguntó Harman.

—Vino de la oscuridad con los voynix y otras cosas —dijo Próspero—. Un fallo menor de cálculo.

—¿Es Odiseo uno de los otros seres traídos de la oscuridad? —preguntó Daeman.

Próspero se echó a reír.

—Oh, no. Ese pobre tipo fue enviado aquí por una maldición, desde esa encrucijada a donde han huido la mayoría de los posthumanos. Odiseo está perdido en el tiempo, obligado a vagabundear por una dama malvada a quien yo conozco como Ceres, pero a quien Odiseo conoció... en todos los sentidos... como Circe.

—No comprendo —dijo Harman—. Savi dijo que descubrió a Odiseo hace poco, dormido en una de sus criocámaras.

—Eso era verdad —dijo Próspero—, pero también mentira. Savi sabía lo del viaje de Odiseo y adonde pretende ir. Lo usó igual que él la usó a ella.

—¿Pero es el aqueo del drama turín? —preguntó Daeman.

—Sí y no —dijo Próspero a su enloquecedor modo—. El drama muestra un tiempo y un relato que se ha dividido. Este Odiseo es de una de esas ramas, sí. No es el Odiseo de todo el relato, no.

—Todavía no nos has dicho quién es Setebos —dijo Harman. Tenía poca paciencia. Seis humanos más partieron de sus tanques, terminados y curados. Sólo quedaban veintinueve. Faltaban veinte minutos para tener que correr hacia el sonie. El acelerador lineal estaba tan cerca que podían verlo por la ventana sin ninguna amplificación. El agujero de gusano era una esfera de luz y oscuridad cambiantes.

—Setebos es un dios cuya característica es el poder puro, arbitrario —dijo Próspero—. Mata al azar. Perdona a capricho. Asesina a muchos pero sin pauta ni plan. Es un dios del once de septiembre. Un dios de Auschwitz.

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