Ilión (39 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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Helena detuvo el recital y pareció estudiarme. No se me ocurrió nada que decir. Había un pozo sin fondo de amargura bajo sus frías e irónicas palabras. No, no era amargura, advertí al mirarla a los ojos: tristeza. Una terrible, cansada tristeza.

—Hock-en-beee-rry —continuó Helena—. ¿Crees que soy la mujer más hermosa del mundo? ¿Has venido a secuestrarme?

—No, no he venido a secuestrarte. No tengo ningún sitio a donde llevarte. Mis propios días están contados por la ira de los dioses: he traicionado a mi musa y a su jefa, Afrodita, y cuando Afrodita cure de las heridas que le causó ayer Diomedes, me borrará de la faz de la tierra tan seguro como que estamos aquí.

—¿Sí? —dijo Helena.

—Sí.

—Ven a la cama... Hock-en-beee-rry.

Me despierto a la luz gris previa del amanecer, después de haber dormido sólo unas pocas horas después de nuestros dos últimos encuentros amorosos, pero sintiéndome perfectamente descansado. Estoy de espaldas a Helena, pero sé que ella está también despierta en esta gran cama de columnas talladas.

—¿Hock-en-beee-rry?

—¿Sí?

—¿Cómo sirves a Afrodita y los otros dioses?

Pienso en eso un momento y luego me doy la vuelta. La mujer más hermosa del mundo está tendida a la tenue luz, apoyada en un codo. Su pelo largo y oscuro, revuelto por nuestro encuentro, cae sobre su hombro y su brazo desnudos, mientras sus ojos, con las pupilas dilatadas y oscuras, se clavan en los míos.

—¿A qué te refieres? —pregunto, aunque creo saberlo.

—¿Por qué te trajeron los dioses a través del tiempo y el espacio, como tú dices, para servirlos? ¿Qué sabes tú que ellos necesiten?

Cierro los ojos un momento. ¿Cómo puedo explicárselo? Si le respondo con sinceridad será una locura. Pero como admití antes, ya estoy harto de mentir.

—Sé algo sobre la guerra que se está librando —respondo—. Sé algunos de los acontecimientos que sucederán... que
podrían
suceder.

—¿Sirves a un oráculo?

—No.

—¿Eres entonces augur? ¿Un sacerdote a quien alguno de los dioses le ha dado esa visión?

—No.

—Entonces no lo comprendo —dice Helena.

Me agito, me siento en la cama; coloco los cojines para estar más cómodo. Todavía está oscuro, pero un pájaro empieza a cantar en el patio.

—-En el lugar de donde vine —susurro—, hay un canto, un poema, sobre esta guerra. Se llama la
Ilíada
. Hasta ahora, los acontecimientos de la guerra se parecen a los que allí se cantan.

—Hablas de este asedio y de esta guerra como si ya fuera un relato antiguo en la tierra de donde eres —-dice Helena—. Como si todo esto hubiera ocurrido ya.

No se lo admitas. Sería una locura.

—Sí —digo—. Ésa es la verdad.

—Eres uno de los Hados —dice.

—No. Sólo soy un hombre.

Helena sonríe con picardía. Toca el valle entre sus pechos donde yo he llegado al clímax hace apenas unas horas.

—Eso ya lo sé, Hock-en-beee-rry.

Me ruborizo, me froto las mejillas y noto la barba. Nada de afeitarse esta mañana en los barracones de los escólicos.
¿Para qué molestarse? Sólo te quedan horas de vida
.

—¿Responderás a mis preguntas sobre el futuro? —pregunta, en voz terriblemente baja.

Sería una locura hacerlo.

—En realidad no conozco vuestro futuro —digo, sinceramente—. Sólo los detalles de ese poema, y ha habido muchas discrepancias entre él y los acontecimientos reales...

—¿Responderás a mis preguntas sobre el futuro? —posa su mano en mi pecho.

—Sí —digo.

—¿Está condenada Ilión? —La voz de Helena es firme, calmada, suave.

—Sí.

—¿Será tomada por la fuerza o por la astucia?

Por el amor de Dios, no puedo decirle eso
, pienso.

—Por la astucia —digo.

Helena sonríe.

—Odiseo —murmura.

Yo no digo nada. Me digo que, si no le doy ningún detalle, estas revelaciones no afectarán a los hechos.

—¿Morirá París antes de que caiga Troya? —pregunta ella.

—Sí.

—¿A manos de Aquiles?

¡Nada de detalles!
, clama mi consciencia.

—No —-digo. Al
carajo
.

—¿Y el noble Héctor?

—Muerte —digo, sintiéndome como una especie de juez sádico.

—¿A manos de Aquiles?

—Sí.

—¿Y Aquiles? ¿Volverá vivo de esta guerra?

—No.

Su destino estará sellado en cuanto mate a Héctor, y lo sabe, lo sabe por una profecía que ha llevado consigo como un cáncer durante años. ¿Una vida larga o la gloria? Homero dijo que ésa fue... es... será la decisión que debe tomar. Pero, según la profecía, sólo será conocido como hombre, no como el semidiós en el que se convertirá si mata a Héctor en combate. Pero tiene una opción. ¡El futuro no está decidido!

—¿Y el rey Príamo?

—Muerte —digo, con un ronco susurro.
Asesinado en su propio palacio, en su templo privado en honor a Zeus. Será hecho pedazos como un ternero sacrificado a los dioses.

—¿Y el hijo pequeño de Héctor, Escamandrio, a quien el pueblo llama Astianacte?

—Muerte —digo. Cierro los ojos ante la imagen de Pirro arrojando al niño desde la muralla.

—¿Y Andrómaca, la esposa de Héctor? —susurra Helena.

—Esclavizada —digo. Y Helena continúa con esta letanía de preguntas, estoy seguro de que me volveré loco. No importaba desde la distancia, desde la mirada desinteresada de observador de un escólico. Pero ahora estoy hablando de gente a la que he visto y conocido... y con la que me he acostado. Me sorprendo que Helena no haya preguntado por su propio destino. Tal vez no lo haga nunca.

—¿Y yo moriré en Ilión? —pregunta, la voz todavía calma.

—No.

—¿Pero me encontrará Menelao?

—Sí.

Me siento como uno de esos muñecos de feria que te decían la fortuna, tan populares en mi infancia. ¿Por qué no le respondo como lo harían ellos? Sería más parecido al Oráculo de Delfos:
El futuro es vaporoso
. O:
Pregunta otra vez
. ¿Estoy alardeando ante esta mujer?

Ya es demasiado tarde.

—¿Menelao me encuentra pero no me mata? ¿Sobrevivo a su cólera?

—Sí.

Recuerdo el relato de Odiseo en la Odisea. Menelao encuentra a Helena escondida en las habitaciones de Deífobo, en el gran palacio real, cerca del altar de Paladión, y el marido cornudo se abalanza hacia ella, la espada desnuda, con la intención de matar a la hermosa mujer. Helena descubrirá su pecho a su marido, como invitando a descargar el
golpe, como deseándolo... y entonces Menelao dejará caer la espada y la besará. No está claro si Deífobo, uno de los hijos de Príamo, morirá a manos de Menelao antes o después de esto...

—¿Pero me lleva de vuelta a Esparta? —susurra Helena—. Paris muerto, Héctor muerto, todos los grandes guerreros de Ilión muertos o pasados por la espada, todas las grandes mujeres de Troya muertas o arrastradas a la esclavitud, la ciudad incendiada, su muralla derribada y sus torres destruidas, la tierra cubierta de sal para que nada vuelva a crecer jamás... ¿y yo viviré y Menelao me llevará de vuelta a Esparta?

—Algo así —digo yo, advirtiendo lo absurdo que parece.

Helena se levanta de la cama y camina desnuda hasta la terraza que da al patio. Durante un minuto olvido mi papel de Casandra y me quedo embobado contemplando el cabello oscuro que le cae por la espalda, sus perfectos glúteos y sus piernas fuertes. Permanece desnuda en la balaustrada, sin volverse hacia mí, y dice:

—¿Y qué hay de ti, Hock-en-beee-rry? ¿Te han dicho los Hados tu propio destino a través de ese poema suyo?

—No —confieso—. No soy lo bastante importante para aparecer en el poema. Pero estoy bastante seguro de que moriré hoy.

Ella se vuelve. Espero que Helena esté llorando después de lo que le he contado (si es que me cree), pero sonríe levemente.

—¿Sólo «bastante seguro»?

—Sí.

—¿Morirás a causa de la cólera de Afrodita?

—Sí.

—He sentido esa cólera, Hock-en-beee-rry. Si se le antoja matarte, lo hará.

Bueno, eso sí que es dar ánimos
. Callo durante un rato. Desde la terraza abierta llega un rumor.

—¿Qué es eso? —pregunto.

—Las mujeres de Troya siguen suplicando a Atenea piedad y protección divina, cantan y hacen sacrificios en su templo, como ordenó Héctor —dice Helena. Se da de nuevo la vuelta y contempla el patio interior, como si intentara encontrar al solitario pájaro que canta.

Demasiado tarde para la piedad de Atenea
, pienso. Entonces, sin pensarlo, digo:

—Afrodita quiere que mate a Atenea. Me ha dado el Casco de Hades y otras herramientas para que pueda hacerlo.

Helena vuelve la cabeza e incluso a la tenue luz percibo su expresión de sorpresa, su palidez. Es como si finalmente hubiera reaccionado a mi terrible oráculo. Desnuda, regresa y se sienta al borde de la cama, donde yo estoy apoyado en un codo.

—¿
Matar
a Atenea, has dicho? —susurra, la voz más baja que nunca.

Asiento.

—¿Se puede entonces matar a los dioses? —pregunta Helena, la voz tan baja que apenas consigo oírla desde un palmo de distancia.

—Creo que se puede —digo—. Ayer mismo, oí a Zeus decirle a Ares que los dioses podían morir.

Entonces le hablo de Afrodita y Ares, de sus heridas, el extraño lugar donde están curándose. Le explico cómo Afrodita saldrá hoy de esta tina, cómo es posible que ya lo haya hecho, ya que el Olimpo sigue el mismo esquema día-noche que Ilión y allí ya es también mañana.

—¿Puedes viajar al Olimpo? —susurra ella. Helena parece perdida en sus pensamientos. Su expresión ha cambiado lentamente de la sorpresa a... ¿qué?—. ¿Ir y volver de Ilión al Olimpo cada vez que te plazca? —pregunta.

Vacilo. Sé que ya he contado demasiado.
¿Y si esta Helena es solamente mi musa morfeada?
Se que no lo es. No me pregunten cómo lo sé. Y al infierno si lo es.

—Sí —respondo, también susurrando ahora, aunque el personal de la casa no está despierto todavía— Puedo ir al Olimpo cuando quiero y quedarme allí sin que me vean los dioses.

A excepción del pajarillo que piensa que ya es de día, la ciudad y el palacio están extrañamente silenciosos. Hay guardias en la entrada principal, lo sé, pero no oigo el roce de sus sandalias ni el golpeteo de sus lanzas sobre la piedra. Las calles de Ilión, nunca totalmente en silencio, parecen calladas ahora. Incluso los cánticos de las mujeres en el templo de Atenea han cesado.

—¿Te dio Afrodita los medios para matar a Atenea, Hock-en-beee-rry? ¿Algún arma de los dioses?

—No.

No le hablo del Casco de la Muerte de Hades ni del medallón TC. Ninguna de esas cosas podrían matar a una diosa.

De repente la corta daga aparece de nuevo en su mano, a pulgadas de mi piel.
¿Dónde guarda esa cosa? ¿Cómo la hace aparecer así?
Supongo que los dos tenemos nuestros pequeños secretos.

La daga se acerca.

—Si te mato ahora —susurra Helena—. ¿cambiará la canción de Ilión que conoces? ¿Cambiará el futuro... este futuro?

Éste no es el momento de ser sincero, Tommy, chico
, me advierte la parte cuerda de mi cerebro. Pero digo la verdad de todas formas.

—No lo sé. No veo cómo. Es mi... destino... morir hoy. Supongo que no importa si es por tu mano o la de Afrodita. De todas formas, no soy un actor de este drama, sólo un observador.

Helena asiente pero sigue pareciendo distraída, como si su pregunta sobre mi muerte tuviera pocas consecuencias de todas formas. Alza la daga hasta que su punta casi toca la firme carne blanca bajo su barbilla.

—Si me quito la vida ahora mismo, ¿cambiará la canción? —pregunta.

—No sé cómo salvará a Ilión o cambiará el resultado de la guerra —respondo. Esto no es completamente cierto. Helena es una figura central de la
Ilíada
de Homero, y no tengo ni idea de si los griegos se quedarían a terminar la lucha o no si ella se suicida. ¿Por qué lucharían si Helena estuviera muerta?
Por la gloria, el honor, el botín
. Pero con Helena eliminada como premio para Agamenón y Menelao, y Aquiles todavía rumiando en su tienda, ¿habría botín suficiente para mantener a las decenas y decenas de miles de aqueos en la batalla? Llevan saqueando las tierras y ciudades costeras de Troya casi una década ya. Tal vez ya hayan tomado suficiente y estén buscando una excusa, y por eso Menelao aceptó el combate singular con París para decidirlo todo, antes de que Afrodita se llevara a Paris.
De vuelta a la cama, Helena y Paris practicando el sexo en esta misma cama hace unas pocas horas
. Tal vez el suicidio de Helena terminaría en efecto con la guerra.

Ella baja la daga.

—He pensado en matarme desde hace diez años, Hock-en-beee-rry. Pero tengo demasiada ansia por la vida y demasiado poco amor a la muerte, aunque merezca morir.

—No mereces morir —digo yo.

Ella sonríe.

—¿Merece morir Héctor? ¿Lo merece su bebé? ¿Y el noble Príamo, el más generoso de los padres para conmigo? ¿Se merecen morir todas esas personas a quienes oyes despertarse en la ciudad? Incluso los guerreros de Aquiles y todos los demás que ya han bajado al frío Hades... ¿se merecen morir por una mujer casquivana que eligió la pasión y la vanidad y el secuestro por encima de la fidelidad? ¿Y qué hay de los miles de mujeres troyanas que han servido bien a sus dioses y maridos, pero que serán apartadas de sus hogares y sus hijos y serán vendidas como esclavas por mi culpa? ¿Merecen ese destino, Hock-en-beee-rry, sólo porque yo escogí vivir?

—No te mereces morir —digo tozudamente. Todavía tengo su olor en mi piel, mis dedos, mi pelo.

—Muy bien —dice Helena, y desliza la daga bajo el colchón—, ¿Entonces me ayudarás a vivir y seguir libre? ¿Me ayudarás a detener esta guerra? ¿O a cambiar al menos su resultado?

—¿Qué quieres decir?

Me pongo en guardia. No tengo ningún interés en intentar ayudar a los troyanos a ganar esta batalla. Y no podría hacerlo si lo intentara. Hay demasiadas fuerzas en juego, por no mencionar a los dioses.

—Helena —digo—, hablaba en serio cuando decía que no me queda tiempo. Afrodita saldrá hoy de su tina de recuperación, y aunque pueda esconderme de los otros dioses, ella podrá encontrarme cuando quiera. Aunque no me mate en el acto por desobedecerla, no tendré libertad para actuar en el poco tiempo que me queda como escólico.

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