Read Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
»Durante todo el rato estuve tratando de averiguar quién podía haber descubierto mi secreto, cargándome con unas culpas de las que era inocente.
»En cuanto empezó el interrogatorio, me di cuenta de que me iba a resultar muy difícil justificarme, pues el criado que me diera el aviso de que me aguardaba una dama no aparecía por ninguna parte, y aunque no tengo pruebas de ello, todo demuestra que era el mismo Clarke, debidamente disfrazado.
»Cuando sin nadie que probara mi coartada vi que Clifton Overbeck salía en mi ayuda, me asusté más que me alegré. Aquel soldado tenia más aspecto de listo y podía descubrirme fácilmente. En realidad me descubrió y me lo dio a entender con toda claridad, llamándome
Coyote
y citándome a la noche siguiente. Acudí a la cita; pero Clarke, que sospechó lo que Overbeck había descubierto, es decir, su identidad al mismo tiempo que la mía, logró anticiparse fingiendo que me tendía una trampa y le asesinó. Luego hizo lo posible para matarme.
—¿Crees que Overbeck descubrió a Clarke? —preguntó Greene.
—Estoy seguro. Aunque Clarke había disimulado sus facciones con una gran barba postiza, hay detalles en el andar, en el moverse, en los ademanes y gestos, que son inconfundibles, sobre todo para quien, como Overbeck, había servido mucho tiempo a las órdenes de Clarke.
»Al asesinarse al gobernador, y verme abrumado de pruebas acusatorias, comprendí que se buscaba mi perdición, y como ya sospechaba del llamado sargento Clemens, empecé a reflexionar y pronto di con la solución.
»No fue difícil. Sólo una persona podía conocer mi identidad. Esa persona era Clarke. Después de nuestro encuentro en el rancho Acevedo, Clarke huyó. Pero quizá no tan pronto como creímos. Pudo quedarse unos días allí, comprobar que yo estaba herido y adivinar que era
El Coyote
. Siendo él un perseguido por la justicia no podía encontrar ningún beneficio en acusarme a mí; pero cuando, entrando en relación con los elementos esclavistas vio la posibilidad de que sirviéndoles podría ganar dinero y deshacerse de mí, vengando así su derrota, lanzóse de lleno a la lucha y comenzó a tejer a mi alrededor una tupida tela de araña en la que, sin darme cuenta, me vi cogido. Primero, adoptando mi personalidad, cometió delitos que debían hacerme antipático y odioso; luego, ya más seguro, y de nuevo en el Ejército, preparó el golpe final que debía servirle para eliminar al gobernador de California y al
Coyote
, satisfaciendo así los intereses de sus amos y su venganza personal.
—¿Para qué utilizó la barba postiza? —preguntó Greene.
—Para desfigurarse. Eso ante todo. Luego, también la necesitaba para poder aparecer en un momento dado sin barba y adoptar la personalidad del
Coyote
. Si hubiera ido sin barba le habrían reconocido, y si la barba hubiese sido legítima nadie le habría creído
El Coyote
. Era muy expuesto; pero él confiaba poderse deshacer de mí. Una vez eliminado al
Coyote
hubiera podido dejarse crecer la barba natural y pasar inadvertido hasta el momento de regresar a Nueva Orleans.
»Por fortuna Leonor me ayudó mucho. En cuanto llegó supo la verdad acerca de los crímenes que se me achacaban y obedeció las instrucciones que le daba en la carta. Vistióse con un traje exacto al que yo llevaba y encima se puso un vestido de mujer. Luego, a la hora fijada fue a verme a la cárcel adoptando una actitud que desconcertó al carcelero. Una vez en la celda ella me dio el traje de mujer y mientras yo me lo ponía fuimos fingiendo una discusión. Así pude salir de la cárcel, recoger en un lugar determinado mis ropas y armas, ir a casa de Ortega, matar a Clarke, volver a vestirme de mujer, regresar a la cárcel y ocupar de nuevo el puesto de Leonor. Ella volvió a salir y el carcelero no se enteró de que durante un par de horas yo estuve fuera de la prisión. No sabiéndome en libertad provisional, quedó bien demostrado que no era
El Coyote
.
—¿Y no lo eres? —preguntó en voz baja Edmonds.
—Tal vez conviene dejar de serlo por algún tiempo.
—Lo lamentaría, pues he venido a ofrecerte un importante trabajo.
—¿Tú?
—Sí, yo. Un trabajo en el peor lugar de toda California. Como es el Valle de la Muerte.
—¿A favor de quién he de realizar ese trabajo?
—A favor de las personas honradas que exponen su vida en aquellos lugares. No hay premio material. No tendrás ninguna ayuda del Gobierno, y sólo tú, yo, y tu esposa sabremos la verdad.
—Es bastante —sonrió
El Coyote
—. Me pondré en marcha en seguida.
—Puedes, y creo que debes, ir con tu mujer. Así nadie sospechará nada.
—¿Llevar a Leonor?
—Sí, disfrazada. Escucha bien lo que voy a decirte.
FIN
Todo cuanto le dijo su cuñado, don César, es tristemente cierto —suspiró Jacob Bauer—. La Ley en este valle no existe. Y más que no existir es que ni se conoce, ni se menciona por nadie. El asesinato está a la orden del día. Hasta hace unos meses, y quizá usted me juzgue mal por lo que voy a decir, estábamos relativamente tranquilos porque las víctimas de esos misteriosos bandidos eran, sólo, mejicanos, quiero decir, californianos. Puede que en nuestro pecado al tolerar la repetición de aquellos crímenes esté nuestra penitencia y se justifique nuestro castigo, pues ahora somos víctimas también nosotros.
—¿Todos los californianos que poseían tierras han sido despojados de ellas? —preguntó César de Echagüe.
—Sí —contestó Jacob Bauer, que vestía a la moda de los hacendados del Oeste, es decir, con pantalón embutido en altas botas de montar, chaqueta corta y camisa clara. Su abundante cabellera listada ya de gris y peinada hacia atrás estaba cortada por debajo de la nuca. Una faja de lana le ceñía la cintura y de ella pendía un sencillo cinturón de cuero con una funda vacía. El arma destinada a aquella funda, uno de los primitivos revólveres Colt modelo Paterson, había sido dejada poco antes sobre la repisa de la chimenea del salón de la casa de Bauer.
Su compañero vestía a la moda mejicana, y quienes conocían a César de Echagüe como uno de los hombres más ricos de Los Ángeles y, también, como uno de los que mejor vestían, hubiéranse asombrado viéndole ataviado más como un peón que como un hacendado.
Jacob Bauer habíase asombrado bastante al ver llegar a aquel hombre, tan distinto del que esperaba. Su asombro fue tan grande que no pudo evitar revelarlo.
—El señor Greene me habló de que usted era el hombre más indicado para ayudarnos a resolver el misterio de estas tierras; pero temo que no esté muy en condiciones para lograrlo. La gente de aquí es muy dura.
—Yo también lo soy —sonrió el californiano—. Lo que ocurre es que a veces me invade cierta languidez o cansancio y entonces, durante unas semanas, no soy capaz de mover ni un pie; pero después de un buen descanso estoy en condiciones de moverme muy bien.
Bauer sonrió levemente y luego, inclinándose hacia César, dijo:
—¿Consideraría usted una indiscreción muy grande por mi parte que le preguntase qué motivos le han impulsado a venir aquí?
César de Echagüe tardó unos minutos en contestar. Durante todo este tiempo estuvo eligiendo, entre varios, un buen cigarro, examinando hasta el menor detalle de la hoja exterior, luego lo encendió como si en vez de un cigarro se tratase de una varilla de incienso destinada a un dios pagano y, por último, después de aspirar con fruición las primeras bocanadas de humo, contestó:
—En primer lugar me interesa visitar la región del lago Owen, después quisiera visitar las laderas del Whitney y los altos árboles que crecen por allí y, finalmente, y esto debe quedar entre nosotros, quisiera adquirir ciertos terrenos.
—¿Puedo preguntar cuáles?
—Desde luego; pero quizá yo no le conteste —sonrió César.
—¿Por qué? ¿Es que no tiene confianza en mí?
—Tengo confianza hasta cierto punto; más allá del cual cesa la confianza y empieza la prudencia.
—Perdone mi indiscreción —replicó, con evidente disgusto, el estanciero—. Pensé que podría ayudarle.
—No se trata de tierras próximas al lago Owen —replicó César—. No quiero hacerles una competencia demasiado grande. Lo que yo quiero está situado, según sospecho, en el Valle de la Muerte.
—¿El Valle de la Muerte? ¿El peor lugar del mundo?
—La Naturaleza tiene la desagradable costumbre de colocar sus mejores dones en los puntos peores.
—¿Cree que en el Valle de la Muerte hay oro? —preguntó, anhelante, Bauer.
—Estoy seguro de que en el Valle de la Muerte hay oro; pero no es eso lo que a mí me interesa. El oro abunda en mis tierras, y tengo a bastantes peones trabajando en su extracción. Busco otra cosa.
—¿Agua salada? —preguntó Bauer.
—Tal vez —rió el californiano—. Pero eso no tiene demasiado interés para usted. Explíqueme todo cuanto ocurre en el Valle de la Grana.
—Creo que su cuñado ya le explicó lo que sucedía. Existen fuerzas ocultas que han organizado el crimen de tal forma, que en menos de un año los californianos que poseían tierras en este valle se han visto despojados de ellas de dos maneras: En primer lugar, se les ha obligado a vender a cualquier precio. Una tercera parte de esos campesinos comprendió en seguida que en su lucha contra nosotros, y con ello me refiero a los norteamericanos, llevaban las de perder y vendieron casi antes de ser conminados a hacerlo. Así se vendieron unas setecientas propiedades, de las cuales yo compré unas trescientas, aprovechándome, lo reconozco con cierta vergüenza, de la labor de esas cuadrillas de bandidos.
—¿Y el resto hasta las setecientas? —preguntó César.
—Irah Bolders adquirió unas doscientas, y el resto fue comprado por Peter Blythe, Daniel Baker, Manoel Beach y Tobías Banning, o sea por el grupo principal de los norteamericanos que nos hemos dedicado a cultivar tierras y criar ganado. Los restantes norteamericanos han preferido dedicar sus actividades al comercio, aunque algunos tienen pequeños ranchos donde crían ganado menor. Hubo tres compatriotas nuestros, Holt, Redland y Searles que también quisieron probar fortuna con el ganado; pero comenzaron demasiado tarde y tras algunos fracasos tuvieron que vender sus tierras a Peter Blythe.
—¿Cuál fue el otro medio empleado para despojar a los antiguos propietarios?
—El asesinato. Quedaban aún en poder de los californianos, o sea el elemento indígena, unas mil propiedades repartidas entre unos seiscientos campesinos. En un año esos seiscientos hombres han muerto asesinados, después de haber desatendido las advertencias que recibieron de esos misteriosos bandidos. Sus familias, demasiado asustadas, no intentaron resistir y cedieron las tierras por el precio que se les quiso ofrecer.
—¿Y fue Bolders quien las compró?
—¿Por qué pregunta eso, don César?
—Porque me ha parecido que usted sospecha de que Bolders es el poder oculto que mueve esas manos asesinas. ¿No es cierto?
—Irah Bolders es un hombre poderoso, a quien respalda una gran fortuna —replicó Bauer, acariciándose el bigote con las yemas de los dedos—. No quiero lanzar ninguna acusación directa contra él, porque además de ser muy poderoso es listo o astuto. La realidad es que él compró una parte sustancial de dichas propiedades; pero también los demás rancheros compramos muchas de aquellas tierras. El propio Bolders nos reunió y dijo que seríamos unos tontos si no aprovechábamos la oportunidad. Él se quedó con una tercera parte y el resto lo compramos Blythe, Baker, Banning, Beach y yo.
—O sea que entre los seis acaparan ahora lo mejor del Valle de la Grana.
—Eso es.
—¿Y teme que dentro de poco ese número se vaya reduciendo? —preguntó César.
—En realidad se ha reducido ya. Peter Blythe y Manoel Beach no tenían familia conocida aparte de sus esposas, ya muertas, y un hijo cada uno. Esos hijos debían ser los herederos absolutos de sus fincas; pero un día se pelearon en una de las tabernas de Grana y de no intervenir los que se hallaban presentes se hubieran matado allí mismo. Al día siguiente el hijo de Peter Blythe fue hallado muerto de un balazo en la espalda. Su cadáver se halló en el camino que conduce al Valle de la Muerte. Unas horas antes de abandonar el rancho recibió una carta en la cual se le citaba allí para ofrecerle pruebas de la identidad del hombre que maneja a los asesinos de este valle. El muchacho fue allí y su padre, al enterarse del lugar a donde había ido, le siguió con un grupo armado. Desde un altozano vieron un cuerpo tendido en el suelo y a un hombre inclinado sobre él. Galoparon hacia allí y el otro hombre escapó a todo correr. No pudo ser alcanzado; pero Peter Blythe creyó reconocer el caballo y solicitó del
sheriff
que se investigara en el rancho de Manoel Beach. Se llegó allí y encontróse el caballo del hijo de Manoel con evidentes muestras de haber corrido mucho. Escondida entre la alfalfa de la cuadra halló una escopeta recién disparada. Acosado a preguntas y abrumado a pruebas, Charles Beach confesó haber estado junto al cadáver del hijo de Blythe, explicando que también a él se le había citado allí; pero que al llegar se encontró con el cadáver de Lionel Blythe. Creyendo que estaba sólo herido, trató de hacer algo por él. Al comprobar que estaba muerto y ver que un grupo de jinetes iba hacia él, temió que se tratase de los asesinos y huyó.