Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (20 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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—Claro —bostezó César—. ¿Cómo iba a sospechar de mí? ¡Qué tonterías dices a veces, Leonor! Dejemos al señor Carr y vayamos a hablar con el señor Beach. Estoy deseando comprar esas tierras de Ryan.

—¿Quieren comprar tierras en Ryan? —preguntó, súbitamente interesado, el
sheriff
.

—Sí, eso quiero —respondió César.

—Ryan está en el Valle de la Muerte.

—Eso creo.

—Es un lugar terrible. Además no hay agua…

—En Ryan hay agua abundante.

—¿Y qué piensa hacer allí?

César se encogió de hombros.

—Tuve un sueño en el cual yo me encontraba en Ryan comprando tierras, y vi que de aquellas tierras salía una especie de sal que se llama bórax, y que usted no debe de conocer. Esa sal se llevaba en unas carretas enormes tiradas por veinte mulas. Estoy seguro de que fue un aviso providencial y quiero comprobar si es cierto.

—¿Y el señor Beach quiere venderle esas tierras?

—Se las quise comprar al señor Bauer, pero los acontecimientos me lo impidieron. También pensaba comprar al señor Banning; pero usted me lo impidió. Ahora procuraré que el señor Beach me las venda, si nadie se interpone.

Carr no replicó nada, y César, poniéndose en pie, salió de la oficina, seguido por su mujer. Al quedar solo, el
sheriff
se acarició la barbilla unos momentos, luego abrió un cajón y sacó de él unos documentos, los consultó y frunció el entrecejo; luego, descargando un puñetazo sobre la mesa guardó aquellos documentos y abrió el papel en el que aparecía el mensaje del
Coyote
.

—¡Está bien! —gruñó—. ¡Veremos quién terminará con quién!

Esley Carr tenía la frente bañada en sudor y al ir a sacar un pañuelo para enjugárselo, un papel revoloteó hasta el suelo. Inclinóse a recogerlo y vio que era una nota. Al abrirla lo primero que vieron sus ojos fue la inconfundible cabeza de un coyote como firma de este mensaje:

YO TERMINARÉ CONTIGO. TE DOY VEINTICUATRO HORAS PARA ABANDONAR TU PUESTO.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Carr. ¿Cómo había llegado hasta allí aquel mensaje que contestaba tan amenazadoramente a la pregunta que él acababa de formularse?

Recordó las palabras de César de Echagüe y de su esposa. ¿Y si aquel californiano que demostraba tanta cobardía y, al mismo tiempo, tenía respuestas tan mordientes, fuera en realidad
El Coyote
?

—De todas formas es mejor terminar con él —decidió Carr—. Tanto si es o no
El Coyote
, se interpone en nuestro camino. Es un obstáculo que necesitamos eliminar.

Capitulo VI: Más fuerte que el odio

Lucy Banning despertó a principios de la tarde. Junto a su lecho estaba Leonor y la joven sintió un gran alivio al ver a aquella mujer que tan buena y comprensiva se había mostrado.

—¿Cómo he podido dormir tanto? —murmuró.

—Gracias a un narcótico —explicó Leonor—. Por cierto que fue tan fuerte que ya temíamos que no llegase a despertar nunca.

Lucy miró a su alrededor.

—Pronto podré volver a mi casa —murmuró—. Allí estaremos mejor. Ustedes me acompañarán.

—Lucy —interrumpió Leonor—. Es mejor que sepa usted la verdad. Casi todas sus tierras han sido incautadas. En el mejor de los casos sólo conservará el rancho y los huertos inmediatos. Parece ser que el ganado y los pastos van a parar a manos de Irah Bolders, que ha pagado por ellos la indemnización que se ha de dar a la familia de Kirkland, el hombre que murió a consecuencia del disparo que le hizo su padre.

—Pero… nuestras tierras valían una gran fortuna…

—Tal vez; pero no olvide que está en un sitio donde la ley sólo es ley para algunos. Por ejemplo, para usted. De todas formas, confíe en nosotros. Haremos lo posible por defender sus intereses.

—Pero… ¿dónde está su marido?

César de Echagüe estaba en aquellos momentos entregado a una tarea muy impropia de un hombre, aunque él no parecía concederle importancia a ese hecho. En la parte trasera del hotel había tendido unas cuerdas entre unos cuantos postes y de ellas tendía la ropa que Leonor había lavado poco antes.

Philip Bauer le halló ocupado en ese trabajo y disimulando su asombro, preguntó:

—¿Cómo está Lucy?

—¡Oh, mi buen amigo! —rió César—. Creo que la señorita Banning ha despertado ya. Mi señora la está atendiendo. ¿Desea usted verla?

Philip vaciló un momento.

—Me gustaría… pero…

—¿Qué le ocurre?

—He tenido una discusión un poco violenta con mi padre —replicó el joven—. No quisiera criticarle, porque al fin y al cabo es mi padre; pero me ha dicho que no ve con buenos ojos que yo pretenda casarme con Lucy.

—¿Le ha expuesto las causas?

—Dice que sobre el nombre de su padre pesa una mancha… Además, dice que Banning quiso asesinarle…

—No se preocupe demasiado por eso —rió César—. Su padre rectificará. Si le quiere…

—Me quiere; pero a veces no le comprendo. Él tiene ambiciones. Dice que la hija de Irah Bolders me conviene más.

—¿Por qué?

—Porque heredará una parte de la fortuna de su padre.

—¿Tiene un hijo varón el señor Bolders?

—Sí.

—Comprendo. Bien, suba a ver a su novia y dígale… dígale que ha roto con su padre y que de ahora en adelante usted sólo tendrá lo que gane con su trabajo. Eso le causará buen efecto.

—Pero…

—¿No se atreve a hacer frente a la vida?

—Sí; pero abandonar a mi padre…

—¿Ha vivido siempre junto a él?

—No. En realidad estuvimos separados unos años, mientras él hacía fortuna en California; pero antes y luego siempre ha sido un buen padre para mí.

—Si él le quiere le perdonará. Conviene que el amor sea más fuerte que el odio. Además, yo intervendré a su favor.

Philip Bauer dio efusivamente las gracias a César y entró en el hotel, subiendo al cuarto que ocupaba Lucy. César volvió a su trabajo de tender ropa, y, apenas lo había iniciado, se vio interrumpido por la llegada de dos jinetes. Uno de ellos era Esley Carr.

—Está usted muy lindo, don César —comentó, riendo, el
sheriff
—. Pocas veces he visto a un hombre ocupado en eso. Y veo que lleva un buen revólver. ¿Desde cuándo? ¿Lo necesita para asustar a las moscas?

—No pierda el tiempo conmigo, Carr —replicó, muy hosco, el californiano—. Vaya a detener a los asesinos que andan sueltos por estos lugares.

En aquel momento se oyeron tres disparos; mas ni el
sheriff
ni su comisario demostraron interés por ellos.

—Oiga, señor Echagüe —dijo el
sheriff
—. He sabido que Beach le ha vendido uno terrenos en Ryan.

—Sí.

—La escritura de venta ha sido legalizada muy rápidamente.

—Sí.

—Yo le aprecio y no me gustaría que le ocurriese nada malo.

—Gracias.

—Ha pagado usted a Beach tres mil dólares por esos terrenos de Ryan.

—Sí.

—Le doy seis mil dólares por ellos.

—No.

—¿Le parece poco?

—Sí.

—Le doy diez mil.

—Doce mil.

—Aceptado.

Echagüe se echó a reír.

—Sólo quería saber si estaba dispuesto a pujar mucho,
sheriff
. Veo que le interesan mucho esas tierras situadas en un lugar infernal, sin agua y sin comodidades. No vendo.

—Se expone usted a graves peligros.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabe. Puedo detenerle.

—Pero no lo hará.

—No esté tan seguro.

—Lo estoy.

—¿Es su última palabra?

—Es la única respuesta que puedo darle. Vine aquí con el exclusivo objeto de comprar esas tierras. No para revenderlas al momento.

—Está bien. Buenas tardes, señor Echagüe. Y feliz viaje.

—No pienso marcharme aún.

—Pero se marchará, ¿no? Si vino a comprar esas tierras, su misión ya está cumplida.

—Es verdad. No había comprendido lo sagaz que es usted. Adiós,
sheriff
.

Esley Carr y su compañero se alejaron al galope. César los siguió con la mirada y cuando estuvieron lo bastante lejos se quitó el delantal, tiró la ropa dentro del cesto y deslizóse silenciosamente hacia el frondoso roble donde en la noche anterior se había reunido con Calex Ripley.

Rebuscó un momento dentro de uno de los huecos del tronco y sacó un papel doblado en el cual leyó un largo mensaje. Después rasgó el papel y emprendió el regreso al hotel. Subió a la habitación y vio que Philip había ocupado el puesto que Leonor dejara vacante junto a la cama. El joven retenía entre las suyas las manos de Lucy. Sin acabar de entrar, y sin que su presencia fuera advertida por los jóvenes, César de Echagüe retrocedió dirigiéndose a su cuarto. Allí le esperaba Leonor.

—Acaban de traer un mensaje para ti —dijo, tendiendo un papel doblado y sellado.

César rompió el sello de lacre y leyó en voz alta:

Señor Echagüe: He sabido por mi buen amigo Manuel Beach que acaba de adquirir usted de él algunas tierras situadas en Ryan. Por este hecho ingresa usted en la Asociación de Propietarios de Ryan y le agradeceré que, para legalizar ese punto, me visite a las seis de esta tarde en mi rancho, trayendo el documento justificativo de su propiedad. Le saluda atentamente
,

IRAH BOLDERS

—¿Qué significa eso? —preguntó Leonor.

—Nada más que el señor Bolders desea verme. Si quiero llegar a su rancho a tiempo, tendré que arreglarme en seguida. Escucha atentamente lo que voy a decirte.

Durante unos diez minutos, César estuvo dando detalladas instrucciones a su mujer; luego cambióse de ropa, hizo un paquete con otras prendas y bajó a solicitar del dueño del hotel que le prestase un caballo, para ir en él hasta el rancho de Irah Bolders.

Capítulo VII: La muerte de César de Echagüe

Alguien oyó, sin dar importancia al hecho, un disparo de fusil en la llanura.

Más tarde se vio regresar a un jinete hacia Grana.

A las nueve de la noche, un caballo se detuvo frente al hotel en que se hospedaban los Echagüe. Era el mismo caballo en que había partido César, cinco horas antes.

A los relinchos del animal, salieron el dueño del hotel y el mozo de cuadras. El caballo parecía fatigado y en la silla de montar se descubrieron unas manchas oscuras que podían ser de sangre.

—¿Qué significa esto? —preguntó el dueño del hotel al mozo de cuadra.

El joven se encogió de hombros, replicando:

—No sé. Lo habrán matado.

—¿Y por qué han de haberlo matado? ¿No pudo haber caído del caballo?

El dueño del hotel se rascó la cabeza. Verdaderamente era difícil llegar a caerse de aquel caballo, uno de los más mansos que tenía.

—¿Y qué digo yo a su mujer?

El mozo de cuadra se apresuró a replicar, antes de que su jefe pensara en endosarle aquel trabajo:

—Algo tendrá usted que decirle.

—Claro —suspiró el hombre—. Yo tengo que decírselo; pero no es agradable.

—No, no es agradable.

El dueño del hotel se secó el sudor que ya bañaba su frente y, con tardío paso, subió a explicar a Leonor que su marido debía de haber sufrido algún accidente.

Cinco minutos más tarde, Leonor de Acevedo ponía en conmoción el hotel con sus alaridos. Difícilmente se hubiera encontrado una viuda más desolada en todo el Oeste.

Un jinete se acercó al galope a una solitaria cabaña que se levantaba a bastante distancia de Grana. Espoleaba sin compasión a su caballo, y el animal parecía a punto de reventar. , A un centenar de metros de la cabaña, el jinete frenó a su caballo hasta detenerlo. Luego le hizo avanzar al paso hasta que una voz le ordenó:

—¡Alto!

—Soy amigo.

—¿De quién? —preguntó el centinela, que permanecía tendido entre los arbustos.

—De la Muerte.

—Adelante.

Reanudó su marcha el recién llegado y a unos veinte metros de la cabaña echó pie a tierra, ató su caballo a una barra a la que estaban atados otros seis o siete caballos y luego dirigióse hacia la cabaña. Otro centinela le cerró el paso.

—¿Eres tú, Ripley? —preguntó.

—Sí —respondió el recién llegado.

—¿Has tenido suerte?

—Regular.

—Puedes entrar. Te están esperando.

Ripley llamó con los nudillos a la puerta de la cabaña y dio su nombre en respuesta a la pregunta que llegó del interior. Al cabo de un minuto o minuto y medio, se abrió la puerta y Calex Ripley entró en la cabaña. Ésta se hallaba ocupada por dos hombres. Uno de ellos era Esley Carr, el otro llevaba el rostro cubierto por una máscara que tapaba por completo sus facciones. Una manta a modo de poncho le cubría el traje. Era indudable que el desconocido procuraba disimular lo mejor posible su identidad.

El
sheriff
, que era el que había abierto la puerta, la cerró con todo cuidado y, dirigiéndose a Ripley, preguntó:

—¿Cómo ha ido la cosa?

Por toda respuesta, Calex Ripley tiró sobre la mesa, a la que estaba sentado el enmascarado, una cartera, una bolsa, un reloj de oro, dos anillos y una medalla. Estas cuatro últimas cosas envueltas en un ensangrentado pañuelo.

La ansiedad del desconocido era tan grande que no pudo contener su impaciencia y, con mano temblorosa, abrió la cartera, que contenía numerosos documentos. Examinó superficialmente varios de ellos; pero dedicó toda su atención a uno que extendió sobre la mesa, junto a la lámpara de petróleo. Lo leyó sin pestañear y, por fin, movió afirmativamente la cabeza.

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