Historia de un Pepe (39 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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—Joven —replicó sonriendo el albacea, que era hombre positivo—; piénselo usted bien antes de tomar una resolución de que tendría que arrepentirse. Lances de esta clase no suelen presentarse dos veces en la vida. Repito que hará usted bien en reflexionarlo.

Dicho esto, se despidió. Gabriel no dijo una palabra a doña Catalina de lo que acababa de pasar, y no volvió a pensar en el asunto. Poco antes de las ocho se dirigió a casa de Rosales, para atender a su ocupación en el escritorio. Al verlo llegar le dijo don Jerónimo:

—Primo, a la verdad que no aguardaba a usted ya.

—No creo haber tardado —contestó Bermúdez, viendo la hora en un reloj de pared que estaba en el gabinete.

—No lo digo por eso —replicó el letrado—. Usted es la exactitud misma; pero un hombre que posee treinta y dos mil duros, no viene a doblarse sobre una mesa para ganar cuarenta al mes.

—Comprendo —dijo Gabriel—. Usted se refiere a la herencia de don Ramón Martínez de Pedrera. ¿Es ese hecho ya del dominio del público?

—Desde muchos días —contestó Rosales—. Cuando usted fue juzgado por la Audiencia, todo el mundo, menos usted mismo, sabía la fortuna que le había caído de las nubes. Vea usted pues, si tenía yo razón para no contar ya con mi amanuense.

—Pues si no es más que por eso —dijo Gabriel—, que no esperaba usted verme, debo decirle que se ha equivocado. No estoy en disposición de aceptar la herencia de Pedrera.

—¿Cómo? —exclamó Rosales, poniéndose en pie y fijando en Gabriel una mirada que expresaba el mayor asombro—. ¿He comprendido bien? ¿Que rehusa usted la herencia? ¡Treinta y dos mil duros! ¡Una fortuna! ¿Y prefiere usted seguir ganando un sueldo miserable como simple escribiente? Primo, usted está loco, o es un...

—Califíqueme usted como guste —dijo Gabriel—, con tal de que no pueda decir que he cometido una mala acción.

—¡Ay primo, primo —contestó Rosales—, sobre eso de acciones buenas o malas habría mucho que decir! ¿Conque prefiere usted que se declare intestado a Pedrera y que se lleve el rey la herencia?

—Que se la lleve quienquiera, como no sea yo.

—Piense usted que tiene una madre a quien mantener; que mañana es otro día; puede usted caer enfermo y encontrarse imposibilitado de trabajar; que tal vez querrá casarse y establecer una familia.

—Todo es cierto —contestó Gabriel—; pero yo no puedo, lo repito, aceptar esa herencia, y permítame que no entre en más explicaciones, porque tendría yo que ser severo con la memoria de alguno a quien debo respetar.

Diciendo así, Gabriel tomó papel y pluma y se disponía a continuar copiando las piezas señaladas por Rosales en el expediente del concurso de Agüero y Urdaneche.

—Es inútil que usted continúe en ese trabajo —dijo don Jerónimo secamente y permaneció en silencio durante un momento. En seguida puso delante de Gabriel unos tres pliegos de papel sellado y el borrador de un alegato, y le dijo que pusiera en limpio aquel escrito.

Cuando se retiró Bermúdez del trabajo, don Jerónimo se puso a pasearse por el gabinete, y decía hablando consigo mismo:

—Es imposible hacer carrera con este mozo. No hay para qué me empeñe yo mucho tampoco en la liquidación del concurso, si después ha de resultar con que no acepta la herencia de don Juan de Montejo, como no quiere admitir la herencia de Pedrera. Mi primo es un ganso, no hay remedio; a menos que reflexione y cambie de resolución, tendré que despedirlo. Yo no necesito escribiente que gane cuarenta pesos; pues por quince a dieciséis encontraré otro. Si lo acomodé fue para ir encaminando las cosas de modo que me tocaran seis u ocho mil pesos de los cincuenta o sesenta que podría producirle la liquidación del concurso; pero su terquedad hecha a perder la combinación. Esta gente que se llama honrada suele ser muy tonta. El tal Gabriel no me parece hijo de su padre... Pero, ¿y si reflexiona y muda de parecer? Es necesario evitar a toda costa que el fisco se trague esos caudales... Eso sí que no; por ningún pienso. Voy a ver al albacea de Pedrera, que no es tan insensato como mi pariente.

Don Jerónimo tomó la capa y el sombrero y se echó a la calle.

Entretanto, tenía lugar entre doña Catalina y Gabriel una conversación de que debemos dar cuenta a nuestros lectores.

—Hijo —decía la señora—, anoche he hablado largamente con Rosalía.

—¿Y qué dice, madre? —preguntó Gabriel con inquietud—. ¿Está dispuesta a perdonarme?

—No se muestra ofendida contigo —contestó doña Catalina—; pero dice que no debe ni quiere reanudar unas relaciones que ni a ti ni a ella les conviene mantener.

—Es decir que me ha olvidado, que ya no me ama —exclamó Gabriel con abatimiento.

—He ahí —dijo la señora—, lo que yo no creo. Rosalía te ama a Ti mas que antes, si es posible; pero, la verdad, te considera versátil y teme. No está segura de que estés completamente curado del amor a Matilde de los Monteros. Calcula, según he podido percibirlo, que van a abrirse de nuevo para ti las casas que te había cerrado el descubrimiento de tu origen; ve que has ganado en la opinión con la conducta que observaste con Pedrera y tiembla, aunque no lo dice, de que volviendo a encontrarte con aquella joven, renazca una pasión que cree mal extinguida.

—Asegúrele usted, madre —dijo Gabriel—, que Matilde de los Monteros me es tan indiferente, como una pintura; que mi corazón es incapaz de conservar rencor; pero que no olvido los agravios. Entre esa mujer y yo hay un abismo que nada podrá llenar. Mi único anhelo es ya vivir tranquilamente al lado de usted y de Rosalía. Somos pobres; pero mi trabajo podrá bastar para los tres. Ruéguele usted que deseche esas malas ideas y que me permita verla.

Después de aquella conversación doña Catalina, que tenía el más vivo deseo dé tque la hija del maestro de armas fuese esposa de su hijo, volvió a hablar a Rosalía, repitiéndole palabra por palabra lo que aquél le había dicho. La pobre joven quería perdonar y perdonó; amaba al que había sido ingrato con ella, y lo acogió otra vez, cuando la buscó arrepentido y apasionado como antes. Viéronse en casa del maestro de armas, en presencia de doña Catalina y renovaron aquellos juramentos que había hecho el oscuro cadete y olvidado el brillante capitán con culpable ligereza. Gabriel era ya otra cosa. El infortunio le había dado lecciones harto severas, y podía decirse que en poco tiempo había vivido años. Convinieron en que Rosalía participaría al capitán Matamoros su reconciliación con Gabriel, y lo prepararía para cuando éste solicitara formalmente la mano de la joven. Esto no podía verificarse muy pronto. Gabriel necesitaba de contar con algo, y a la verdad, cuarenta pesos que ganaba como escribiente de Rosales y veinte como pedagogo del hijo del oidor, era poco, aun en aquellos tiempos, para mantener una familia. Esperaba Gabriel que se le proporcionaría alguna colocación más ventajosa, y ésa era su única esperanza para poder casarse.

Rosalía refirió a don Feliciano lo que había pasado, y el viejo capitán, que por casualidad estaba en su entero juicio en aquel momento, frunció las cejas y echó tres o cuatro votos y juramentos de los que acostumbraba.

—¿Conque vuelve el capitancito? —dijo, pues no dejaba nunca de dar aquel título a Gabriel—. ¿Conque está convencido ya de que la alianza con los Matamoros de Peñapelada valía más que cualquiera otra? ¡Sable y lanza! Ahora debía yo mandarlo con trompetas destempladas. Si hubiera seguido mi consejo y casádose contigo clandestinamente, nada de lo que ha pasado habría sucedido.

El señor Fernández de Córdoba, sabiendo que era tu marido, no tal que hubiera salido con la pata de gallo de que el mozo no era su hijo. Habría aprobado la elección de Rafael, y dejádole cuanto tenía, y todos viviríamos años hace como en la gloria. Pero, dime, niña ¿has reflexionado que eso de casarte con el hijo de un ahorcado no es muy honroso para una familia como la nuestra, que tiene muy limpias sus ejecutorias?

—Nuestras ejecutorias —contestó Rosalía riéndose—, se perdieron en las ruinas de la Antigua, y nadie podrá decir si se han ensuciado o no porque yo me case con Gabriel Bermúdez. El no tiene la culpa de ser hijo de quien es. Yo no lo quise antes porque fuera Fernández de Córdoba, ni he de dejar de quererlo ahora porque se llama Bermúdez. Es un joven excelente, que me quiere; su madre es una santa mujer y esto basta.

—Y todavía ha de volver —dijo Matamoros—, a servir en el Fijo. Dicen que el coronel lo quiere muchísimo y que se hace lenguas de él; como que se atribuye a su influencia el que no lo hayan mandado a presidio a Golfo Dulce, por haber ocultado aquella buena pieza del escribano. En fin, ¡sable y lanza! no sabemos lo que el tiempo puede dar de sí. Ahora se asciende pronto. Si fuera como cuando yo servía, en tiempo de don Matías, eso era otra cosa. Y dime, ¿cómo anda ese tu don Miguel en materia de fondos?

—Gabriel es pobre —contestó Rosalía—. No gana ahora más que sesenta duros mensuales; pero es joven, desea trabajar y como no le faltan apoyos, puede obtener alguna buena colocación.

—Vaya con Dios —dijo don Feliciano—; que venga y cásense cuando puedan.

Dicho esto, el veterano se puso la gorra y tocándose el bolsillo del chaleco, advirtió que aún le quedaban unos seis reales, resto del precio de una saya que había cosido su hija en aquellos días: Salió y fue a celebrar en la fonda más inmediata la reconciliación de su hija con el futuro coronel, pues daba ya por hecho que había de volver al servicio y no parar hasta ponerse los tres galones en las mangas.

Gabriel volvió a frecuentar la casa de don Feliciano con tanta confianza como antes, sin más diferencia sino que ahora iba regularmente en compañía de su madre. Una noche conversaban los tres, y de una cosa en otra vinieron a hablar de la ejecución del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera.

—¿Y sabe usted, madre —dijo Gabriel—, que el pobre don Ramón tuvo la peregrina idea de hacerme su heredero?

—No lo sabía —contestó doña Catalina—, nunca me lo habías dicho.

—Di tan poca importancia a la cosa —replicó él—, que no volví a pensar en eso.

—¿Y qué —preguntó la señora—, tan insignificante era lo que dejaba el escribano real?

—No era poco el caudal —dijo Gabriel—. Pagadas ciertas mandas y algunos legados, me quedaban unos treinta y dos mil pesos.

—¡Treinta y dos mil pesos! —exclamó la señora—; y ¿qué hiciste?

—Decir sencillamente que no debía ni quería aceptar semejante herencia —contestó él—; y pienso que usted aprobará mi resolución.

Doña Catalina permaneció pensativa durante un momento, y luego dijo:

—Hiciste muy bien; ese dinero nos habría traído desgracia.

—¿Y a quién corresponderá la herencia —preguntó Rosalía—, rehusándola usted?

—Al rey —contestó Gabriel—. Don Ramón no tenía parientes que pudieran heredarlo.

—Pues yo pienso —dijo Rosalía—, que usted ha hecho mal en rehusar esa herencia y que debe aceptarla, si aún es tiempo.

Gabriel y doña Catalina se quedaron estupefactos al escuchar aquellas palabras. Un sentimiento de profundo disgusto se dejó ver en el semblante del joven, que dirigió una mirada inquieta a Rosalía. Doña Catalina, para no dejar ver, sin duda, la impresión que le causaba una salida tan inesperada, se levantó, con pretexto de despabilar una vela que ardía en una rinconera.

En aquel momento Rosalía se inclinó hacia Gabriel y le dijo tres o cuatro palabras al oído. El joven se dio una palmada en la frente, y exclamó:

—Aún no es tarde, corro a decir al albacea que acepto la herencia de Pedrera.

Doña Catalina fijó los ojos en Rosalía, cuya fisonomía impasible nada le reveló, y en seguida en Gabriel, que desapareció, sin dar otra explicación. La pobre señora quedó abrumada de pena, pues comenzaba a temer que su hijo estaba perdiendo el juicio.

CAPÍTULO XXXVI
El consejo de Rosalía.
La recompensa

—V
engo a manifestar a usted —dijo Gabriel al albacea de don Ramón Martínez de Pedrera, a quien encontró cenando—, que he reflexionado y acepto la herencia del escribano real.

El sujeto a quien se dirigieron estas palabras, puso sobre la mesa el tenedor y el cuchillo, se limpió los labios con la servilleta y sonriéndose con malicia contestó:

—De sabios es mudar de consejo. Usted ha caído en la cuenta de que no todos los días se presentan ocasiones de ocultar reos, de que condenen a éstos a la horca y de que le dejen a uno su caudal. ¿Gusta usted de cenar?

Dicho esto, prendió un alón de pollo y comenzó a masticarlo muy despacio.

—Gracias —contestó Gabriel con sequedad—. Venía yo únicamente a comunicar a usted mi resolución.

—¿No es verdad, joven —dijo el albacea de Pedrera—, que hay una enorme diferencia entre estar uno escribiendo de la mañana a la noche, para ganar unos tristes cuarenta pesos, vivir en una pobre casa, mal amueblada, comer escasamente, vestir como usted viste ahora y caminar por sus pies y estar alojado, comido, bebido y vestido como un príncipe y andar arrastrado, pasando el día sin hacer maldita la cosa? Usted ha elegido la mejor parte, y ya veo que no es lo que me figuraba, sino un mozo de talento. Mañana procederemos a los inventarios y muy pronto estará usted en quieta y pacífica posesión de los treinta y dos mil, pudiendo llamarse feliz y vivir como el más pintado. ¡Lástima que a nuestro amigo el escribano no le haya tocado otro tanto más en las ganancias de la compañía i Vengan esos cinco, joven, y pecho al agua; que esta vida otro se la ha de gozar.

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