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Authors: Junichirô Tanizaki

Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror

Historia de la mujer convertida en mono (16 page)

BOOK: Historia de la mujer convertida en mono
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Seguramente la gente no pensaba que mi descaro llegaría a tales extremos. Pensarían que mis pequeños errores no se debían a mi naturaleza criminal sino a meros descuidos, tan comunes entre los artistas. En general, las personas civilizadas no se animan a creer que exista gente malvada por naturaleza. Aparte de ciertos ladrones tan llamativos como Goemon Ishikawa o Choan Murai, las personas tienden a categorizar a la mayoría de los criminales como inofensivos. Les sería insoportable no poder seguir creyendo que “En este mundo, la gran mayoría somos buenos”. Es por eso que muchos insisten en defender y explicar desde varios puntos de vista el estado mental de los criminales, que muy de vez en cuando descubren a su alrededor, para convertirlos con cualquier excusa en inofensivos. Y, para colmo, creen que el progreso social consiste en esa forma de interpretar los crímenes.

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Supongamos, por ejemplo, que algún conocido es acusado por la policía de un delito. La gente siempre empieza a decir frases tan forzadas como: “Es un buen hombre, pero tonto al fin y al cabo”, para no calificarlo como criminal. Atributos como “buen hombre” o “tonto” sirven como excusas ideales para defender a una persona.

En realidad, abundan justificaciones de la misma índole en la sociedad humana. Rabioso, cobarde, nervioso… todas estas caracterizaciones son ajenas a la categoría normal de “criminal”.

“Ese hombre parece descarado, pero en realidad es sólo rabioso”. “Me parece que en el fondo es de buen corazón”. “Es un hombre avispado, pero no tiene el valor suficiente para hacer maldades”. Razonamientos como éstos terminan convirtiendo con facilidad a un criminal en un buen hombre. Como ya he comentado, la gente quiere creer que en el fondo todos somos buenos, no por compasión hacia los débiles, sino por el deseo de evitar la desagradable sensación de reconocer la maldad en ellos mismos.

Yo mismo sabía perfectamente que era un criminal, pero por (mala o buena) suerte, durante mucho tiempo la gente no me calificó como tal, porque poseía los atributos que les servían de fundamento para verme como un buen hombre. No me considero tonto, pero ciertamente soy rabioso, cobarde, nervioso y hasta cariñoso, de una u otra manera. Es por eso que, cada vez que cometía algún error criminal, la gente me decía: “Tú eres buen hombre, pero…”, lo cual me volvía aún más malicioso.

No soy un criminal porque lo haya decidido así, es decir por mi propia voluntad, pero en contra de lo que espera la gente que insiste en creerme bueno, ¿qué puedo hacer si por naturaleza soy un criminal? ¿Con qué garantía se lo puede considerar a uno como inofensivo por el hecho de ser amable, cobarde o rabioso? ¿Será verdad hasta cierto punto que no hay frontera definitiva entre lo bueno y lo malo? Obviamente, se trata de una cuestión de grado, pero tampoco estoy convencido de que la diferencia entre los buenos y los malos sea tan ambigua, como creería mucha gente ordinaria. Hay criterios que nos posibilitan delimitar claramente las dos categorías.

Según mi teoría, lo que distingue lo bueno de lo malo se debe buscar en la honestidad y el afecto. Me imagino que mucha gente se opondría a esta afirmación con la siguiente protesta: “No puede haber en este mundo gente carente de honestidad. Hasta el peor criminal tiene en el fondo de su corazón, aunque sea de manera inconsciente, un mínimo de honestidad”. Para mí, ésta es una idea disparatada. Me gustaría replicarle: “Al menos, hay en este mundo uno que carece completamente de honestidad y afecto, y ése soy yo”.

“Pero si has llorado por la gente que sufre. Ésa es la mejor prueba de que no careces de honestidad o de afecto.”

Ésta es la respuesta que daría un ingenuo perdido. Uno es capaz de llorar a cántaros hasta en una miserable obra de teatro. Las lágrimas no prueban de ninguna manera la honestidad o el afecto.

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Al comienzo, yo mismo confiaba en las lágrimas. Recuerdo haber llorado sin freno, de emoción o de arrepentimiento, en varias ocasiones tales como la muerte de mi única hermana o cuando mi padre me reprendió con un profundo sentimiento. En tales oportunidades, me decía con alegría: “Ya que me salen tantas lágrimas, estos tiernos sentimientos que brotan de mi corazón han de ser sinceros. Ahora sí que estoy arrepentido de verdad. Resucité al fin. Es cierto que en mi alma aún quedaba un resto de sinceridad”. Pero en realidad, la fuente de las lágrimas no está en lo más profundo del alma sino en su superficie, es decir en la parte que depende de los sentimientos cambiantes y caprichosos. Las personas que lloran con facilidad son aquellas, sensibles, claro está, que se dejan influir por el estado emocional del momento.

Sé, por experiencia propia, que curiosamente los malos son más sensibles al estado emocional que los buenos. Carentes de un sistema autónomo de emociones, los criminales en general se dejan dominar fácilmente por las circunstancias momentáneas. Son expertos en leer los gestos de los demás. Ante la gente triste, se ponen tristes de inmediato. Al tratar a los moralistas dotados de nobles sentimientos, empiezan ahí mismo a considerarse nobles. Es por esta razón que los malos lloran con más frecuencia que los buenos.

Justamente por ser hipersensibles a los estados emocionales, los criminales suelen creerse nerviosos e inteligentes. A pesar de su dedicación a actos criminales, son capaces, según sus estados de ánimo, de criticar o detestar severamente el crimen. Y no es que estén mintiendo en tales ocasiones, sino que simplemente dicen lo que creen en el momento.

Yo tampoco soy la excepción puesto que cambio de humor según el interlocutor que tenga delante. Al hablar con gente buena, siempre me considero bueno. Comparto sus puntos de vista, aprobando todo lo que dice, a tal punto que con toda naturalidad comienzan a surgir en mi mente ideas y opiniones muy parecidas a las suyas. Cuando de casualidad logro adivinar perfectamente lo que piensa mi interlocutor, sus muestras de aprecio imprimen una mayor confianza a mis propias ideas acerca de mi virtud personal. Siempre me parece que le caigo muy bien a la gente que conversa conmigo por primera vez.

Creo que los criminales terminan engañando a los otros, no por el interés en el acto mismo de engañar, sino como consecuencia de la voluntad de mostrar sus emociones delante de los demás. Dicen mentiras absurdas, no para estafar, sino para satisfacer sus deseos de ganarse la simpatía de la gente.

“Eso es una contradicción. Si quieren caerle bien a la gente, ¿para qué se dedican al mal?”, preguntarían algunos, a quienes no tengo más remedio que contestar: “Justamente por ser criminales, buscamos ganarnos la simpatía de la gente”. Quizá sólo los que nacen criminales como yo son capaces de entender cabalmente este sentimiento.

Los criminales tienen muy desarrollada la sensibilidad para captar, mal que bien, los matices más delicados del sentir humano, pero su propio estado de ánimo, que es cambiante e inseguro, no refleja de ninguna manera la esencia de su personalidad. En el fondo de su alma, están conscientes de ser unos criminales detestables, por encima de su fluctuante estado emocional. Por esta misma razón, todos los criminales son unos solitarios que nunca dejan de sufrir a causa de la soledad. De ahí su deseo de ganarse la simpatía de los demás.

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Aunque puede suceder que al principio le caigan bien a la otra gente o que compartan sus puntos de vista, ese estado de ánimo siempre fluctuante no permite que se produzca algún cambio esencial en la personalidad de los criminales. Cuanta más simpatía cosechen y cuanto más conformes se muestren con los demás, más se ampliarán las fronteras de su soledad. Por más semejantes que parezcan en apariencia, los criminales no pueden liberarse del complejo de sentir que en lo referente a personalidad existe un abismo insalvable entre ellos y la gente ordinaria, convenciéndose con rencor de que al fin y al cabo jamás lograrán controlar su innata maldad. Como soy criminal, no sé qué pensarán aquellos que no lo son, es decir los mansos e inofensivos, pero dicen que ellos pueden encontrar consuelo en la ética o en la religión aun en los peores momento de su soledad. En este sentido, me parece que los únicos que conocen la verdadera soledad son los criminales. Su soledad es una lúgubre tiniebla, toda oscura, sin ningún toque de luz ni rastro de iluminación, en la cual la moral y la religión están vedadas desde el comienzo. Para distraerse aunque sea de momento de ese insoportable estado, los criminales acuden a las amistades mundanas, pero lo que en realidad anhelan no es más que bromear alegremente o compartir algunas copas de un licor estimulante, lo cual no dista mucho de las diversiones pasajeras a las que recurre la gente del común, como ir al teatro o disfrutar de una rica comida.

Sin embargo, uno no puede seguir tratando a la gente sólo por algún capricho pasajero. Un día, si es que quieres entablar con alguien una amistad auténtica y sincera, te llegará el momento de revelar tu verdadera personalidad. Y ahí es donde la gente comienza a abandonar a los criminales. Dotado de un nivel intelectual superior al de otros criminales, he sido muy cuidadoso al entablar relaciones tan estrechas que me obliguen a revelarme delante de la gente ordinaria. He tenido que poner en juego toda mi inteligencia y algunas veces soportar la presión y el nerviosismo a causa de este tema que nunca ha dejado de preocuparme.

Aunque trato de mantener una distancia prudente para que las relaciones sigan siendo superficiales, hay gente confianzuda que sin ningún escrúpulo se salta la barrera con la intención manifiesta de asomarse a lo más íntimo de nuestra alma. Y yo, en un intento vano por eludirlos, me digo para mis adentros: “Déjenme en paz, no se dan cuenta que soy un criminal”, pero me veo forzado a revelar mi verdadera personalidad. Y acabo faltándoles el respeto; repito insultos soeces y disparates que erosionan y destruyen la amistad. Y esto soy capaz de justificarlo como un acto de protección, me muestro agresivo antes de que ellos acaben conmigo. En realidad, mi caso es peor todavía porque, a diferencia de los criminales mediocres, yo tengo admiradores y defensores en muchos sectores de la sociedad. Cada vez que me procura algún aficionado al arte, rico, honesto y bondadoso, que confía ingenuamente en mi renombre, me siento atrapado en un vago temor. Me atormento al pensar que algún día tendré que acabar la relación con esa persona. Y cuando esto sucede, me apresuro a cortar por lo sano, de una buena vez, ya me verán cometiendo algún acto descarado, o marco un límite para mantener al intruso fuera de la parcela donde se desarrolla mi intimidad.

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De modo que tengo la costumbre de categorizar a mis conocidos en dos grupos: los menos importantes, aquellos cuya amistad no me importaría perder a causa de mis desmanes, y los relativamente importantes, a quienes respeto hasta cierto punto a fin de mantener con ellos una relación superficial. Procuro tratar a la gente según estas categorías, pero me es realmente penoso seguir al pie de la letra estos principios. En primer lugar, nunca debo mezclar los dos grupos. Ante los primeros, me puedo mostrar descarado sin ninguna preocupación, pero delante de los segundos debo procurar en lo posible mantener mi renombre y prestigio como artista.

Me permito aclarar aquí que la categorización no se decide según mis objetivos prácticos, puesto que no necesariamente clasifico en el primer grupo a los ricachones o a los ingenuos fáciles de engañar, sino que, en la mayoría de los casos, el asunto se decide por puro azar. Hay ocasiones en que mis temores de molestar a mi interlocutor resultan ser una falsa alarma derivada de alguna coincidencia. Otras veces cometo alguna torpeza por causa de un imprevisto, y así acabo afectando mi relación con las personas a las que aspiraba tratar con una distancia respetuosa. Es decir, mi categorización es inestable en el sentido de que los del primer grupo pueden pasar a formar parte del segundo de una forma totalmente inesperada, así como también puede darse el caso contrario. Yo mismo no estoy en capacidad de saber cuál será el destino final de cada uno.

Debo agregar que se requiere de una condición hipotética para que mi estrategia funcione a la perfección: mis conocidos no deberán tener la menor intención de vengarse de mis actos criminales ni de acusarme ante nadie por ellos. Si no tuvieran la buena voluntad de guardar el secreto al descubrir mi carácter esencialmente criminal, incluso los del segundo grupo llegarían a enterarse de mi detestable personalidad y me abandonarían con desprecio. De esta manera, mi manejo de las relaciones personales se fundamenta en la ingenua suposición de que todos mis conocidos son amables y honestos. Estoy del todo convencido no sólo de que soy un criminal sino también de que la gente en general es inofensiva.

Resulta extraño, pero son los criminales los que más deseos tienen de confiar en los demás. No creen que los otros sean mentirosos porque ellos mismos siempre digan mentiras. Al contrario, se creen los únicos mentirosos del mundo y suponen que el resto de la gente es honesta. Justamente es por eso que se sienten más solitarios. En este sentido, los criminales son los seres más ingenuos del mundo. Aunque estafan a la gente, no hay nada más fácil que estafarlos a ellos. Si los criminales carecieran de ingenuidad, sus maldades nunca tendrían posibilidades de éxito. La gente suele equivocarse al malinterpretar la psicología de los criminales, y les cuesta entender que éstos consideren a las personas normales como inofensivas. Lo que ocurre es que el sentido común de la gente ordinaria sólo se puede aplicar a los miembros de su mismo grupo, y no a los criminales.

Aparte de las dos categorías que he mencionado arriba, hay personas que cumplen ambas funciones al mismo tiempo: los que, sabiendo perfectamente que soy un criminal detestable, aguantan, sin llegar a abandonarme, las molestias que les ocasiono, para así seguir manteniendo conmigo una relación franca y sincera. Murakami es uno de ellos. Desprecian mi carácter, pero no pueden dejar de confiar en mi vocación artística. “Tú eres traicionero y descarado”, me reprochan sin perder la paciencia, para luego seguir tratándome con la cordialidad de siempre. Aun cuando están hartos de mis hábitos perniciosos, se sorprenden a sí mismos cuando se descubren lanzando gritos de admiración ante mis creaciones, hasta el punto de olvidarse de mis delitos, que tantos inconvenientes les han causado.

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Y así me voy convirtiendo en un ser cada vez más descarado que sabe aprovecharse de esta clase de gente. Sigo cometiendo uno tras otro actos malévolos, que los afectan a ellos, como si quisiera estar probando todo el tiempo su grado de paciencia. Tratar con bondad y comprensión innecesarias a los hombres carentes de voluntad como yo, conduce siempre, tanto a ellos como a mí, al infortunio, puesto que ese método no sirve sino para exagerar mi inclinación perniciosa, pero desgraciadamente siempre se dan cuenta cuando ya es demasiado tarde. Mientras ellos me maldicen cada vez que se ven traicionados, yo me arrepiento profundamente por haberlos estafado. Aun así, no podemos romper la relación tan fácilmente. Tratan de convencerse argumentando que sería una lástima tener que abandonar a un artista tan genial sólo por asuntos del vil metal, mientras yo me avergüenzo por haber sido infiel con esa gente que tanto admira mis obras.

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