Se cerró la puerta y Carton se quedó solo, prestando atento oído a los ruidos que llegaban hasta él. Así permaneció sentado a la mesa hasta que fueron las dos.
Entonces oyó rumores que no le asustaron, porque ya conocía su significado. Oyó que se abrían sucesivamente varias puertas y finalmente la suya. Un carcelero, con una lista en la mano, la miró y dijo:
—Sígueme, Evremonde.
Él obedeció y pasó juntamente con otros, a una sala grande y obscura. Sus compañeros condenados estaban con las manos atadas a la espalda, algunos en pie, con las cabezas bajas, y otros paseando nerviosos. Pocos se quejaban, pues la mayoría guardaban silencio.
Pasó un hombre junto a él y lo abrazó. Carton temió un momento que pudiera reconocerlo, pero el otro se alejó. Poco después una muchacha, casi una niña, de dulce rostro pálido y grandes ojos pacientes, se acercó a él y le dijo:
—Ciudadano Evremonde. Soy la costurera que estaba contigo en la prisión de La Force.
—Es verdad —contestó él— aunque no recuerdo, de qué te acusaban.
—De conspiración. ¡Dios sabe cuán falso es eso!… ¿Qué conspirador iría a contar sus secretos a una pobre niña como yo?
La triste sonrisa de la pobrecilla afectó tanto a Carton, que por sus mejillas resbalaron algunas lágrimas.
—No tengo miedo a la muerte, pero no he hecho nada, ciudadano. No me sabe mal morir si ello ha de ser beneficioso a la República, aunque no comprendo cómo mi muerte puede ser útil para nadie. Soy una pobrecilla débil e impotente.
En las últimas horas de su vida, el corazón de Carton se enternecía.
—Me dijeron que te habían puesto en libertad, ciudadano Evremonde.
—Así fue, pero luego me prendieron otra vez y me condenaron.
—¿Querrás permitirme, ciudadano, que tenga tu mano entre la mía cuando salgamos? No me falta valor, pero eso me daría mucho ánimo.
Y mientras los ojos pacientes de la niña se fijaban en él, observó que en ellos se pintaba primero la duda y luego el asombro. Carton oprimió los flacos dedos, estropeados por el trabajo y por la miseria, y los llevó a sus labios.
—¿Vas a morir por él? —murmuró ella.
—Y por su mujer y su hija.
—¿Me dejarás tener entre las mías tu mano, valeroso desconocido?
—¡Calla! Sí, pobre hermana mía. Hasta el último momento.
Las mismas sombras que empezaban a rodear la prisión caían a la misma hora de la tarde en la Barrera y sobre la multitud que allí había, cuando un carruaje procedente de París se detuvo para ser registrado.
—¿Quién va ahí dentro? ¡Los papeles!
—Alejandro Manette —dijo leyéndolos el funcionario—, médico. Francés. ¿Quién es?
Aparentemente la fiebre de la Revolución ha sido excesiva para él —comentó el oficial viéndolo postrado en su asiento. Lucía, su hija. Francesa. ¿Quién es?. Esta sin duda. ¿Es Lucía de Evremonde, no? Su hija, inglesa. ¿Es esa? Bien, dame un beso, hija de Evremonde. Ahora has besado a un buen republicano, cosa nueva en tu familia. Sydney Carton. Abogado. Inglés. ¿Es ese?
Estaba inanimado, en el fondo del carruaje.
—Parece que el abogado está desmayado.
—Creemos que se pondrá bueno con el aire libre. No tiene muy buena salud y acaba de separarse de un amigo que ha incurrido en el desagrado de la República.
—¡Bah! Por poco se impresiona. Jarvis Lorry, banquero. Inglés, ¿Quién es?
—Soy yo. Necesariamente puesto que no hay nadie más.
Jarvis Lorry había contestado a las preguntas que iba dirigiendo el funcionario. Este examinó exteriormente el coche y dio una ojeada al reducido equipaje que iba encima.
Luego tendió los papeles al señor Lorry, debidamente contraseñados, y les deseó buen viaje.
—¿Podemos marchar, ciudadano?
—Sí. ¡Adelante, postillones!
El primer peligro estaba ya evitado. En el interior del carruaje reinaba el miedo.
Lucía sollozaba y el desvanecido suspiraba profundamente.
—¿No podríamos ir más aprisa? —preguntó Lucía al anciano banquero.
—No, despertaríamos sospechas.
—Mirad si nos persiguen —rogó la atemorizada Lucía.
—Nadie viene tras de nosotros, querida.
Prosiguieron el viaje sin accidente alguno. Al llegar a un pueblo los detuvieron algunos campesinos preguntando:
—¿Cuántos han sido hoy?
—No os entiendo —contestó el señor Lorry.
—¿Cuántos han guillotinado hoy?
—Cincuenta y dos.
—¡Buen número! Podéis seguir. Buen viaje.
Llegó la noche, y el hombre que estaba desvanecido en el fondo del carruaje empezaba a revivir y a hablar de un modo inteligible. Se figuraba estar aún en compañía de Carton y le preguntaba qué tenía en la mano.
Lucía se volvía, de vez en cuando, al señor Lorry y con angustiada voz le rogaba que viera si eran perseguidos. Pero tras ellos no iban más que las nubes de polvo que levantaba el carruaje.
Capítulo XIV
Fin de la calceta
M
ientras los cincuenta y dos desgraciados esperaban la muerte, la señora Defarge celebraba consejo con La Venganza y con Jaime Tres, acerca de la Revolución y el jurado. La conferencia tenía lugar, no en la taberna, sino en la tienda del aserrador que en un tiempo fue peón caminero. Este no participaba en la conferencia, sino que estaba un poco alejado en espera de que se le dirigiera la palabra.
—No hay duda de que Defarge es un buen republicano —decía Jaime Tres.
—Es verdad. Pero tiene debilidad por ese doctor. A mí, él me importa poco, pero, en cambio, no descansaré hasta el exterminio total de la familia de Evremonde. Hasta que mueran su mujer y su hija —dijo la señora Defarge.
Hubo una pausa y añadió:
—Acerca de este asunto, no me atrevo ya a confiar en mi marido, y como por otra parte no hay tiempo que perder, pues hay peligro de que alguien los ponga sobre aviso, tendré que obrar yo sola. Ven aquí, ciudadano —dijo al aserrador.
Este acudió respetuosamente y la tabernera le dijo:
—Con respecto a las señales que les viste hacer a los presos, espero que no tendrás inconveniente en prestar testimonio.
—Ninguno —contestó el aserrador—. Todos los días venía aquí, a veces sola y otras con la niña. Lo he visto con mis propios ojos.
—Claramente se trata de una conspiración —observó Jaime Tres.
—¿Respondes del Jurado? —le preguntó la señora Defarge.
—Completamente.
—Me gustaría salvar al doctor en obsequio de mi marido…
—Sería perder una cabeza —objetó Jaime Tres.
—También hacía señas —añadió la señora Defarge—. No puedo acusar a ella sin envolver a él en la misma acusación. No, no me es posible salvarlo. Ahora todos tenéis que hacer allí, a las tres de la tarde. Cuando haya terminado, pongamos a cosa de las siete, iremos a San Antonio a acusar a esa gente ante la Sección.
Dichas estas palabras, la señora Defarge llamó a La Venganza y a Jaime Tres para que se acercaran a la puerta y les dijo en voz baja:
—Ahora ella estará en su casa, llorando, en la hora de la muerte de su marido. Sentirá odio hacia sus enemigos y maldecirá la justicia de la República. Yo iré a verla.
La Venganza, entusiasmada, la besó en la mejilla.
—Toma mi labor de calceta —le dijo la tabernera entregándosela— y guárdame mi sitio acostumbrado. Estoy segura de que hoy asistirá más público a la ejecución.
—¿No llegarás después de comenzado el espectáculo?
—No. Estaré allí antes de que empiece.
La señora Defarge se alejó moviendo la mano en señal de despedida y no tardó en perderse de vista.
Entre las muchas mujeres de aquella época que dieron muestras de sus feroces sentimientos, ninguna, tal vez, fue tan terrible, inhumana y feroz como la señora Defarge. No conocía la piedad y nada le importaba dejar viuda a una desgraciada o huérfana a una pobre niña, y si la suerte le hubiese sido adversa y se viera a punto de ser guillotinada, no habría sentido miedo alguno, sino solamente el deseo rabioso de cambiar de lugar con el hombre que fuera causa de su muerte.
Oculta en el pecho y debajo de su grosero traje llevaba una pistola y en el cinto un afilado puñal. Así armada y con la soltura de quien ha pasado la niñez en el campo y está acostumbrada a ir descalza, la señora Defarge siguió su camino hacia la casa del doctor Manette.
Ahora bien; la noche anterior el señor Lorry, al tomar las últimas disposiciones para el viaje, creyó conveniente no cargarlo de más peso que el necesario, y por eso propuso a la señorita Pross y a Jeremías que salieran de París ellos dos solos, en otro carruaje, a las tres de la tarde, y como no tenían que llevar equipaje alguno, podrían alcanzar fácilmente al primer coche.
Ambos aceptaron con el mayor gusto, a fin de facilitar la salida de los demás. Vieron partir el primer carruaje y pasaron diez minutos de ansiedad, temiendo alguna desgracia; luego reanudaron sus preparativos para la marcha, precisamente cuando la señora Defarge se dirigía hacia la casa con las intenciones que ya conocemos.
—Creo —dijo la señorita Pross— que la salida de dos carruajes de esta casa puede dar lugar a sospechas. ¿No os parece, señor Jeremías?
—Opino como vos, señorita.
—Me parece que sería acertado dar la orden de que el coche vaya a esperarnos a alguna distancia de la casa. ¿No sería mejor?
El señor Roedor lo creía.
—Pues en tal caso, hacedme el favor de ir a dar la orden. ¿Dónde me esperaréis?.
Al señor Roedor no se le ocurrió en aquel momento más que la Prisión del Temple, pero dándose cuenta de que estaba muy lejos, se calló.
—Junto a la puerta de la catedral —dijo la señorita Pross después de breve reflexión.
—Perfectamente. Pero no me atrevo a dejaros sola, pues nadie sabe lo que puede ocurrir.
—Es verdad, pero no temáis nada por mí. Esperadme junto a la catedral, a las tres en punto, y tened la seguridad de que eso será mejor que salir los dos de aquí. Además, señor Roedor, no os preocupéis por mí, sino por las vidas queridas de los que nos preceden y que pueden depender de lo que nosotros hagamos.
Estas palabras decidieron al señor Roedor, quien, después de hacer un ademán de despedida, salió para cambiar la orden que tenía el carruaje, dejando sola a la señorita Pross.
Esta, satisfecha de la precaución tomada, miró el reloj viendo que eran las dos y veinte minutos. No tenía tiempo que perder para estar dispuesta a la hora indicada.
Asustada al verse sola en la casa, tomó una jofaina llena de agua para lavarse los ojos, en los que había aún huellas de lágrimas, y al levantar el rostro para mirar a su alrededor, retrocedió y dio un grito viendo que una persona estaba en la habitación.
La señora Defarge la miró fríamente y preguntó:
—¿Dónde está la mujer de Evremonde?
La señorita Pross se dio inmediata cuenta de que las puertas de las vecinas habitaciones estaban abiertas y por ello se podría colegir la fuga de los habitantes de la casa, de manera que su primer pensamiento fue cerrarlas. Había cuatro en la estancia y fue cerrándolas todas, situándose luego ante la puerta de la habitación que había sido de Lucía.
Se quedó mirándola la señora Defarge, pero eso no asustó a la señorita Pross, que fijó sus ojos en aquélla valientemente.
—Por tu aspecto, cualquiera te tomaría por la mujer del diablo —dijo—, pero no por eso, te tengo miedo. Soy inglesa.
Se miraron mutuamente y la señora Defarge comprendió que se encontraba ante una mujer decidida y peligrosa. Sabía que era amiga incondicional de la familia, y la señorita Pross no ignoraba tampoco que aquella mujer era la enemiga de los que amaba.
—Antes de ir allá —dijo la señora Defarge señalando hacia el lugar en que se hallaba la Guillotina—, he querido saludarla. Deseo verla.
—Sé que tus intenciones son malas —replicó, en inglés la señorita Pross— y puedes estar segura de que me opondré a cuanto intentes.
Cada una hablaba en su propia lengua, sin entender a la otra, pero se observaban con la mayor atención para adivinarse mutuamente las intenciones
—¿No has oído que quiero verla? ¡Haces mal en ocultarla! ¡Imbécil! —añadió la tabernera—. ¿No me contestas? ¡Te digo que quiero verla!
—No sé lo que me dices —contestó la otra—, pero daría cuanto tengo por saber si sospechas la verdad. Y como sé que cuanto más tiempo te retenga aquí, mejor podrán salvarse los que amo, te aseguro que te voy a arrancar los pelos si te atreves a tocarme siquiera.
La señora Defarge, en vista de que la inglesa no la comprendía, llamó a gritos al doctor y a Lucía. Tal vez el silencio que siguió o la expresión del rostro de la inglesa le dio a entender que aquéllos se habían marchado, porque apresuradamente abrió las tres puertas que la inglesa no guardaba.
—No hay nadie —dijo— y todo está en desorden. ¿Tampoco hay nadie en esa habitación? —añadió señalando la que se hallaba a espaldas de la señorita Pross.
—Déjame ver.
—¡Nunca!
—Si se han marchado será fácil hacerles volver —dijo la señora Defarge para sí.
—Como ignoras si están en este cuarto, no sabes qué hacer y no te permitiré que lo veas. Además, no te marcharás mientras pueda impedirlo.
—No estoy acostumbrada a detenerme por obstáculos tan débiles como tú, y voy a destrozarte si no te apartas de esta puerta.
—Estamos en lo alto de una casa solitaria y nadie puede oírnos. Vas a quedarte aquí, porque cada minuto que pase tiene incalculable valor para mí, palomita.