El doctor Manette, que se había quedado como petrificado, con la lámpara en la mano, cual si se hubiese convertido en estatua, dejó la lámpara, dio un tirón de la camisa del que acababa de hablar y le dijo:
—Acabas de asegurar que le reconoces. ¿Me conoces a mí?
—Sí, eres el ciudadano doctor.
—Todos te conocemos —dijeron los otros tres.
—¿Queréis contestarme a mí la pregunta que os ha hecho? ¿Qué sucede?
—Ciudadano doctor —contestó el primero de mala gana—, ha sido denunciado a la Sección de San Antonio.
—¿De qué se le acusa?
—No me preguntes más, ciudadano doctor —contestó el otro—. Si la República te pide un sacrificio, sin duda tú, como buen patriota, te sentirás feliz haciéndolo. La República antes que todo El Pueblo es soberano. Evremonde, tenemos prisa.
—Una palabra —rogó el doctor—. ¿Queréis decirme quién lo ha denunciado?
—Es contra mi deber —dijo el interpelado—, pero, en fin, ha sido denunciado por el ciudadano y la ciudadana Defarge y, además, por otro.
—¿Quién?
—¿Tú lo preguntas, ciudadano doctor?
—Sí.
—Pues lo sabrás mañana. Ahora he de ser mudo.
Capítulo VIII
Una partida de naipes
I
gnorante de la nueva calamidad que acababa de caer sobre la familia, la señorita Pross seguía su camino por las estrechas calles y cruzó el río por el Puente Nuevo, reflexionando acerca de las compras que tenía que hacer. A su lado iba el señor Roedor con el cesto. Después de adquirir algunos comestibles y un poco de aceite para la lámpara, la señorita Pross se dispuso a comprar el vino que necesitaba, y pasando de largo por delante de alguna tabernas se detuvo, finalmente, ante una de ellas en cuya muestra se leía: «Al Buen Republicano Bruto, de la Antigüedad» y que no estaba lejos del Palacio Nacional, antes de las Tullerías. Parecía más tranquila que las demás y aunque no faltaban los patriotas cubiertos de gorro rojo, no había tantos como en otros establecimientos similares. Y así la señorita Pross entró en la taberna, seguida de su caballero.
Sin hacer caso de la concurrencia, que fumaba, jugaba, bebía o escuchaba la lectura del periódico, y sin fijarse en algunos que estaban dormidos, se acercó al mostrador y con el dedo indicó lo que necesitaba.
Mientras median el vino que pidiera, un hombre se levantó de un rincón y se dispuso a salir. Pero para hacerlo tenía que ponerse frente a frente de la señorita Pross, la cual, apenas hubo fijado los ojos en aquel hombre, dio un grito y pareció que iba a desvanecerse.
En un momento todos se pusieron en pie, persuadidos de que se asesinaba a alguien o de que se estaba solventando una ligera diferencia, pero no vieron más que un hombre y una mujer que se miraban con la mayor atención. Él parecía francés y ella inglesa.
Las frases con que expresaron su desencanto los parroquianos no llegaron a oídos de la señorita Pross y del hombre que ante ella estaba, pues la sorpresa que sentían les impedía fijarse en nada más. En cuanto al señor Jeremías, estuvo a punto de caerse de espaldas de puro asombro.
—¿Qué hay? —exclamó en inglés y con rudeza el hombre cuya aparición hiciera gritar a la señorita Pross.
—¡Oh, Salomón, querido Salomón! —exclamó la señorita Pross. ¡Después de un siglo que no te veo te encuentro aquí!
—No me llames Salomón. ¿Quieres mi muerte? —exclamó el hombre con cierto temor.
—¡Hermano mío! —exclamó ella derramando lágrimas—. ¿Cuándo he sido tan mala para ti que me hagas esta pregunta?
—Entonces contén la lengua —dijo Salomón— y ven si quieres hablar conmigo. ¿Quién es ese hombre?
—Es el señor Roedor —contestó la señorita Pross entre lágrimas.
—Pues que venga con nosotros —dijo Salomón— ¿Me habrá tomado por un fantasma?
Eso parecía, a juzgar por las miradas del señor Roedor. Sin embargo, no dijo una palabra y la señorita Pross, haciendo esfuerzos por serenarse, pagó el vino. Mientras tanto su hermano se volvió a los bebedores y en francés les dijo algunas palabras para explicar el suceso.
—Ahora ¿qué quieres? —preguntó Salomón deteniéndose en un rincón obscuro de la calle.
—¡Qué mal me recibes a pesar de que nunca he dejado de quererte!
—Toma —dijo su hermano rozando con sus labios los de ella—. ¿Estás contenta ahora?
Ella no contestó, pues seguía llorando.
—Si te figuras que me has dado una sorpresa, te engañas —dijo Salomón—. Sabía que estabas en París. Si, verdaderamente, no quieres poner en peligro mi vida, cosa que empiezo a dudar, sigue tu camino y déjame que vaya por el mío. Tengo mucho que hacer. Soy un oficial.
—Mi hermano Salomón, inglés, que habría podido ser uno de los hombres más grandes en su país, empleado de unos extranjeros ¡y qué extranjeros! Preferiría verte muerto en tu…
—¡Ya lo suponía! Estás deseando mi muerte. Me haré sospechoso gracias a mi hermana.
—¡Dios no lo quiera! —exclamó la señorita Pross—. Pero preferiría no haberte vuelto a ver, a pesar de lo que te quiero. Dime una palabra cariñosa y no te detendré más.
El hermano estaba pronunciando la palabra cariñosa que se le pedía, cuando el señor Roedor, tocándole en el hombro, lo interrumpió con esta extraña pregunta:
—¿Me hacéis el favor de decirme si vuestro nombre es Juan Salomón o Salomón Juan?
El interpelado lo miró con desconfianza.
—Contestadme. Ella os llama Salomón y debe de conocer vuestro nombre, pero yo sé que os llamáis Juan. ¿Cuál de los dos nombres va primero? En Inglaterra no os llamabais Pross.
—¿Qué queréis decir?
—No lo sé muy bien, pero no recuerdo cómo os llamabais en Inglaterra, aunque juraría que el apellido que llevabais era de dos sílabas.
—¿De veras?
—Sí. El otro no tiene más que una. Os conozco. Erais entonces un espía de Old Bailey. ¿Cómo os llamabais entonces?
—Barsad —dijo una voz desconocida tomando parte en la conversación.
—¡Eso es! —exclamó Jeremías.
El personaje que acababa de hablar era Sydney Carton. Tenía las manos a la espalda, y estaba al lado del señor Jeremías, tan tranquilamente como si se hallara en Old Bailey.
—No os alarméis, mi querida señorita, Pross —dijo—. Ayer noche llegué y me presenté al señor Lorry. Convinimos en que no me dejaría ver hasta que todo estuviera arreglado o en caso de que pudiera ser útil. Y ahora me presento aquí, deseoso de conversar un poco con vuestro hermano. Yo habría deseado para vos un hermano más digno que el señor Barsad y también que no fuese espía de las cárceles.
El espía estaba pálido, pero, recobrando el ánimo, protestó de aquellas palabras.
—Hace una hora que os vi, señor Barsad, mientras salíais de la Conserjería. Tenéis una de esas caras que se recuerdan siempre y yo soy muy buen fisonomista. Y al veros se me ocurrió relacionar vuestro indigno oficio con las desgracias que sufre un amigo mío. Por eso os he seguido y me senté a vuestro lado en la taberna. No me costó nada averiguar vuestra profesión por las palabras que cruzasteis con vuestros admiradores. Y así, lo que al principio fue una sospecha, quedó completamente confirmado, señor Barsad.
—¿Qué os proponéis? —preguntó el espía.
—Sería molesto y peligroso explicarlo en la calle. Por eso os rogaré que me favorezcáis con vuestra compañía… hasta el Banco Tellson, por ejemplo.
—¿Bajo amenaza?
—¿Acaso he dicho tal cosa?
—¿Entonces para qué voy a ir?
—No puedo decíroslo, señor Barsad.
—¿Queréis indicarme que no os viene en gana?
—Me habéis entendido muy bien, señor Barsad. No quiero.
La tranquilidad e indiferencia de Carton impresionó extraordinariamente al espía y su mirada práctica advirtió enseguida la ventaja que acababa de obtener.
—Fíjate en lo que te digo —exclamó el espía mirando torvamente a su hermana—; si me sucede algo malo, tuya será la culpa.
—Vamos, señor Barsad, no seáis ingrato —exclamó Sydney—. Si no fuera por el respeto que me merece vuestra hermana, no os habría hecho con tanta amabilidad una proposición que ha de resultar en beneficio mutuo. ¿Me acompañáis al Banco?
—Sí, os acompaño. Deseo conocer lo que tenéis que decirme.
—Ante todo acompañaremos a vuestra hermana hasta la esquina de su calle. Dadme el brazo, señorita Pross. Esta ciudad no está tranquila para que vayáis, sin protección de nadie y como vuestro compañero conoce al señor Barsad, le invito a que nos acompañe a casa del señor Lorry. ¡Vamos!
Dejaron a la señorita Pross en la esquina de su calle y entonces Carton se dirigió con Barsad y Jeremías a casa del señor Lorry, adonde llegaron a los pocos minutos.
El señor Lorry acababa de cenar y estaba sentado ante el fuego. Volvió la cabeza al oír a los que llegaban y demostró su sorpresa al ver a un desconocido.
—Es el hermano de la señorita Pross. El señor Barsad.
—¿Barsad? —repitió el anciano— ¿Barsad? Me parece recordar el nombre y el rostro.
—Ya os dije que tenéis una cara que no se despinta, señor Barsad —observó fríamente Carton—. Sentaos.
Mientras él mismo tomaba una silla, se volvió hacia el señor Lorry y le dijo:
—Testigo de aquella causa.
El anciano recordó inmediatamente y miró al recién llegado con mirada en que expresaba claramente su antipatía.
—La señorita Pross ha reconocido en el señor Barsad al hermano de quien tanto le habéis oído hablar. Pero ahora pasemos a noticias peores. Darnay ha sido preso nuevamente.
—¡Qué me decís! —exclamó el anciano consternado.
—Hace apenas dos horas que lo he dejado libre y feliz.
—Pues está preso. ¿Cuándo lo prendieron, Barsad?
—Habrá sido hace un momento.
—El señor Barsad es digno de crédito en estos asuntos —dijo Sydney— y conozco el hecho por una conversación que ha tenido con otro espía, mientras se bebían ambos una botella de vino. Dejó a los encargados de prenderle en la puerta de su casa, de manera que la desgracia es cierta.
El señor Lorry lo comprendió así y se dispuso a escuchar en silencio.
—Espero, sin embargo —continuó Carton—, que el nombre y la influencia del doctor puedan serle tan útiles mañana… ¿dijisteis que lo juzgarían mañana, Barsad?
—Así lo creo.
—Tan útiles mañana como lo han sido hoy. Pero tal vez no sea así. He de confesaros, sin embargo, que me da qué pensar el hecho de que el doctor no haya podido impedir la prisión…
—Tal vez no la sospechaba siquiera —dijo el señor Lorry.
—Precisamente esta circunstancia es alarmante.
—Es verdad —contestó el señor Lorry.
—En resumen —dijo Sydney— en casos desesperados es cuando se juegan las partidas desesperadas por puestas desesperadas. Dejemos que el doctor juegue la partida de ganar; yo voy a jugar la de perder. Aquí no tiene valor la vida de ningún hombre, pues el que hoy ha sido llevado en triunfo a su casa por el pueblo, puede ser condenado mañana. Ahora, la puesta que he decidido jugar, en el peor de los casos, es un amigo en la Conserjería. Y el amigo a quien me propongo ganar, señor Barsad, sois vos.
—Preciso será que tengáis muy buenas cartas, señor —dijo el espía.
—Vamos a verlas. Pero ya sabéis, señor Lorry, lo torpe que soy. Os ruego que me deis un poco de brandy.
Bebió una copita y otra y dejó a un lado la botella.
—El señor Barsad —dijo, como si, realmente, estuviera examinando sus naipes—, espía de las cárceles, emisario de los comités republicanos, carcelero y prisionero alternativamente, siempre espía e informador secreto, mucho más apreciado por su condición de inglés, se presenta a sus jefes bajo un nombre falso. Esta es una buena carta. El señor Barsad, empleado del gobierno republicano francés, estuvo antes a sueldo del gobierno aristocrático inglés, enemigo de Francia y de la libertad. Esta es también otra carta excelente. De lo que se infiere fácilmente, que el señor Barsad continúa a sueldo del gobierno inglés aristocrático, como espía de Pitt, y es el traidor enemigo que reposa en el regazo de la República, el traidor inglés y agente de todas esas indignidades de que tanto se habla y que tan difícil es probar. Esta carta no se falla fácilmente. ¿Vais siguiendo mi juego, señor Barsad?
—No entiendo cómo jugaréis estas cartas —contestó el espía algo intranquilo.
—Juego mi as, denunciando al señor Barsad ante el Comité de la Sección más próxima. Mirad vuestro juego, señor Barsad, y ved qué cartas tenéis. No hay prisa.
Acercó nuevamente la botella y bebió otra copa de licor. Vio que el espía parecía tener miedo de que si continuaba bebiendo saliera a denunciarlo inmediatamente y por esta razón se bebió otra copa.
—Mirad cuidadosamente vuestro juego, señor Barsad —repitió. Tomaos el tiempo que queráis.
El juego de Barsad era mucho peor de lo que se había podido figurar. El señor Barsad sabía que todas sus cartas le harían perder el juego, pero Sydney Carton las ignoraba. Despedido de su honorable empleo en Inglaterra, a causa de torpezas cometidas, cruzó el Canal y aceptó el servicio en Francia, primero como espía de los ingleses. Fue luego espía de San Antonio y trató de ejercer su oficio contra los Defarge, gracias a unas informaciones que le diera la policía acerca del doctor Manette, que habían de servirle de excusa para trabar conversación, pero fracasó en su empeño y recordaba con terror a la señora Defarge que no cesó en su labor mientras le hablaba y que le miró tan airada. Luego la vio exhibir sus registros tejidos en la labor de calceta y denunciar a las personas que se tragaba la Guillotina. Le constaba que nunca estaba seguro, como no lo estaba ninguno de los que se dedicaban a su mismo oficio; que la fuga era imposible y que a pesar de los servicios prestados al régimen que imperaba, bastaba una sola palabra para perderlo. Una vez denunciado por los delitos que acababa de mencionar Carton, no tenía la más pequeña duda de que estaría perdido. Además, todos los hombres que viven de denunciar a los demás son cobardes y se comprenderá el efecto que en él ejerció la mención de las cartas del juego de Carton.