Hijos de un rey godo (75 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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Nícer se sorprende de la clarividencia de aquel hombre que está ciego.

—Creo que debemos irnos ya… —prosigue Liuva—. Sin esperar a que llegue la mañana. Aún no se ha hecho de noche.

Toman la bolsa de oro y la espada, silenciosamente salen de los aposentos. Atardece, pero las puertas de la fortaleza están aún abiertas. No quieren tomar un barco que, al fin y al cabo, puede estar vigilado por los espías del rey. No se despiden de los monjes del cenobio donde han vivido los últimos tiempos para no comprometerlos. Caminando, se dirigen hacia las tierras de Caen a ver al abad, para, desde allí, retornar a las tierras de Hispania.

Colinas verdes, valles estrechos, bosques frondosos, una senda que parece no tener fin. Marchan procurando no ser reconocidos, saben que los espías de Dagoberto pueden estar siguiéndoles. En las noches claras se guían por las estrellas.

A muchas leguas de Lutecia, el sendero atraviesa un bosque espeso y umbrío. Son atacados por unos bandoleros, un grupo de hombres desharrapados y muertos de hambre. Nícer, con sus fuerzas íntegras, puede defenderse de ellos y Liuva, guiado por una intuición especial, ya que no por la vista, le presta apoyo. Continúan su camino sin más incidentes.

Al fin, a lo lejos, desde una colina, Nícer divisa las tierras de Caen y, más en lo lejano, la abadía. Al irse acercando, puede ver con mayor detenimiento el lugar que les ha servido de refugio. La abadía está ennegrecida y el techo se ha caído.

—¿Qué ocurre…? —pregunta Liuva a Nícer, al darse cuenta de que éste se ha detenido.

—Creo que la abadía se ha incendiado…

—… o le han prendido fuego intencionadamente… —dice Liuva—; vayamos con cuidado.

Con suma precaución se acercan a la aldea. Perros famélicos y mugrientos salen a su encuentro. Los lugareños, por su parte, los vigilan con desconfianza.

—¿Qué ha ocurrido en la abadía…?

—El señor de Caen, mal rayo le parta, quiera Dios se hunda en los infiernos, la incendió…

—¿Qué…?

—Sí. Eso ha ocurrido, fue apenas unas tres semanas atrás.

—¿Los monjes…?

—Murieron todos.

—¡No es posible…! ¿Nadie va a detener a ese criminal? ¿A ese blasfemo?

—Ya se ha hecho.

Sin más preámbulos pasaron a relatarles la historia.

El señor de Caen se había encaprichado de la hija de un campesino. Quiso llevársela con él, pero ella escapó, refugiándose en el convento. Gundebaldo rodeó el monasterio con sus hombres, ordenándole al abad que entregase a la mujer. Al negarse los monjes, prendió fuego al monasterio con todos sus integrantes dentro. Ni uno solo escapó vivo.

Ahora, nadie se atreve a acercarse al lugar. En las noches parecen escucharse los gemidos lastimeros de los muertos. Después de aquella terrible acción, Gundebaldo fue excomulgado por el obispo de Caen. Al ser reprobado por la Iglesia, todos los juramentos de lealtad de sus súbditos perdieron valor. No transcurrió mucho tiempo antes de que el señor de Auges, su enemigo, le atacase y los vasallos de Gundebaldo le abandonasen. El castillo fue arrasado y él murió en el incendio, recibiendo justo castigo por sus crímenes. Ahora se rumorea que la abadía y el castillo están poblados por fantasmas. Nadie se acerca allí.

Liuva y Nícer se alejan de aquel lugar de horror. Emprenden un largo, muy largo camino, que les conduce hacia el sur, al lugar donde Swinthila domina los destinos de los hombres.

El fin de Cartago Spatharia

La muralla blinda las espaldas de la antigua Cartago Nova como una barrera inexpugnable. Al frente centellea la bahía. Detrás de la urbe fortificada, desde los cerros que la rodean, el ejército godo se dispone en orden de batalla, como un enjambre de abejas haciendo aletear sus alas. De cuando en cuando retumban tambores y trompas, que ensordecen los gritos de los cercadores y el fragor de las armas, templándose para la batalla. El griterío, que se difunde en la hondonada, penetra en los oídos de los habitantes de la ciudad y provoca un temor casi supersticioso en ellos. La metrópoli, fundada por los cartagineses, capital de la Spaniae bizantina, se defiende de sus enemigos germánicos. La armada rodea el puerto, que desde hace días ha sido bloqueado. Las velas, de color negruzco en los navíos visigodos, motean con finas pinceladas la bahía y oscurecen la costa.

Amanece el sol sobre el mar, colmando de esplendores resáceos la ensenada. Durante la noche, teas incendiarias han recorrido el cielo. La ciudad aislada, sin otra defensa que la que pudiera provenir de sí misma, aún resiste. Anteriormente, los godos habían conquistado y arrasado los campos, las pequeñas villas y ciudades que la rodean. Sin embargo, Cartago Nova se mantiene aún invicta y orgullosa; una antigua nobleza en sus habitantes les impide rendirse. Temen al godo. Malacca fue saqueada y demolida por las tropas de Swinthila cuando todavía él era un general del rey Sisebuto. Muchos de sus antiguos pobladores que habitan ahora en la ciudad sitiada, no guardan buen recuerdo de Swinthila. En la época de la caída de Malacca, Sisebuto negoció la paz cuando la guerra podía haber acabado para siempre, expulsando de una vez por todas a los orientales de tierras hispanas. Swinthila, sin embargo, no está dispuesto a transigir en nada. Los habitantes de la ciudad lo saben, quizá por eso su defensa es más desesperada.

Resuena una trompa, se abren las puertas de la ciudad y de ellas destaca un hombre, el
magister militum
bizantino. Vestido a la usanza romana oriental, con túnica corta y coraza de bronce guarnecida en plata, el jefe de la milicia imperial avanza. Tras él, militares bizantinos de diversa graduación lo rodean, seguidos por las autoridades de la ciudad. El grupo se aproxima a Swinthila, quien les habla de un modo imperativo; en el tono de su voz late el orgullo del militar invicto.

—Debéis rendir la ciudad… —exclama.

—Mis órdenes son que la ciudad tiene que resistir a vida o muerte hasta el fin…

—No hay para vosotros posibilidad alguna de vencer.

—Ni para vos tampoco…

—Os equivocáis. Yo soy Swinthila, el triunfador, nunca he sido derrotado en ninguna batalla. Ni lo seré jamás, yo poseo la llave del poder. Nadie, lo oís bien, ni Dios mismo podrá vencerme.

Entre las filas de los imperiales, se extiende el silencio, que de pronto se rompe por una voz:

—¡Eso es una blasfemia…! Nadie puede afirmar que nunca ha sido derrotado y que no lo será jamás.

La voz proviene de un hombre joven de cabello negro y ojos oscuros, vestido con una túnica corta al estilo oriental, en la que se ven las señales de su alta alcurnia.

—¿Quién se atreve a hablar así…?

El joven habla con voz fuerte, sin intimidarse:

—Yo. El legado del emperador Heraclio.

—Vuestra juventud va a la par de vuestra desfachatez e imprudencia. Debéis rendiros y abandonar las tierras de Hispania para siempre.

Al legado no le intimidan las palabras del rey godo. Con parsimonia, examina atentamente a Swinthila, respondiendo ante su prepotencia con palabras claras y sonoras.

—No lo haremos —anuncia—. Los godos habéis pasado a saco nuestras ciudades, habéis destruido Malacca. El emperador vendrá en nuestra ayuda y habréis de enfrentaros con el ejército mejor preparado de la cristiandad…

Swinthila ríe con afectación, seguro de que no será vencido; se sabe poseedor del cáliz de poder, con él aplastará a sus enemigos sin compasión. Años atrás había vencido a los bizantinos sin la copa, ahora que la posee, nadie podrá detenerle. La ha probado repetidamente, y ha comprobado sus poderes. Por otro lado, el emperador está muy lejos, allende el mar, no se ocupa de unas ciudades perdidas en el extremo occidental de su imperio.

Swinthila vuelve en grupas su caballo, sin dignarse responder a aquel hombre que le ha desafiado, no duda de que lo aplastará, más pronto o más tarde. Henchido de arrogancia regresa al acuartelamiento.

Aquella noche, en su tienda del recinto godo, Swinthila toma la copa de oro entre sus manos y la acaricia como si de una mujer se tratase. Después se arrodilla ante ella y la adora. Sin embargo, algo le incomoda aún, sigue faltando el vaso de ónice de su interior; en los años que lleva en el poder, ha dado órdenes de que se busque, pero sus esfuerzos han sido vanos; parece como si se la hubiese tragado la tierra. Ha logrado averiguar que los francos tienen algo que ver con la pérdida de la copa; pero, por más que ha enviado espías y mensajeros a Austrasia y a Neustria, nada ha conseguido. Finalmente, al experimentar la eficacia de la copa de oro, Swinthila ha ido olvidando la vieja historia. No quiere nada más que lo que la copa de poder le proporciona.

Siguiendo su costumbre Swinthila bebe toda la noche hasta perder el sentido. Por la mañana, contrariamente a lo que sería de esperar, se despierta lleno de vigor, despejado, con seguridad en la victoria.

Aún no ha amanecido cuando, desde el campamento godo, se ordena el ataque. Con catapultas se lanzan enormes capazos llenos de fuego y teas incendiarias, que recorren el cielo oscuro y plagado de estrellas de la noche, una noche sin luna.

Las teas hacen arder la ciudad. La suerte o el destino lleva a alguna de ellas a caer sobre los almacenes de grano, llenos de cereales para resistir el asedio. Las llamas del incendio se elevan leguas arriba , un gran dragón de fuego se alza sobre el cielo de Cartago Nova. Desde el campamento godo se escuchan los gritos de desesperación de los civiles. En la ciudad, después de días de asedio, escasea el agua y si no la hay para beber, tampoco la hay para apagar las llamas. Sus habitantes intentan sofocar el incendio con tierra y arena, pero la solución se demuestra ineficaz.

El fuego se propaga de casa a casa; las viviendas sencillas de los menestrales de la ciudad, de los pescadores, de los artesanos, construidas de madera, arden como la yesca, transmitiendo el incendio de un lugar a otro.

La ciudad se convierte en un horno. Desde el campamento godo, observan cómo la desesperación cunde en las calles y cómo los hombres se tiran desde las torres de la muralla para huir del fuego.

En ese momento de horror, una señal luminosa parte de la montaña detrás del campamento enemigo, es la orden para que la armada goda desembarque y ataque. Al tiempo, el ejército de tierra, sirviéndose de catapultas, horada la muralla y hace caer las puertas.

Las tropas visigodas se ensañan con los habitantes de Cartago Nova. Swinthila consiente una gran masacre en la ciudad rebelde para dar un escarmiento a todo aquel que se oponga a su poder. No hay piedad. Por orden del rey se detiene a todos los judíos de la ciudad. Swinthila busca a una persona, un judío, Samuel, el hombre que pudo haber estado implicado en la muerte de su padre. Quiere vengarse.

Entre las gentes distinguidas de la urbe, el conquistador retiene a algunos rehenes; en medio de ellos está aquel joven legado imperial que se le ha enfrentado ante la muralla. Swinthila pedirá un rescate al emperador, por lo que le envía a Toledo escoltado con otros cautivos, mientras él acaba de sofocar los últimos focos de insumisión. Ordena que se le trate como merece su rango, el emperador de Oriente debe conocer la magnificencia, el esplendor y el poderío del rey godo Swinthila.

En la urbe derrotada todavía se mantienen en lucha pequeños núcleos de heroica resistencia. Al fin, cae la noche sobre una Cartago Nova aniquilada. Swinthila no quiere que queden ni los cimientos de lo que, anteriormente a la destrucción, fue la metrópoli de la provincia bizantina de Spaniae.

Desde la montaña, donde se sitúa el campamento del ejército godo; el rey divisa la gran bahía y el puerto, la muralla caída, las casas arrasadas, columnas de humo ascendiendo al cielo; escucha gritos y sollozos surgiendo entre las ruinas.

Una pequeña cuadrilla de soldados godos procedentes de la ciudad devastada irrumpe en el lugar donde Swinthila presencia el exterminio de los vencidos. Allí conducen a algunos presos, heridos y con quemaduras causadas por el incendio, con caras ennegrecidas por el humo. El espatario que dirige al grupo dobla su rodilla ante el rey para anunciar:

—Mi señor, hemos encontrado a aquel hombre al que buscabais.

Swinthila examina atentamente al grupo de desarrapados antes de preguntar:

—¿A quién…?

—Un hombre judío llamado Samuel ben Solomon, poderoso entre los de su raza; intentaba huir. Ha sido entregado por sus propios compatriotas para alcanzar clemencia ante vos.

—¿Dónde está? ¿Quién es?

—Aquí lo traemos…

El capitán visigodo empuja a un hombre vestido pobremente, quizá disfrazado para poder huir. Al levantar la cabeza, Swinthila reconoce en él al judío que, tiempo atrás, le expulsó de su casa en Hispalis. La cara de Samuel ben Solomon, enflaquecida por las privaciones del asedio, palidece pero sus ojos manifiestan una desesperada determinación y conservan el odio que, años atrás, Swinthila encontró latiendo en su mirada. El rey ordena que lo flagelen y lo sometan al potro. Con la tortura confesará la verdad. Él repara asustado en el rey, pero no solicita clemencia; presiente que el godo no tendrá compasión. Los hombres del rey lo conducen hacia una empalizada, la prisión del campamento.

Swinthila prosigue dictando disposiciones para la demolición final de Cartago Spatharia. Al mismo tiempo, ordena que todos los bienes saqueados sean entregados a la corona; ni una sola moneda ni una sola joya podrá ser retenida; cualquier robo se castigará con la amputación de las manos. Los hombres protestan, en otras campañas, el botín se ha considerado parte de la paga de los soldados. El rey ha de dominarlo todo, no quiere la más mínima insubordinación, todos deben someterse; quizá después tendrá tiempo de ser generoso con quien le convenga.

Swinthila, rey de los godos, se engríe cada vez más, considerándose a sí mismo, como el soberano más poderoso que nunca haya regido las tierras que se extienden desde el mar Atlántico al Mediterráneo. Nunca, en la historia de la nación que los griegos llamaron Iberia, los romanos, Hispania y los judíos, Sepharad, un único soberano ha dominado todo el territorio peninsular. El todopoderoso Swinthila se sabe señor de la Hispania y la Gallaecia, de la Lusitania y de la Tarraconense, de las tierras de la Septimania y parte de la Tingitana. Ha dominado a los rebeldes hispanorromanos del sur y Bizancio ha sacado su pie de la tierra de sus mayores.

Además, Swinthila ha encontrado al hombre que posee la clave del misterio que rodea a su familia. Al atardecer, el rey godo se dirige a la prisión del campamento, una cerca en la que se amontonan los prisioneros. Ordena que le traigan al judío. El olor a sangre y a sudor cubre a aquel a quien Swinthila considera causante de la muerte de su padre y de la ruina de su hermano. Ahora se aproxima el momento de interrogarle y conocer los secretos que aquel hombre encierra.

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