Hijos de un rey godo (26 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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Los dos hombres callaron, pues Hermenegildo se dirigía hacia ellos. Cuando estuvo cerca, el noble Publio Claudio le abrazó amistosamente.

—¡Nunca habría pensado que aquel que jugaba de niño con mi hijo llegaría a ser el heredero del trono de los godos! —le dijo mientras le palmeaba la espalda.

A estas palabras la faz de Frogga se vio cruzada por una expresión no disimulada de odio. Hermenegildo lo percibió. Frogga y Publio Claudio iniciaron una discusión aparentemente amigable, pero en la que se cruzaban burlas e ironías. El ambiente entre ambos se crispaba y Hermenegildo consideró más conveniente no intervenir. Aprovechó que Sunna se acercaba al grupo para alejarse de ellos. El obispo arriano deseaba hablar con Hermenegildo en privado.

—Sé que habéis visitado a Mássona… No es adecuado que el hijo de nuestro noble rey Leovigildo visite a un obispo católico.

Hermenegildo lo observó con una expresión indescifrable, sin responderle. Aquel hombre no tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos.

—No es conveniente que visitéis a un enemigo de vuestro padre y de vuestro pueblo —prosiguió Sunna.

—Ése es un asunto que no os incumbe —respondió Hermenegildo fríamente—, cumplo un deber filial con mi madre, recientemente fallecida.

A esas palabras, Sunna contestó con sarcasmo:

—¡Deber filial, deber filial! Le visitáis porque deseáis la copa… Esa copa debía estar custodiada en la noble sede arriana y no en la católica. Fue vuestra madre la que se la entregó y, sin embargo, pertenecía al tesoro de los baltos.

—La copa fue regalada muchos años atrás por mi padre al noble Juan de Besson, preceptor de mi madre, y después ella la heredó.

—Leovigildo fue engañado. Ésa es la copa del poder. Muchas veces le he pedido a vuestro padre la basílica de Santa Eulalia para el culto arriano, pero no me la ha querido conceder. Ya tiene bastantes enemigos entre los godos como para enfrentarse a los hispanorromanos. Entregarme Santa Eulalia significaría una ofensa a los sentimientos de los católicos. Sin embargo, toda la basílica de Santa Eulalia con todas sus riquezas es nada en comparación con la copa. Yo sé muy bien que Massona os la daría a vos si se la pedís; al fin y al cabo, fue vuestra madre la que la entregó a la iglesia de Santa Eulalia… —En los ojos del obispo arriano se expresó la codicia—. No sé qué haréis con ella, pero la copa tendría que estar en la noble sede arriana de Mérida. Decidme, ¿qué pensáis?

—Sigo diciéndoos que no os incumbe…

En aquel momento se escuchó una música suave, el ambiente se volvió más distendido, unos músicos con liras, flautas y timbales comenzaron a tocar en el peristilo. El mismo obispo Sunna se distrajo del tema que le ocupaba. Hermenegildo apreció la belleza de la música; y sin saber por qué, recordó a Florentina. Cerró los ojos apoyado en la columna para evocar mejor a la joven mientras sonaba la melodía. Entonces notó que le llamaban por detrás, era Lesso.

—Joven amo, hemos encontrado al chico, se encuentra herido.

—¿Dónde está…?

—¿Podéis dejar a vuestros invitados un momento?

Hermenegildo miró en torno a sí; la mayoría de los invitados estaban templados por el vino y distraídos con los músicos. Asintió con la cabeza siguiendo a Lesso.

Pasaron a la zona del impluvio; en una de las habitaciones encontró a Isidoro, con marcas de haber sido apaleado.

—No sabemos lo que ha ocurrido, pero le han dado una paliza… Lo abandonaron inconsciente cerca del antiguo anfiteatro.

El hijo del rey godo le levantó los párpados al chico, Isidoro se opuso a ello con un reflejo de defensa y comenzó a volver en sí. Hermenegildo observó que las pupilas no estaban dilatadas y reaccionaban a la luz.

—Se recuperará —dijo—. ¿Habéis avisado a sus hermanos?

—Sí, ya vienen hacia aquí.

Efectivamente, poco después se oyó abrirse la puerta de entrada de la casa, y varias personas irrumpieron rápidamente en la estancia. Eran Leandro, Florentina y la madre de ambos. Las mujeres se aproximaron al lecho donde reposaba Isidoro. Leandro, que observaba todo de pie, se volvió hacia Hermenegildo.

—Os agradecemos enormemente el interés que os habéis tomado en encontrar a nuestro hermano. ¿Dónde estaba?

—Al parecer lo encontraron inconsciente en la zona del antiguo anfiteatro, en una de las jaulas para las fieras… Alguien debió de conducirlo hasta allí, después de golpearle.

Isidoro gimió de dolor, poco a poco se desperezó en el lecho, abriendo los ojos.

—¿Dónde estoy…?

—Estás en la mansión de los baltos —le dijo Florentina—, en casa de amigos. ¿Qué te ha ocurrido?

Isidoro se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos, exhalando un grito de dolor. Después, todavía sujetándose la cabeza con las manos; se incorporó en la cama y, al fin, bajó los brazos, reposando la cabeza contra la pared. Hablando muy despacio y con esfuerzo, les refirió lo siguiente:

—Ayer fui a la escuela monacal, llegué más temprano que en otras ocasiones, todavía no había amanecido. La puerta principal estaba cerrada, así que rodeé la basílica para entrar por la puerta de los monjes. Entonces oí ruidos en un patio posterior. Pensé dirigirme allí para que me abrieran. En el patio vi a unos encapuchados que intentaban entrar en la iglesia a través de una ventana. Me di cuenta de que querían robar algo en la iglesia. Retrocedí para buscar ayuda, pero se percataron de mi presencia, me rodearon y comenzaron a pegarme entre todos. No pude defenderme. Al verme malherido, debieron de pensar que estaba muerto, les dio miedo que me encontrasen allí y me montaron en un carro. Por el camino oí algo sobre una copa; creo que eso era lo que estaban buscando en la iglesia. Me arrojaron a la cisterna del circo y al caer perdí el conocimiento. Es un milagro que me hayáis encontrado.

—¿Estás seguro de que hablaban de una copa?

—Sí, lo estoy.

—No entiendo cómo no te han matado.

—Yo no era lo que querían…

—Fue Silvano el que adivinó dónde podía estar —dijo Lesso—. I l sabe bien que cuando estas bandas quieren tapar un crimen a veces esconden al cadáver en el antiguo anfiteatro, por eso decidió buscarle allí. Ha sido una gran suerte que lo encontrásemos vivo.

Isidoro se había incorporado en el lecho; intentó levantarse pero le fallaron las fuerzas. Su hermano Leandro le sostuvo, tuvo que volver a tumbarse.

—Nos lo llevamos a casa —dijo Leandro.

—Deberíais dejarle aquí unos días. Aquí estará mejor cuidado, llamaremos al físico.

—Sí. Deberíais dejarlo aquí —les aconsejó Braulio—, ésta es una casa amiga para vosotros. No necesitamos al físico, mi amo conoce bien los remedios de la curación.

Florentina observó a Hermenegildo extrañada de que él supiese curar. Él notó un nudo en la garganta ante aquellas pestañas castañas, largas y sombreantes que lo acariciaban.

—Mi madre me enseñó…

—No dudamos de vuestra pericia, ni tampoco de que aquí estaría atendido —dijo la joven—, pero no queremos dejarle solo.

—Vos o vuestra madre podéis permanecer aquí con él.

—No queremos molestaros —respondió ella.

—Para mí es un honor que los hijos de Severiano, el defensor de Cartago Nova, moren en mi casa.

Ella enrojeció, hacía mucho tiempo que nadie había reconocido la nobleza de su padre. Con un gesto interrogó a Leandro, quien le hizo un ademán de asentimiento; después le dijo:

—Mi madre es mayor y está enferma, quizás haya que velarle por las noches. Me quedaré con él.

Hermenegildo se sintió de pronto profundamente alegre. Vinieron a su mente los días en el camino a Mérida, sus conversaciones con ella, lo mucho que había disfrutado estando a su lado; ella le recordaba un poco a su madre, la reina olvidada.

Braulio se hizo cargo de acomodar al herido y a su hermana en dos cubículos que se comunicaban entre sí, junto al impluvio.

Mientras tanto, Hermenegildo fue llamado al banquete y se retiró llevando en su retina la cabeza de Florentina tapada por un manto fino, e inclinada cuidando a su hermano.

Al llegar a la fiesta, percibió que la buena comida y, sobre todo, el vino habían hecho su efecto sobre los invitados. Muchos estaban borrachos, Sunna sonreía bobaliconamente. Algunos sirvientes sacaron frutas y Hermenegildo tomó unas ciruelas, hablando distraídamente con Publio Claudio, que era uno de los pocos hombres sobrios de la fiesta. La música procedente de flautas y timbales llenaba aún la sala.

Los concurrentes fueron lentamente dejando sus sitios. Hermenegildo se despidió de unos y de otros. Sunna fue tropezando hacia la puerta, estaba algo achispado; quizá por ello el obispo arriano insistió sobre lo que le preocupaba.

—Mi señor, mi señor, la copa, la copa debe ser mía, de la iglesia arriana de Emérita.

—¿Habéis tratado de robarla…?

—¿Cómo podéis decir eso…? —De pronto todo su torpor mental pareció desaparecer, pero su voz continuaba temblando por efecto del alcohol—. La copa me pertenece y la quiero para mayor gloria del reino godo.

Hermenegildo hubo de sostener al obispo, que se caía hacia los lados, y le fue acompañando hasta la puerta.

—Me he enterado que hoy han asaltado la basílica de Santa Eulalia, que buscaban la copa y no la han conseguido. ¿Sabéis algo?

—¿Cómo me podéis hacer semejante pregunta? A mí… Yo no sé nada.

—Sí, sí —le tranquilizó Hermenegildo, dándose cuenta de que mentía.

Llegaron los carruajes y les recogieron. Sunna entró tambaleándose en el vehículo que le conduciría a su domicilio. La fiesta había terminado. Junto a la puerta principal de la casa, Hermenegildo despidió a los convidados; Braulio, a su lado, los veía salir satisfecho por el resultado de la recepción.

—Mañana se comentará en la ciudad este banquete, y el poder de vuestro padre.

—Creo que hemos conseguido lo que buscábamos. Argebaldo me ha prometido más hombres y otros nobles también.

—Tendréis que ir a visitarlos uno a uno para que se atengan a sus compromisos.

Hermenegildo asintió, se encontraba cansado. Al ir hacia sus aposentos pasó por delante de la habitación que ocupaban Florentina y su hermano. Aún había luz. Sintió el deseo de acercarse y entrar. Se acercó hasta la puerta, pero allí se detuvo con indecisión. Siguió adelante y cruzó el patio porticado donde los criados recogían los restos de la cena, saludando a unos y a otros. Antes de llegar a su aposento, se encontró a Lesso.

—Debemos llevarnos la copa al norte cuanto antes… —le dijo Hermenegildo.

Después le resumió lo que había relatado Isidoro y lo que pudo sonsacar a Sunna.

—La copa no debe caer en manos arrianas y menos aún en las de algunos nobles godos que buscan el poder a toda costa. Sí debemos llevarnos la copa de oro —le previno Lesso—. Anunciad que os la lleváis. La de ónice podría quedarse en Mérida. Decidle a Mássona que la oculte, que no la muestre al pueblo.

—De acuerdo, así nadie poseerá por entero el poder de las dos copas. Mañana iré a ver a Mássona, en el curso de esta semana nos marcharemos al norte.

Los hispanos

Aquella noche, Yo, Espíritu de Sabiduría y de Fortuna, me introduje en los sueños de Hermenegildo: en la mente del príncipe godo apareció su madre, más joven que cuando murió, con el aspecto que tenía ella cuando Hermenegildo era aún muy niño, el pelo dorado le caía sobre la espalda. La sin nombre esbozaba una sonrisa suave. Detrás de ella, de modo difuso pudo divisar el rostro de aquel hombre moreno, al que llamaban Aster, a quien había aprisionado en el norte y a quien ajusticiaron apenas unos meses atrás. Le sorprendió la mirada de él, con una expresión de profunda serenidad y de afecto. Se despertó varias veces recordando la mirada de aquel hombre.

La luz del sol le iluminó la cara; todo había sido un sueño, pero en Hermenegildo persistió una inquietud vaga. Se levantó del lecho, se aseó, recorrió los patios buscando a Braulio; el viejo criado se ocupaba estudiando algunos legajos. Le preguntó por los hispanos. Braulio sonrió con sorna y le indicó que estaban bien. Entonces, Hermenegildo se dirigió a los aposentos de los dos hermanos, Isidoro mostraba muy buen aspecto. Se había despertado y ya no le dolía tanto la cabeza, estaba desayunando en la cama un tazón de leche con pan. Florentina, sentada a su lado, lo vigilaba.

—¿Ya estás mejor?

—Sí. He dormido bien…

Hermenegildo le palpó la cabeza con cuidado con sus largos y finos dedos. Las heridas estaban cicatrizando.

—Hoy y mañana deberás guardar reposo, no puedes moverte de la cama ni hacer esfuerzos. En tres o cuatro días estarás bien.

Florentina alzó los ojos para hablar con él; su piel nacarada enrojeció ligeramente mientras le decía:

—¿Cómo podremos agradecer vuestras atenciones…?

—De ninguna manera… He hecho lo que estaba en mi mano…

Ella tomó las manos de Hermenegildo y las besó en señal de gratitud. Isidoro esbozó una sonrisa disimulada, mientras Hermenegildo decía sin apartar los ojos de la dama:

—Debo irme, me esperan en la ciudad.

Después, cuando el príncipe godo recorría las estrechas callejas de la urbe, notaba todavía los labios suaves y húmedos de ella sobre sus manos. Aquella impresión no se le borró en todo el día.

Uno a uno, fue visitando a los próceres con los que había hablado la noche anterior. Almorzó en casa del gobernador. Menos excitado por el alcohol que en la fiesta, Argebaldo no rebajó el número de hombres pero intentó posponer su envío. Hermenegildo no cedió; le instó para que, antes de finalizar la semana, tuviese las tropas dispuestas.

Por la tarde, visitó a otros nobles que también intentaron retrasar o disminuir el envío de tropas; él se negó a aceptar. Convenció a unos, tentó con promesas a otros, al final prácticamente todos le prestaron su colaboración.

Bajando una pequeña cuesta fuera de los muros de la ciudad, llegó a Santa Eulalia. Mássona le recibió con un semblante que expresaba preocupación.

—Sabrás que han intentado asaltar la basílica.

Hermenegildo asintió y le contó brevemente su diálogo con Sunna.

—Los arríanos buscan la copa.

Mássona estuvo de acuerdo y Hermenegildo le apremió:

—No debemos posponer ya más el encargo de mi madre. Lo intentarán de nuevo de una manera o de otra.

La expresión de Mássona al asumir que iba a perder la copa fue de tristeza y un cierto resentimiento le asomó a los ojos. Hermenegildo prosiguió:

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