Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
—
¿Qué? Yo no te visité anoche, tía Prue.
Frunció el ceño.
—
¿Estás tratando de engañar a una anciana?
—
¿Qué me dijiste?
—
pregunté.
—
¿Qué preguntaste?
—
Se rascó la cabeza, y advertí lleno de pánico que estaba empezando a desvanecerse.
—
¿Vas a volver, tía Prue?
—
Todavía no puedo decirlo.
—
¿Puedes venir ahora conmigo?
Sacudió la cabeza.
—
¿No lo sabes? Eso depende de la Rueda de la Fortuna.
—¿Qué?
—
Tarde o temprano nos aplasta a todos. Eso es lo que te dije, ¿recuerdas? Cuando me preguntaste sobre venir aquí. ¿Por qué haces hoy tantas preguntas? Estoy muy cansada y necesito un poco de reposo.
Ya casi había desaparecido.
—
Déjame estar, Ethan. No debes venir aquí. La Rueda no ha acabado contigo.
Me quedé mirando hasta que sus zapatillas de ganchillo marrón desaparecieron.
—¿Ethan? —Escuché la voz de Lena y sentí su mano en mi hombro, sacudiéndome para que me despertara.
Sentía la cabeza pesada, y abrí los ojos lentamente. Una luz brillante entraba por la ventana sin persiana. Me había quedado dormido en la silla junto a la tía Prue, de la forma en que solía dormirme en la silla de mi madre, esperando a que terminara su trabajo en el archivo. Bajé la vista, y tía Prue yacía en su cama, sus ojos lechosos abiertos como si nada hubiera sucedido. Solté su mano.
Debía de parecer un fantasma porque Lena me miró preocupada.
—Ethan, ¿qué sucede?
—He… he visto a tía Prue. He hablado con ella.
—¿Mientras dormías?
Asentí.
—Sí. Pero no parecía un sueño. Y ella no se sorprendió al verme. Yo ya había estado allí.
—¿De qué hablas? —Lena me miraba atentamente.
—Anoche. Me dijo que había venido a verla. Sólo que no lo recuerdo. —Se estaba volviendo muy habitual y muy frustrante. Cada vez me olvidaba de más cosas.
Antes de que Lena pudiera decir nada, la enfermera llamó a la puerta, abriendo sólo una rendija.
—Lo siento, pero las horas de visita han terminado. Ahora debes dejar que tu tía descanse, Ethan.
Sonaba muy cariñosa, pero el mensaje estaba claro. Salimos por la puerta hacia el vacío vestíbulo antes de que mi corazón tuviera tiempo de dejar de palpitar.
De camino a la salida, Lena advirtió que se había dejado el bolso en la habitación de tía Prue. Mientras esperaba a que lo recogiera, caminé por el pasillo lentamente, deteniéndome en una puerta. No pude evitarlo. El chico de la habitación debía de tener aproximadamente mi edad, y durante un minuto me encontré preguntándome lo que sería estar en su lugar. Aún continuaba sentado frente a la mesa, su mano aún escribiendo. Miré a un lado y a otro del vestíbulo y me colé en su habitación.
—Hola, tío. Sólo pasaba por aquí.
Me senté en el borde de la silla frente a él. Sus ojos ni siquiera parpadearon en mi dirección, y su mano no dejó de moverse. Una y otra vez. Había hecho un agujero en el papel, incluso en la hoja de debajo. Tiré del papel, que se movió unos centímetros.
La mano se detuvo. Le miré a los ojos.
Todavía nada.
Tiré de nuevo del papel.
—Vamos. Tú escribes. Y yo leo. Quiero escuchar lo que tengas que decir. Tu obra maestra.
La mano empezó a moverse. Fui tirando del papel, un milímetro cada vez, tratando de ajustarme a la velocidad de su escritura.
Ésta es la forma que el mundo termina ésta es la forma que el mundo termina ésta es la forma que el mundo termina en la decimoctava luna la decimoctava luna la decimoctava luna ésta es la forma que el mundo
La mano se detuvo y un fino hilillo de baba cayó sobre el bolígrafo y el papel.
—Ya lo tengo. Te escucho, tío. La Decimoctava Luna. Yo lo descifraré.
La mano empezó a escribir de nuevo, y esta vez dejé que las palabras se escribieran unas encima de otras hasta que el mensaje se perdió una vez más.
—Gracias —dije suavemente. Miré por encima de él, hacia donde su nombre estaba escrito con un rotulador en la pequeña pizarra blanca que no estaba, ni nunca estaría, en la puerta del dormitorio de alguien.
—Gracias, John.
—E
s algún tipo de señal. —Estaba llevando a Lena de vuelta a casa, e íbamos a toda velocidad por la carretera 9. Ella tenía la vista clavada en el cuentakilómetros.
—Ethan, ve más despacio. —Lena estaba tan alucinada como yo, pero hacía un gran esfuerzo por ocultarlo.
Necesitaba alejarme de la Residencia del Condado lo más deprisa posible, de las paredes melocotón y del nauseabundo olor, de los cuerpos rotos y ojos vacíos.
—Se llamaba John, y estaba escribiendo «el mundo termina en la Decimoctava Luna» una y otra vez. Y su cuadro clínico decía que había sufrido un accidente de moto.
—Lo sé. —Lena tocó mi hombro, y pude ver que su pelo se rizaba con la brisa—. Pero si no reduces la velocidad, voy a tener que hacerlo por ti.
El coche frenó, pero mi mente aún bullía. Solté las manos del volante, y ni siquiera alteró su trayectoria.
—¿Quieres conducir? Puedo parar.
—No quiero conducir, pero si acabamos en la Residencia del Condado, nunca podremos aclarar esto. —Lena señaló la carretera—. Mira por dónde vas.
—¿Pero qué significará?
—Bueno, empecemos por lo que sabemos.
Hice que mi mente retrocediera hasta la noche en que Abraham apareció en mi habitación. La primera vez en que realmente pensé que John Breed estaba vivo. La noche en la que todo comenzó.
—Abraham aparece buscando a John Breed. Los Vex destruyen el pueblo y mandan a tía Prue al hospital. Allí me encuentro con un chico llamado John que me avisa sobre la Decimoctava Luna. Tal vez sea algún tipo de advertencia.
—Es como la Canción de Presagio. —Tenía razón—. Y luego está lo del libro de tu padre.
—Supongo que sí. —Aún no era capaz de deducir qué tenía que ver mi padre con todo esto.
—Así que la Decimoctava Luna y John Breed están relacionados de algún modo. —Lena estaba pensando en voz alta.
—Necesitamos saber cuándo es la Decimoctava Luna. ¿Cómo podemos averiguarlo?
—Bueno, eso depende de quién sea la Decimoctava Luna de la que estamos hablando. —Lena miró por la ventanilla, y yo dije la única cosa que no quería oír.
—¿La tuya?
Sacudió la cabeza.
—No creo que sea la mía.
—¿Cómo lo sabes?
—Todavía queda mucho para mi cumpleaños. Y Abraham parece bastante desesperado por encontrar a John. —Tenía razón. Esta vez Abraham no la estaba buscando. Quería a John. Lena aún seguía hablando—. Y el nombre de ese chico no era Lena.
Ya no la escuchaba.
Su nombre no era Lena. Era John y estaba garabateando mensajes sobre la Decimoctava Luna.
Casi me salgo de la carretera. El coche fúnebre se enderezó solo, y me rendí, apartando mis manos del volante. Estaba demasiado excitado para conducir.
—¿Crees que puede referirse a la Decimoctava Luna de John Breed?
Lena enroscó su collar de amuletos alrededor de su dedo, pensando.
—No lo sé, pero encaja.
Respiré hondo.
—¿Y qué pasa si todo lo que ha dicho Abraham es cierto y John Breed aún vive? ¿Qué pasa si algo aún peor va a ocurrir en su Decimoctava Luna?
—Oh, Dios mío —susurró Lena.
El coche se detuvo en seco en mitad de la carretera 9. La bocina de un camión sonó estrepitosamente, y vi una mancha fugaz de metal rojo pasar adelantándonos. Durante un minuto, ninguno de los dos pronunció palabra.
El mundo entero estaba dando vueltas fuera de control y no había nada que pudiéramos hacer para detenerlo.
Después de dejar a Lena en Ravenwood, no me sentía preparado para volver a casa. Tenía mucho en qué pensar, y no podía hacerlo allí. En cuanto Amma me echara la vista encima descubriría que algo iba mal. No quería entrar en la cocina y fingir que todo iba bien. Que no había visto a Amma hacer algún tipo de trato con el equivalente vudú a un Caster Oscuro. Que no había hablado con la tía Prue mientras estaba postrada, inerte, en su cárcel color melocotón. Ni encontrado al azar a un chico llamado John mandándome un mensaje en el que decía que el fin del mundo se aproximaba.
Quería afrontar la verdad —todo ese calor y los cigarrones, el lago desecado, las casas destrozadas y los tejados rotos y el Orden cósmico que no podía arreglar—. Las consecuencias que la Cristalización de Lena había traído al mundo Mortal y la cólera de Abraham abatida sobre mi pueblo. Cuando bajaba por Main Street, advertí que todo tenía cien veces peor aspecto a la luz del día de lo que me pareció en la oscuridad unas noches antes.
Los escaparates estaban todos cubiertos con tablas. No se podía distinguir a Maybelline Sutter charlando con sus clientas mientras les cortaba el pelo demasiado corto o lo teñía de un tono blanco azulado en el Snip 'n' Curl. No podías ver a Sissy Honeycutt apilando jarrones llenos de claveles y
gypsophilas
en el mostrador del Jardín del Eden, o a Millie y a su hija sirviendo galletas y salsa de jamón al whisky unos cuantos portales más abajo.
Estaban allí, pero Gatlin había dejado de ser un pueblo con escaparates. Era un pueblo de puertas cerradas que hacía acopio de alimentos, un pueblo lleno de gente esperando al siguiente tornado o al fin del mundo, dependiendo de a quien preguntaras.
Así que no me sorprendió demasiado ver a la madre de Link delante de la iglesia baptista evangélica cuando doblé por Cypress Grove. Casi la mitad de los habitantes de Gatlin estaba allí, tanto metodistas como baptistas, en la acera, en la pradera y en cualquier lugar donde hubiera un hueco. El reverendo Blackwell estaba de pie delante de las puertas de la capilla, bajo las palabras SÓLO HAY SITIO EN EL CIELO PARA LOS JUSTOS. Las mangas de su túnica blanca enrolladas, su camisa arrugada y llena de pliegues. Parecía como si no hubiera dormido en días.
Megáfono en mano —como si le hiciera falta—, exhortaba a la multitud, que ondeaba sus propias pancartas y cruces como si Elvis hubiera regresado de la muerte.
—La Bi-bli-a —siempre entonaba las palabras como si tuvieran tres sílabas— nos dice que habrá señales. Siete señales que indicarán el Final de los Días.
—¡Amén! ¡Alabado sea el Señor! —contestó la multitud. Una voz se destacó entre el resto, como no podía ser menos. La señora Lincoln se encontraba en la base de las escaleras, rodeada por su corte de las Hijas de la Revolución Americana, brazo con brazo. Ella portaba su propia pancarta casera, con las palabras EL FIN ESTÁ CERCA escritas en rotulador rojo.
Me aproximé al bordillo, el calor golpeando mi cara en el momento en que el coche se detuvo. El encorvado roble que daba sombra a la iglesia estaba atestado de cigarrones, el sol brillando en la armadura de sus caparazones negros.
—¡Conflicto! ¡Sequía! ¡Peste! —El reverendo Blackwell hizo una pausa, mirando al patético y moribundo roble—. «Señales terribles y grandes signos del cielo», dice el Evangelio de Lucas. —Inclinó la cabeza respetuosamente durante un segundo, y luego la alzó, con renovada determinación en sus ojos—. ¡Ahora, he visto algunas señales terribles!
La multitud asintió.
—¡Hace unas noches, un tornado bajó de los cielos como un dedo divino! ¡Y nos tocó, aplastando los mismos cimientos de este pacífico pueblo! Una buena familia perdió su casa. Nuestra biblioteca local, hogar de las palabras de Dios y los hombres, ardió hasta consumirse. ¿Creéis que fue un accidente? —¿El reverendo defendiendo la biblioteca? Eso sí que era nuevo. Deseé que mi madre hubiera estado aquí para verlo.
—¡No! —La gente sacudía sus cabezas, absolutamente embelesada.
Señaló hacia la muchedumbre, moviendo su dedo sobre el mar de rostros como si estuviera hablando a cada persona individualmente.
—Entonces os pregunto, ¿era una señal del cielo?
—¡Amén!
—¡Era una señal! —gritó alguien.
El reverendo Blackwell apretó la Biblia contra su pecho como un salvavidas.
—¡La Bestia está a las puertas, con su ejército de demonios! —No pude evitar recordar cómo John Breed se había llamado a sí mismo. Un Demonio Soldado—. ¡Y viene a por nosotros! ¿Estaréis preparados?
La señora Lincoln agitó su endeble pancarta en el aire y el resto de las inquietantes y distinguidas señoras de las Hijas de la Revolución la imitaron en una muestra de solidaridad. EL FINAL ESTÁ CERCA chocó con LLAMAD AL ESPÍRITU SANTO y casi rasga a ESPERO LA REDENCIÓN justo por el sitio donde estaba pegado al palo que la sujetaba.
—¡Estaré lista para expulsar al Demonio hasta su misma puerta con mis manos desnudas si tengo que hacerlo! —gritó. Y la creí. Si estábamos enfrentándonos con el Demonio, tal vez tuviéramos alguna oportunidad con la señora Lincoln dirigiendo la batalla.
El reverendo sostuvo la Biblia sobre su cabeza.
—La Bi-bli-a promete que habrá nuevos signos. Terremotos. Persecución y torturas a los elegidos. —Cerró los ojos, extasiado, algo muy característico de él—. «Y cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad la cabeza porque vuestra redención está cerca», Lucas 21 28. —Dejó caer su cabeza dramáticamente, una vez transmitido su mensaje.
La señora Lincoln ya no pudo contenerse más. Agarró el megáfono con una mano, ondeando su cartel con la otra.
—¡Los demonios vienen y tenemos que estar preparados! ¡Llevo años advirtiéndolo! ¡Levantad la cabeza y estad atentos! ¡Tal vez estén en vuestra puerta trasera! ¡Tal vez ahora mismo estén caminando entre nosotros!
Resultaba irónico. Por una vez, la madre de Link tenía razón. Los demonios venían, pero la gente de Gatlin no estaba preparada para esta clase de cruzada.
Ni siquiera Amma —con sus muñecas que no eran muñecas y sus cartas de tarot que no eran de tarot, sus rayas de sal en el alféizar de las ventanas y sus botellas en los árboles— estaba preparada para esta batalla. ¿Abraham y Sarafine con un ejército de Vex? ¿Hunting y su Banda de Sangre? ¿John Breed, que no estaba en ninguna parte y estaba en todas?
La culpa de que el final estuviera cerca, y los Demonios caminaran entre nosotros, era sólo suya. Todo era por él. Él era el único culpable.