Ha estallado la paz (86 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Luego fueron a visitar a Charo. La mujer los recibió con todo cariño. Pero desde el primer momento les previno que la lucha que deberían sostener sería realmente dura.

—Creo que no te haces cargo, Ana María, de quién es tu padre. Mientras seas menor de edad puede hacer contigo lo que quiera. Mandarte al extranjero, a algún colegio… ¡Quién sabe! —Charo marcó una pausa—. Don Rosendo Sarró… ¿Quién pudo imaginarlo? ¿Sabes lo que dicen de él en Barcelona, en los medios financieros? Que es una potencia…

Ignacio soltó una carcajada. Precisamente en aquellos días el muchacho había leído, en su remozado dormitorio con librería, el capítulo que Freud dedicaba a «los que fracasan al triunfar». Según Freud, muchos hombres enfermaban, perdían el equilibrio cuando habían conseguido su deseo más arraigado, más largamente acariciado. «Como si estos sujetos no pudieran entonces soportar su victoria». Caían en la angustia, angustia relacionada a menudo con un sentimiento de culpabilidad escondido en el Yo.

A Ignacio no le cupo la menor duda de que el padre de Ana María —y tal vez también Gaspar Ley, el marido de Charo— desembocaría un día u otro en esa situación.

Por otra parte, Charo había pronunciado la frase clave: «Mientras seas menor de edad…» Pero ¿y cuando ya no lo fuera? Entonces Ana María sería libre para decidir. Y le faltaba sólo un año para ello.

—Nada, Charo, que no nos asustas. El amor lo puede todo.

—Sí, ya sé. De todos modos…

Ana María intervino.

—Además, tú nos ayudarás ¿no es cierto? Tú tienes influencia sobre mi padre.

—¿Yo? —Ahora quien se rió fue Charo—. ¿Es que hay alguien que pueda influir sobre don Rosendo Sarró? —La mujer se dirigió a Ignacio—. Nada, Ignacio. Eres tú quien debe ganarse a pulso el premio. ¡Adelante en ese bufete en que trabajas! A ver si pronto intervienes en la Audiencia. Al fin y al cabo, ¡un buen abogado no es un peón albañil!

Ignacio asintió con la cabeza.

—Eso digo yo…

Continuaron bromeando, si bien Ignacio debía ahora esforzarse, por cuanto sabía que, por culpa de las andanzas de la Constructora Gerundense, S. A., podía muy bien darse el caso de que si debutaba en la Audiencia lo hiciera precisamente en contra de los intereses de Sarró y Compañía.

Ana María se dio cuenta de que algo le preocupaba y le pellizcó en la mejilla.

—¿En qué estás pensando, di?

Ignacio parpadeó y consiguió disimular.

—Estaba pensando… en las palabras de Charo. ¡Efectivamente, ser un buen abogado no es ser peón albañil!

Ana María le miró con fijeza.

—No vas a decirme que eso te asusta…

El muchacho reaccionó.

—¿Asustarme? ¡Habla con mi jefe! Su opinión es que, antes de diez años, seré nombrado, por unanimidad, Ministro de Justicia.

—¡No me digas! Tanta humildad me confunde…

Ignacio se rió de buena gana y ensanchó el tórax al modo de los atletas.

—¿No te gusta que de vez en cuando me eche un farol? ¿O es que preferirías tener un marido perfecto?

—¡Virgen Santa, perfecto! ¡No te falta nada que digamos!

Charo vio tan compenetrada a la pareja, que sus ojos se humedecieron. Ella vivió con Gaspar muchos años así. Y de repente el dinero se metió por medio y todo se esfumó. ¿No acabaría royéndole a Ignacio el mismo microbio? ¿Precisamente para demostrarle al señor Sarró que no lo necesitaba para nada?

La pareja no se dio cuenta de lo que le ocurría a Charo. Se habían embobado mirándose. Ana María le estaba diciendo a Ignacio:

—Un día de éstos me escapo y me voy a Gerona.

—No eres capaz.

—¡Qué poco me conoces!

—Algún día te conoceré… del todo.

—No seas grosero.

—¿Grosero yo? Nanay… En Gerona hay alguien que me da clases de buenas maneras. Alguien que ha estudiado en Oxford.

Ana María fingió enfadarse.

—Sí, lo sé. Cuidado con esa señoritinga, ¿eh?

—¡Por favor, Ana María! Es una señora, casada como Dios manda.

—Pero se llama Esther. Y Esther, no sé por qué, es un nombre que me da miedo.

—Pues a mí me encanta.

Se rieron. Y Charo, que los quería mucho y que no conocía la doblez, acabó también riéndose.

—Anda, sí —dijo, recogiendo la idea que Ana María expuso antes—. ¡Un día de éstos nos vamos a Gerona! Yo te acompañaré.

—¿Cuándo? ¿Cuándo será?

—Pues… un día que tu padre esté en Suiza, o en Lisboa, vendiéndoles el mismo volframio a los alemanes y a los ingleses…

—¿Cómo?

Viendo la cara que pusieron Ana María e Ignacio, Charo exclamó:

—¡Jesús, qué poco entendéis de negocios! ¿No sabíais que es lo que está de moda?

Fue un viaje perfecto, que terminó con el desánimo que había invadido a Ignacio mientras Ana María estuvo en Málaga. El muchacho llegó a Gerona contento como unas pascuas. Al entrar en su casa gritó: «¡Eureka!», para que su madre tuviera la impresión de que se encontraba en Bilbao. Y al entrar a la mañana siguiente en casa de Manolo le dijo a éste:

—¿Sabes? ¡Ana María es un bombón!

Manolo se acarició la barbita.

—¿De veras? ¡Lo celebro! —Luego agregó, inmediatamente—. De todos modos, algún día trataremos a fondo el tema de los bombones…

Ignacio miró a su «jefe» y se quedó pensativo. Y a la noche, al encerrarse en su leonera, contempló las reproducciones de Picasso y se dijo que éste tenía razón: que cada cosa podía ser vista desde ángulos muy distintos.

Capítulo XLVIII

El doctor Andújar, con toda su sabiduría a cuestas, con toda la autoridad moral que se había ganado entre los gerundenses, conseguía no sin apuros cubrir mensualmente el presupuesto familiar.

Trabajaba mucho en el Manicomio; pero en la consulta particular, muy poco. Las previsiones del doctor Chaos se habían cumplido: la gente no estaba preparada para conceder beligerancia a un psiquiatra. La gente admitía de buen grado cualquier tipo de diagnóstico —tuberculosis, hepatitis, reúma, falta de glóbulos rojos—, pero si se le hablaba del «mecanismo nervioso y emocional», se colocaba a la defensiva. Las palabras «angustia», «ansiedad», «descompensación», «psique», provocaban reacciones verdaderamente curiosas. «Doctor, ¿me quiere usted decir de qué me está hablando? Oiga. No creerá usted que estoy loco, ¿verdad?». Mateo, en cierta ocasión, le había dicho al doctor Andújar: «A mi entender la cosa está clara: es un problema de educación». «¡Toma! —había contestado el psiquiatra—. A eso le llamo yo descubrir el Mediterráneo…»

Todo ello era tanto más injusto cuanto que el doctor Andújar, pese a todo, había obtenido ya algunos éxitos. Por ejemplo había conseguido remontar el ánimo de la viuda de don Pedro Oriol. La viuda de don Pedro Oriol se había quedado tan patitiesa con la boda de «La Voz de Alerta» —después que éste la había obsequiado a ella con infinidad de atenciones y con muchos ramos de flores— que creyó morir. El doctor Andújar acertó a consolarla, buscándole una ocupación, que en este caso fue el diseño de figurines. La viuda de don Pedro Oriol descubrió, gracias a un test exhaustivo a que la sometió el doctor Andújar, que tenía talento para ello, y ahora se pasaba el día modelando, modelando figurines…, ninguno de los cuales se parecía a «La Voz de Alerta».

Otro éxito: el alférez Montero, el que acompañaba a veces a Marta. El muchacho, que durante mucho tiempo había mandado los piquetes de ejecución con automatismo de subordinado, de pronto, en el cementerio, empezó a experimentar náuseas y luego, por las noches, a tener pesadillas. En cuestión de unas semanas cayó en una depresión profunda. Habló con el doctor Andújar y éste le dijo: «No tienes más remedio que darte de baja del Ejército y empezar una vida nueva, que borre poco a poco de tu subconsciente estas imágenes». El alférez lo obedeció. Y al verse vestido de paisano y al empezar a trabajar en algo completamente ajeno a
Auditoría de Guerra
y al cuartel —aficionado a la literatura, fue nombrado provisionalmente encargado de la Biblioteca Municipal—, volvió a sonreír como antes y a frecuentar el Casino y la casa de la Andaluza.

Otro éxito del doctor: Marta. Gracia Andújar fue quien cuidó de que la muchacha acudiera a la consulta de su padre. «Comulgar está bien, ¡no faltaba más! Pero necesitas también alguna medicina que te ayude. Y alguna orientación… concreta». El doctor Andújar le dio ambas cosas a Marta. Un tranquilizante que se evidenció muy eficaz —la muchacha notó que se insensibilizaba un poquito, que sufría menos— y al propio tiempo la convenció para que se sumergiera más que nunca en su trabajo de siempre, es decir, en su tarea en la Sección Femenina. «No ganarías nada acurrucándote en un rincón. Lo que necesitas es evadirte; y no hay mejor evasión que el trabajo. Por otra parte, ¡hay tanto que hacer! La Sección Femenina sin ti se vendría abajo. Y nadie te lo perdonaría. Ni el Gobernador, ni Mateo, ni mi hija Gracia, ni yo…»

El doctor Andújar, que descubrió en Marta hermosas cualidades, pero que intuyó que no era, por supuesto, la mujer idónea para Ignacio, con quien había coincidido en varias ocasiones, fue tan persuasivo que la muchacha sin darse cuenta se sorprendió tomándose otra vez en serio las consignas que María Victoria le enviaba desde Madrid… Estaba triste; pero esto era normal en ella, sobre todo desde que su padre murió.

Y con todo, el mayor triunfo del doctor Andújar, el único que trascendió con eficacia a la población, fue el obtenido con Jorge de Batlle.

Jorge de Batlle fue dado de alta por el doctor el día 18 de enero; exactamente el día en que, según
Amanecer
, habían sido identificados en Toledo los restos de Luis Moscardó, el hijo sacrificado por el héroe del Alcázar.

Jorge salió de allí con inhibiciones todavía… Con angustia todavía… Pero amando otra vez la vida; y amando, sobre todo, a Chelo Rosselló, que había sido su ángel tutelar y la demostración palpable del poder taumatúrgico de una alma capaz de compartir el dolor de otra alma.

Lo cierto es que Jorge de Batlle se pasaba el día cantando las alabanzas del doctor Andújar. «Es un sabio. Me ha convencido. ¡Quiero vivir! Y no denunciaré a nadie más, a nadie más… Y me casaré con Chelo en cuanto esté restablecido del todo y hayamos encontrado un piso que a ella le guste».

¡Jorge de Batlle jurando que no denunciaría a nadie más! Se habló de ello en las tertulias en las barberías de Raimundo y de Dámaso y en todas las demás. ¿Qué le había ocurrido? ¿En qué consistía eso del
cardiazol
? ¿De modo que una sustancia, una descarga líquida, podía convertir en mansedumbre la cólera? Así, pues, el doctor Chaos, en aquella disertación suya en que puso en entredicho la libertad del hombre y que tanto escándalo armó, no andaba del todo descaminado…

He ahí otro de los rompecabezas del doctor Andújar… La gente confundía los términos en seguida. Si él no curaba a los enfermos era un botarate, un pedante que usaba palabras raras y que gozaba preguntándole a uno «si había precedentes en la familia» o «si guardaba de la infancia algún recuerdo desagradable». Si los curaba, demostraba que eso del espíritu eran zarandajas y que lo que privaba era la bioquímica.

Gracia Andújar, su duende particular, lo animaba: «Podrías dar un ciclo de conferencias de divulgación. O charlas por la radio. ¿Por qué no lo intentas? ¿Quieres que me ocupe de eso?». El doctor se mostraba escéptico, mientras acariciaba el cabello de oro de su hija:

—A las conferencias no iría nadie. Sólo tú y la viuda de Oriol… En cuanto a la radio, la gente prefiere los seriales… y los discos dedicados.

* * *

El doctor Andújar sabía que existían en Gerona determinadas personas que hubieran podido colaborar con él eficazmente: los sacerdotes… Pero no encontró en ese terreno la menor facilidad. Su único «proveedor», como él lo llamaba, era el padre Forteza.

Efectivamente, el jesuita era el único religioso de la ciudad capaz de decirle a un penitente, en su celda o en el confesonario: «Voy a serle a usted franco. La absolución que yo pueda darle no va a resolverle a usted el problema. Necesitaríamos de la colaboración de un médico; por ejemplo, del doctor Andújar».

Fuera de él, nada que hacer. ¡Y es que el señor obispo, a quien el doctor Andújar, valiéndose del notario Noguer y de Agustín Lago, tanteó sobre el asunto, no se decidió a ponerse de su parte! El doctor Gregorio Lascasas, pese a la estima que sentía por el psiquiatra, arguyó que el problema era muy delicado y que un ministro de Dios, antes de decidirse a «abandonar una alma» poniéndola en manos de la ciencia médica, debía pensárselo tres veces. Citó incluso un texto de San Marcos: «Y les dio a los doce el poder de curar enfermedades…» Lo cual no fue óbice para que el señor obispo meditara sobre la cuestión. En primer lugar, porque ni por un instante podía suponer que en los deseos del doctor influyeran para nada afanes materialistas. Y en segundo lugar, porque la tesis del mismo, según la cual los sacerdotes debían saber distinguir entre un conflicto religioso o moral y un trastorno psíquico, era correcta y respondía a una realidad. Él mismo, el señor obispo, había sentido a menudo auténtica preocupación al comprobar que muchas monjas vivían histéricas cuando él se dignaba visitar su convento; o al advertir que abundaban los sacerdotes que, sin darse cuenta, del odio al pecado habían pasado a odiar al pecador, y otros cuya actitud ante el Mal era tan agresiva que se veían incapacitados para acceder al plano sublime de su misión, que era el Amor. En tales casos, era obvio que las conciencias de los fieles que a ellos se confiasen recibirían influencias nocivas…

No obstante, el señor obispo consideró imprudente intentar modificar la postura mental de los sacerdotes que llevaban ya años ejerciendo su ministerio. En cambio, admitió la posibilidad de iniciar esta labor en el Seminario, de preparar en esa línea a los sacerdotes del futuro…

La actitud del señor obispo, que implicaba aplazamiento
sine die
, causó contrariedad al doctor Andújar, ¡sobre todo porque en su opinión el primer necesitado de ayuda era el propio señor obispo! Ciertamente, ésta era la raíz de la cuestión y el motivo por el cual el doctor Andújar no se atrevió a enfrentarse directamente con el prelado. No quiso ponerlo en guardia ni ofenderlo. Pero tenía la certeza de que el doctor Gregorio Lascasas hubiera debido someterse a tratamiento. ¿Neurosis de angustia? ¿La agresividad que atribuía a otros? ¿Obsesión por la minuciosidad, por los archivadores metálicos, por el sexto mandamiento? No, no. Algo mucho peor que eso: soledad.

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