Ha estallado la paz (41 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Cosme Vila lo advirtió sólo con ver el puerto de la antigua e histórica ciudad rusa. Un espectáculo caótico, mezcla de protocolo, de trepidación industrial y de miseria. Por todas partes retratos de Stalin, de Molotov y de Beria. Delegados del
Komintern
recibiéndolos efusivamente. Delegados de los Sindicatos, fotógrafos encaramados en viejos vagones de ferrocarril, un coronel llamado Popov y una serie de tipos vestidos de paisano, que a Eroles le recordaron los comisarios políticos que actuaron en España.

Los compases de
La Internacional
sonaron en honor de los recién llegados. ¡Claro que sí! Y en los alrededores veíanse grandes fábricas y gigantescas grúas. Pero al propio tiempo, aquí y allá, chabolas y más chabolas y seres harapientos, raquíticos, como arrancados de una página de Gogol o de un grabado de la época de los «mujiks». Flotaba en el aire tal sensación de fatalismo y abandono que los trescientos emigrantes españoles se sintieron anonadados. La primera pregunta que asomaba a sus labios era ésta: «¿Por qué no se construyen viviendas?». La respuesta: «Porque en Rusia lo que en este momento interesa es construir fábricas». Y luego: «¿Por qué no se reparte ropa a la población?». «Porque en este momento las fábricas no pueden producir telas, sino maquinaria y artículos de otro orden». «¿Y los alimentos?». «El Plan Quinquenal, que se llama
Piatillka
, es el que determina lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer».

La próxima sorpresa fue la llegada a Moscú, meta soñada, al término de un viaje en tren mucho más agotador que el que hicieron los Alvear de Burgos para trasladarse a Gerona. En la estación de la capital rusa el recibimiento fue más apoteósico aún que el de Leningrado; pero resultó que la mayor parte de los camaradas que componían la expedición, incluyendo a Eroles, debían proseguir inmediatamente viaje hacia el Sur…

Por la vida de Stalin, ¿dónde estaba el Sur? ¿Y cómo era aquello posible? ¿Y la Plaza Roja? ¿Y el mausoleo de Lenin? ¿No podían abandonar por unas horas aquellos andenes y darse una vuelta por la capital? Por lo visto, el horario era rígido y había que respetarlo…

Cosme Vila, tal vez por influencia de Axelrod, fue de los pocos autorizados a quedarse en Moscú, con su mujer e hijo. Pero sus camaradas le dieron pena. Ni siquiera pudo despedirse de Eroles, pues de pronto el jorobado había sido conducido a un tren apartado, cuya locomotora resoplaba ya, presta a partir. Cosme Vila vio la cabeza de Eroles asomarse a una de las ventanillas de ese tren. Su expresión era desasosegada. El camarada Eroles, al localizar con la mirada a Cosme Vila, al principio pareció dudar, pero luego levantó el puño con un vigor que casi daba angustia.

Entretanto, los autorizados a quedarse habían sido agrupados por orden alfabético, debajo del gran reloj del andén central, y a su lado habían brotado inesperadamente varias muchachas con brazales de la NKWD, las cuales los invitaron a permanecer quietos, en espera de órdenes. Éstas no tardaron en llegar; el grupo abandonó la estación como si fuera a desfilar, y su presencia en el exterior provocó otro gran movimiento de cámaras fotográficas y fue jaleada de nuevo por los compases de
La Internacional
.

Una hora después, Cosme Vila recibía la última sorpresa del viaje, pórtico de otras muchas, sobre todo de carácter psicológico, que iba a recibir a lo largo de su permanencia en la capital soviética: no podría ir a ningún hotel, ni dispondría de piso propio. Ni siquiera de un piso como el que fue del Cojo. Debería compartir una reducida vivienda, situada en la calle Bujanian, con otros tres camaradas españoles llegados a Rusia ocho días antes, también por la ruta El Havre-Leningrado.

Cosme Vila no tuvo ánimo siquiera para protestar. ¿No se había pasado la vida pregonando la conveniencia de someter el individualismo a la colectividad?

Por fortuna, sus tres compañeros de piso —dos catalanes, llamados Soldevila y Puigvert, y un madrileño llamado Ruano— los recibieron con efusión y les aclararon algunas dudas. Oh, no, no debían extrañarse de aquel reparto de hombres. Dicho reparto había sido meditado a conciencia por los jefes soviéticos, de acuerdo con la ficha que el Kremlin tenía de cada exilado español. Ruano, el madrileño, que llevaba una hermosa corbata roja, añadió:

—No creo que pasemos de un centenar los que podremos quedarnos en Moscú. Los demás, se considera que serán mucho más útiles al Partido trabajando en los complejos industriales de Rostov y de Jarkov…

Cosme Vila se tocó el ancho cinturón de cuero, que al tiempo que lo asfixiaba le daba seguridad.

—¿Trabajando en calidad de qué?

El madrileño Ruano se encogió de hombros.

—No sé. Depende… Si tienen alguna especialidad…

Cosme Vila se esforzaba por hablar en tono neutro.

—¿Y quién dirige esos complejos industriales?

—¡Ah! —intervino Soldevila, tumbado en un sofá, en actitud displicente—. Es de suponer que todo funcione a toque de silbato.

El otro catalán, Puigvert, añadió:

—¿Cómo quieres que sepamos esas cosas? Llegamos hace una semana y apenas si nos han permitido movernos de aquí.

Cosme Vila comprendió que era inútil prolongar el interrogatorio. Aquellos tres camaradas, que compartirían con él la minúscula vivienda, eran efectivamente cordiales, pero parecían sumidos, como el camarada Eroles en la ventanilla del tren, en la mayor perplejidad. Por otra parte, muy pronto dieron muestras de interesarse más por el crío de Cosme Vila, que parecía el más contento de la reunión, que por las «verdades que se escondían en las entrañas de la Unión Soviética» y por la suerte que les esperaba.

—Desde luego —concluyó Ruano, viendo que Cosme Vila se acercaba a la cocina para beberse un vaso de agua—, hazte cargo de que esto no es Madrid. Y de que aquí eres uno más…

Cosme Vila había de ver muy pronto despejadas una serie de incógnitas. Las fábricas del sur de Rusia se chuparon, como una araña se chupa una mosca, la casi totalidad de exilados españoles, los cuales empezaron a trabajar codo con codo con los pilotos, también españoles, que al terminar la guerra se encontraban en Odesa haciendo cursillos de perfeccionamiento, y con los marinos mercantes que, por las mismas fechas, se encontraban en puertos rusos cargando o descargando.

* * *

Tocante a los elegidos para quedarse en Moscú, sumaron, tal como predijo Ruano, un centenar, una treintena de los cuales fueron destinados a cursar estudios militares y el resto a cursar estudios políticos. Entre los primeros figuraban los grandes jefes y los grandes guerrilleros de la contienda española: Modesto, Líster, el Campesino, Tagüeña, etcétera. La Academia Militar a que fueron destinados era la Academia Frunze —Escuela Superior de Guerra—, situada en las afueras de Moscú y que los rusos consideraban como la mejor del mundo, con parques inmensos y disciplina férrea.

Estudiaban en ella unos cinco mil alumnos, de las más diversas nacionalidades.

Cosme Vila, que no tenia la menor pinta de militar, fue adscrito a los cursillos de estudios políticos en una de las muchas «Escuelas de Formación Política» existentes, dedicadas a preparar a los camaradas para tareas de Propaganda: Radio, Prensa y diversos puestos técnicos. Cosme Vila tuvo la inmensa fortuna de ser destinado, al margen de las clases, a la confección de programas de radio en lengua española. Ello habría de suponer para él un gran estímulo, pues se dijo a sí mismo —como le ocurría a Gorki en la pequeña emisora de Toulouse— que todo cuanto escribiera lo escribiría pensando en Gerona y con la convicción de que no faltarían gerundenses que procurarían cada noche localizar su emisión y escuchar sus palabras.

La vida revolucionaria de Cosme Vila transcurrió, pues, en dos planos totalmente distintos. Uno, la Escuela de Formación Política, que lo ponía en contacto con Rusia; otro, la Radio, que lo mantenía en contacto con Gerona. Su asombro fue grande al comprobar que ambos le interesaban por igual. Él creía estar inmunizado contra sentimentalismos y así era, en efecto, tratándose de personas y de instituciones; pero la Gerona de su infancia, e incluso España, significaban todavía algo para su corazón, hecho que no sólo no le gustaba un ápice, sino que jamás se hubiera atrevido a confesar a nadie, pues las autoridades rusas, tal como le previno Axelrod, controlaban muy de cerca los «impulsos emocionales de los comunistas extranjeros».

Sus clases en la Escuela empezaron el 1 de julio y cabe decir que al principio sufrió, sin atreverse tampoco a manifestarlo, una grave decepción. Los profesores eran todos excelentes, muy preparados, pero el jefe gerundense tuvo la impresión de que, tocante a «técnicas de penetración», a sistemas de «excitación de las masas», etcétera, le repetían un disco de sobra conocido y aplicado en la guerra de España e incluso antes. A veces le parecía descubrir, en aquellas mentalidades profesionales que le rodeaban, un punto de anquilosamiento y de falta de flexibilidad. Como si el marxismo fuera ya para ellos una asignatura, una figura geométrica. Por fortuna, cuando su entrecejo se arrugaba lo máximo, cualquiera de los profesores se reconciliaba con él de golpe, demostrándole poseer un profundo conocimiento de las idiosincrasias raciales —la teoría era que en cada pueblo los individuos reaccionaban tan automáticamente como los perros de Pawlow—, o bien, si la cosa venía a cuento, demostrándole conocer tanto o mejor que él el pasado revolucionario de España. ¡Oh, sí, aquellos profesores poseían incluso fotografías de Galán y García Hernández, del atentado contra Canalejas, del conde de Romanones! Y estadísticas sobre los latifundios andaluces y sobre la extracción mineral…

Sin embargo, Cosme Vila empezó a interesarse de veras cuando las clases —y las visitas colectivas a los Museos y otros lugares importantes de la ciudad— se refirieron a la historia de la Revolución de Octubre propiamente dicha, a las peculiaridades de los hombres que la protagonizaron y a las características de la URSS. Intuyó que ahí descubriría la clave del enigma que lo subyugó desde que trabajaba en el Banco Arús. Y no se equivocó. En el Museo Antirreligioso comprendió por qué Cristo y sus herederos le daban tanto asco. En el Museo de la Revolución, en el que se exponían hasta recuerdos del asalto de Stalin al Banco Tifus, comprendió por qué Lenin y «los camaradas de la primera hora» fueron capaces de derribar las murallas zaristas y de cambiar la trayectoria del mundo. Al conocer detalles de la «traición» de Trotsky sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza. Al enterarse de que Stalin, ¡a los catorce años!, leía ya las obras de Darwin, se avergonzó de su tardía, y tan escasa, formación intelectual. Y al ver por las calles de Moscú a las mujeres trabajar con tanto ardor como los hombres, sin pedir a cambio nada inmediato, parecióle que la capital rusa, menos deprimente que Leningrado, y con zonas majestuosas, era una gigantesca ampliación de sí mismo, que había entregado incluso su colchón con el solo afán de ayudar a la Causa.

Referente a la URSS, la tesis de la Escuela de Formación Política estaba clara: el atraso reinante, inescamoteable a los ojos de quienes procedían del mundo occidental; la existencia de tantas chabolas, los campos de trabajo, las deportaciones, la abundancia de niños vagabundos, la intensidad de los sufrimientos, etcétera, tenían dos causas precisas.

La primera de ellas, el cúmulo de injusticias que la sociedad burguesa había legado al país y que obligaba al socialismo a avanzar por él penosamente, como a través de un campo minado. La segunda, la inmensidad del territorio… He ahí la gran realidad objetiva, fácilmente olvidada: no era posible comprender nada de los contrastes de la Unión Soviética si no se tenía en cuenta su inmensidad y el hecho de que su población ascendía a doscientos millones de habitantes, con una mezcla tal de razas —exactamente, ciento ochenta y tres, algunas de ellas muy primitivas—, que se resistían a la unidad.

Un profesor de la Escuela, de origen letón, que parecía haberle tomado afecto a Cosme Vila, era un auténtico maniático de este aspecto del problema y sus argumentos parecían difícilmente impugnables. «En Rusia —decía— hay ríos enormes, como el Reuss o el Ninmat, que ni siquiera figuran en muchos tratados geográficos y que son llamados por los rusos “riachuelos”. La extensión del lago Baikal es casi tres veces la de Suiza y en él a veces se levanta un oleaje digno de cualquier océano. Todo es aquí inmenso. Las montañas, los bosques, los yacimientos mineralógicos, la estepa, los cambios de clima, con diferencias de sesenta grados y con un frío que obliga a cocinar con mucha grasa y a tomarse grandes cantidades de té caliente. Los camaradas españoles han de comprender que, desde 1917, año de la Revolución, la Unión Soviética no puede haber convertido todos sus territorios y todas sus razas en un restaurante de lujo como los que hay en Nueva York. Es preciso trabajar aún de firme y convencerse de algo fundamental: de que la disciplina es sagrada. Tan sagrada, que por falta de disciplina se perdió la guerra en España. Y en los momentos de desfallecimiento, que invaden al hombre cuando se formula a sí mismo preguntas o cuando se entrega a una obra titánica como lo es formar parte del Partido Comunista, es aconsejable llegarse, de noche a ser posible, a la Plaza Roja, también inmensa, y allí contemplar las cinco estrellas rutilantes en las cinco torres del Kremlin. ¡Oh, sí, esas estrellas son un símbolo para quienquiera que no exija demasiadas explicaciones! Un solo razonamiento ha de bastaros, y ése es mi lema: nuestra revolución socialista lleva su carga dentro, como es de rigor. Por supuesto, ahora los esfuerzos aparecen aislados, dispersos; pero todo converge hacia un fin premeditado en la mente de nuestro jefe, camarada Stalin. Y llegará un día en que se producirá la eclosión. Entonces la perseverancia aparecerá justificada y el mundo entero iniciará su época gloriosa, socialista, en la que no tendrán cabida los ambiciosos ni será necesario inventar o perpetuar el mito de Dios».

Cosme Vila, que de pronto sentía como si estuviera soñando —¡no estaba en Gerona, con sus suegros, sino en Moscú!— no era insensible, desde luego, a tan ceñidas teorías. Existía en todo aquello una gran verdad. Por si fuera poco, los profesores de la Escuela los llevaban a visitar hospitales y centros de investigación, y a asistir a conciertos y a sesiones de ballet. Y, por descontado, los obligaban a estudiar a marchas forzadas el idioma ruso y tendían como flechas a hacerles olvidar, en la medida de lo posible, su pasado e incluso su patria de origen. Ruano, el madrileño, acariciándose la corbata roja, tan llamativa como la blusa de Paz, comentaba sonriendo: «Compréndelo, camarada. Quieren rusificarnos. Y lo conseguirán…»

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