Ha estallado la paz (78 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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En su fuero interno creía que la causa de Inglaterra estaba perdida; pero no veía clara la invasión. Admiraba también mucho las decisiones bélicas de Hitler, de quien creía saber que se disponía a lanzar sobre Inglaterra una cantidad ingente de falsas libras esterlinas, tan perfectamente imitadas que crearían entre los ciudadanos británicos la mayor confusión. También elogiaba la idea científica de repartir en la retaguardia alemana, para el abastecimiento de la población civil, bombones vitaminados con vitamina C.

«Esos bombones nos convendrían a nosotros», les había dicho al Gobernador y a don Óscar Pinel, el Fiscal de Tasas.

Manolo y Esther disponían de dos hilos que los conectaban con la esperanza: el rostro siempre tranquilo del cónsul británico en Gerona, míster Edward Collins… y las crónicas de algunos de los corresponsales españoles en Londres. Cada día leían dichas crónicas en voz alta y las comentaban con Ignacio, quien a menudo se limitaba a arrugar el entrecejo, como Pablito antes de lanzar una pregunta importante. Dichos corresponsales, especialmente el de
La Vanguardia
, de Barcelona, estaban de acuerdo con la definición de Julio García: Londres, y Coventry, y Bristol, y todo lo demás era un infierno, sobre todo en las noches de luna, durante las cuales los aviadores de Goering tenían buena visibilidad. Ahora bien, la población inglesa demostraba un temple tal que estimaban sumamente improbable que aquello bastara para desmoralizarla. Por de pronto, las mujeres inglesas se habían incorporado a la lucha con un tesón inimaginable, y no sólo en tareas de Cruz Roja y de vigilancia de incendios, sino en labores duras de transporte y fabricación, y estaban dispuestas, además, a empuñar las armas. Por otra parte, la gran cantidad de sótanos existentes en los edificios londinenses facilitaban el refugio de la gente y permitían que continuaran en ellos buen número de actividades, incluida la salida de los periódicos. Y, sobre todo, los ingleses no habían perdido el humor… En plena lluvia de bombas, las coristas de la capital se habían declarado en huelga porque los propietarios de los «sótanos» en que se celebraban representaciones frívolas querían exigirles que, en honor de los combatientes, apareciesen en escena «más ligeras de ropa que antes».

Los Sindicatos no querían tampoco renunciar al día de descanso semanal que necesitaban los obreros. La gente seguía apostando por las carreras de galgos, que no se habían interrumpido; los automóviles particulares se paraban en las colas para ir transportando al público donde fuera menester, muchos hombres habían trocado su bombín por un casco protector —a menudo, por un casco de tipo alemán— y los innumerables heridos que aparecían con las piernas vendadas o los brazos en cabestrillo eran llamados «el ejército blanco». La gente recogía los perros y los gatos que andaban perdidos y aterrorizados entre las ruinas. Todo lo cual podía resumirse en una caricatura aparecida en los periódicos, que se hizo famosa y en la que se veía a un gigantesco tanque alemán conducido por Hitler y sus generales, que se disponía a entrar en Londres pero que topaba con una barrera en la que un guardia londinense le exigía el pago de un penique para seguir adelante…

Por supuesto, la máxima ilusión de Manolo y Esther, aparte de rehacer las pistas de tenis destruidas por la inundación y la de formar parte de la Junta del recién fundado Club de Hockey sobre ruedas, hubiera sido entrar en contacto con míster Edward Collins, el cónsul británico; pero éste no daba facilidades. Siempre se las arreglaba para rehuir cualquier compromiso que no estuviera relacionado con su labor. Últimamente pudieron enterarse, gracias a una indiscreción de Mateo, de que míster Collins, en sus obligadas conversaciones con el Gobernador, dejaba siempre constancia de la buena disposición del Gobierno británico para evitar que España se hundiera económicamente.

«Hay que ver —comentaba Manolo—. Inglaterra sufriendo el mayor bloqueo que registra la historia… ¡y comprometiéndose a suministrar a España materias primas por valor de millones de libras, pagaderas a largo plazo! Y entretanto, Hitler concediéndole a Franco la Gran Cruz del Águila Alemana. Y Mateo y sus camaradas de Madrid queriendo meternos en la guerra… Os juro que si llevara bombín y no sombrero tirolés, me lo quitaría al pasar delante del Hotel del Centro, donde se hospeda Mr. Edward Collins».

Esa posible entrada de España en la guerra a favor del Eje les quitaba el sueño a Manolo y Esther. Según había declarado María Victoria, el gran defensor de tal postura era el Ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Súñer, amigo de Alemania, convencido de su triunfo y soñando, como el camarada Rosselló, con reivindicaciones territoriales en África y en el Mediterráneo, «que devolvieran a España su pasada grandeza». María Victoria había atribuido a Serrano Súñer frases lapidarias en honor de Alemania y de desprecio hacia los Estados Unidos, y había afirmado que en el reciente viaje que había efectuado a Berlín el Ministro español, éste se comprometió prácticamente a secundar los planes de Hitler, consistentes en cerrar por ambos lados el Mediterráneo: por Suez y por Gibraltar. «Nosotros ocuparemos Suez —le habría dicho el Führer— y ustedes, los españoles, por honor y por dignidad, Gibraltar». Por su parte, Mateo creía saber que Serrano Súñer había accedido en principio a semejante petición.

Manolo se mostraba enfurecido.

—¿Comprendes, Ignacio? Seremos carne de cañón. Primero, no veo que ocupar a Gibraltar resulte fácil, pues parte de la escuadra inglesa está allí. Luego, Inglaterra podría apoderarse, en represalia, de las Islas Canarias. Y si en vista de todo ello los Estados Unidos dan la campanada y se deciden a intervenir, España se convertirá en el gran campo de batalla…

Ignacio no sabía qué decir. Sentía por Inglaterra —no por Francia— una repugnancia instintiva, pese a la huelga de las coristas y a la caricatura del tanque y el penique. No podía olvidar la zona roja, en la que Esther no estuvo ni un solo día. César había caído acribillado en el cementerio, lo que no le impidió a Mr. Atlee, representante a la sazón del Gobierno británico, hacer luego un viaje a Barcelona, saludar puño en alto y regresar a Inglaterra afirmando más o menos que en «la España republicana todo estaba tranquilo». Ignacio empezaba a acumular serias reservas en contra de las doctrinas totalitarias; pero las fórmulas que podían desembocar en un Frente Popular le ponían carne de gallina. Se encontraba, como siempre, en una encrucijada y a veces no podía remediar el sentir celos de quienes militaban convencidamente en un campo o en otro. Por si fuera poco, Manolo era catalán, tierra de comercio y de finanzas. Cuando Ignacio le oía hablar en catalán, en el bufete o fuera de él, Manolo le parecía otra persona, una persona mucho mejor predispuesta que él, hijo de madrileño, a desear conectar con míster Edward Collins.

—No puedo seguir a Serrano Súñer ni a Mateo —le contestó Ignacio a Manolo—, y las palabras Imperio y Gibraltar me dejan frío; pero tampoco puedo seguiros a ti y a Esther. Hablando de nuestra guerra dije una vez que la perdimos todos, unos y otros; y creo que eso se está demostrando. Los rojos defendían el amor libre; los nacionales ponen guardias civiles en las playas y el señor obispo se escandaliza si las parejas se cogen del brazo. Pues bien, empiezo a sospechar que en esa espantosa guerra de ahora va a ocurrir lo mismo, a una escala mucho mayor: que también la perderán todos. Si gana Hitler, como parece, que Dios nos coja confesados; de acuerdo. Se repartirá Europa a su gusto, borrará del diccionario la palabra libertad, y cuando Ana María y yo nos casemos, tal vez en la ermita de los Ángeles, en vez de decir «sí» tendremos que decir:
ja
. Pero, en el supuesto de que se cumplieran vuestros deseos y la cosa diera un vuelco milagroso y ganara Inglaterra…, me temo que Julio García, que nos ha escrito desde Nueva York, no sólo reclamaría este piso vuestro, sino que además veríamos al Responsable sentado de nuevo en el sillón que en el Ayuntamiento ocupa ahora «La Voz de Alerta». ¡Y lo peor es que «La Voz de Alerta», como sabéis, me cae también muy gordo! Por favor, me gustaría dejar este tema y que me explicaras, querido Manolo, por qué consideras perdido el expediente de desahucio contra ese pobre obrero de la fábrica Soler. He estado revisando el Código y a mí me parece que…

Manolo admiraba cada día más a Ignacio. Le gustaba que el muchacho no lo adulase, que pesara el pro y el contra de las cosas y que se tomara tanto interés por las cuestiones profesionales y por aprender. Además, estaba llegando a la conclusión de que los frecuentes silencios de Ignacio y sus eternas dudas no eran de signo estéril; lo había demostrado con el asunto de Marta, tomando por fin una decisión irrevocable, y se lo demostraba en el despacho a diario, en mil detalles. A la hora de redactar un contrato o los estatutos de una Sociedad era lento… pero seguro. Al final, nada quedaba al azar, ningún cabo suelto. En unos asuntos de herencia que les había confiado la viuda de don Pedro Oriol, Ignacio había demostrado un olfato tan meticuloso como activo. Por si fuera poco, era valiente. Cuanto más notable era la persona o entidad con la que debían enfrentarse desde el bufete, más gozaba defendiendo lo que estimaba justo. Ahora no hacía sino insistir machaconamente en que debían darle la batalla a la mismísima
Fiscalía de Tasas
, por cuanto sus inspectores a menudo ponían las multas no en razón de la importancia de la infracción, sino a tenor de la situación económica del culpable.

—Eso es ilegal —protestaba Ignacio—. Es antijurídico. Eso es lo que haría Hitler… Y lo que han hecho siempre los ingleses cuando han aplicado la ley a sus enemigos. Tengo la certeza de que si Mr. Churchill concede ahora «navicerts» a los buques españoles, no lo hace para evitar nuestra bancarrota, sino por algún oscuro designio que anidará en su cabeza.

Esther también quería mucho a Ignacio… pese a que éste, medio en broma, medio en serio, atacaba ferozmente a los ricos andaluces —aunque fueran, como ella, de Jerez de la Frontera—, que se habían educado en Oxford…

—No estoy en contra del
bridge
, mi querida Esther, ni del golf ni de las carreras de galgos. Y esos coñacs de nombre inglés que elaboráis en tu tierra me gustan y me hacen sentir en el estómago un calorcillo reconfortante. Por cierto, que si me sirves una copa de
González Byass
, te lo agradeceré… Ahora bien, un amigo mío, llamado Moncho, al que espero que algún día conoceréis, me dijo que estuvo en Andalucía y que el espíritu de casta que reina allá abajo lo puso de un humor de perros. En la estación de Sevilla enseñó un duro y trescientos maleteros, casi todos anarquistas, se le arrodillaron y le llamaron
Lord
. Eso es lo que me preocupa. A veces me pregunto, Esther, si tú no tendrás también espíritu de casta… ¿Cuántas veces has estado en la calle de la Barca? Ninguna, supongo… ¿Lo ves? Lo mismo que Mr. Edward Collins, quien al parecer no se mueve de los barrios céntricos por miedo a ensuciarse los botines. Perdona que te hable así. Digo siempre lo que siento, ya lo sabéis. Creo que eso de las castas es malo, entre otras razones, porque siempre tropieza uno con una casta superior; lo que lo obliga, un día u otro, a arrodillarse ante alguien… A mí no me gusta arrodillarme ante nadie, la verdad, y las diferencias sociales me tienen tan sin cuidado, que si entrara aquí Mr. Churchill le diría: «¿Qué tal, señor Churchill, cómo le va?». Partiendo de esta base —gracias, Esther…, este
González Byass
es excelente— entiendo que, pese a las apariencias, aquí el más demócrata soy yo. ¡Oh, no, no me admiréis, por favor! No pongáis esa cara de ofendidos… y de admirados. Todas estas teorías se las debo a mi padre, a la manera que mi padre tiene de colocarse el sombrero…

Esther acababa riéndose… Ignacio hablaba de ese modo, pero el primer día que entró en aquella casa se quedó boquiabierto porque descubrió lo que era «el buen gusto». Y el buen gusto era cuestión de casta…

—En eso tienes razón —admitió Ignacio—. A tu lado aprendo mucho. Y no sabes lo que me alegra comprobar que Ana María se viste más o menos como tú… Tiene un jersey casi idéntico al que llevas en este momento. Pero de eso a desear que algún día me reciban en audiencia los reyes de Inglaterra, hay mucho trecho.

Estas conversaciones entre Manolo, Esther e Ignacio eran muy interesantes, pero no podrían en ningún caso impedir el avance de los acontecimientos. Y los acontecimientos desembocaron muy pronto en un hecho insólito, que hizo temblar los muebles de aquella casa y llenó de miedo, por espacio de unos días, muchos corazones: inesperadamente se entrevistaron en Hendaya el Führer alemán y el Caudillo español, acompañados ambos por sus respectivos Ministros de Asuntos Exteriores y escoltados por un nutrido séquito.

El comunicado conjunto facilitado al día siguiente decía que las conversaciones «se habían desarrollado en el ambiente de camaradería y cordialidad existentes entre ambas naciones», y por su parte los cronistas daban a entender que se trató simplemente de un acto de amistad, de un apretón de manos propio de quienes habían tenido y seguían teniendo intereses comunes. Pero la gente se preguntaba: «¿Para un apretón de manos Hitler se habrá desplazado en un tren especial desde Berlín a Hendaya y Franco habrá cruzado la frontera española en otro tren especial?».

Las cábalas eran para todos los gustos. Todo el mundo especuló sobre los mínimos detalles dados de la entrevista. «¿Por qué Franco asistió a ella vistiendo uniforme militar y Hitler el uniforme de campaña del Partido Nacional Socialista?». El Gobernador le dijo a Mateo: «¿Y por qué el Führer obsequió al Caudillo y a su séquito con una comida en el propio coche de su tren especial? ¿Y por qué en dicha comida el Führer no sentó a su derecha a Franco? ¿Es que el protocolo lo exige así? ¿Y por qué en el andén de la estación recibieron a Franco, para rendirle honores, tres compañías alemanas, precisamente de Infantería…?».

A «La Voz de Alerta» le llamó también mucho la atención el hecho de que en cuanto Franco volvió a España, Hitler se dirigiera a entrevistarse con el mariscal Pétain, «en una pequeña estación de la Francia ocupada». ¿No se trataría de forzar también a la Francia de Vichy a declarar, conjuntamente con España, la guerra a Inglaterra?

El general Sánchez Bravo hubiera dado cualquier cosa, excepto su fajín y su telescopio, por conocer la verdad. «Pero ¿cómo voy a enterarme de nada desde aquí, desde este rincón del mundo? —se lamentó con su esposa, doña Cecilia—. Claro que, si se ha tomado algún acuerdo militar, Madrid me comunicará algo…, ¡supongo!».

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