Ha estallado la paz (76 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—¿Deseaba usted hablarme?

—Sí. Tome asiento, por favor…

Las órdenes que le dio fueron inesperadas.

—Mande usted por ahí a sus hombres y demos un escarmiento. Vamos a imponer multas a la población. Me repugna, pero no hay más remedio.

—Si pudiera usted precisar los objetivos…

—Los que usted quiera, comisario. Multas por derrotismo; por propagación de bulos; por no observar el descanso dominical; por no levantar el brazo cuando se interprete el Himno Nacional; por irse de caza sin la debida licencia de armas; por no llevar luz en la bicicleta; por resistencia a la autoridad; por no admitir la chapita de «Auxilio Social»… ¡Por lo que usted quiera! Naturalmente, lo único que evitará usted será inventarse la infracción. La falta debe haber existido, ¿comprende?

—Comprendo.

—Cuando el infractor sea un jefe local, un alcalde, en fin, una autoridad cualquiera, me lo hace usted constar en el informe de manera visible…

—Tres cruces rojas, si le parece…

El Gobernador fue una ametralladora intentando abarcar todos los campos posibles que atañesen a su autoridad. Su frase final fue: «Quiero llevar el control de todo».

El comisario Diéguez, que lo había escuchado sin apenas pestañear, al llegar a este punto, al punto final, se miró un momento el blanco clavel de la solapa. Sentíase feliz.

Él tuvo siempre esas ideas, no por política, sino por psicología, y estaba seguro de que el Gobernador, «tan liberal y humano», un día u otro entraría en su terreno. Pues bien, ya había entrado.

—Creo que le he comprendido a usted, señor Gobernador. Pero ¿me permite una pregunta?

—Hágala.

—¿A qué se debe este cambio de actitud?

—Se debe a los embutidos.

—¿Cómo? ¿Qué dice usted?

—Sanidad ha descubierto que se venden por ahí embutidos adulterados con toda clase de porquerías, y ello me ha puesto sobre aviso. ¡No puede haber ejemplo más gráfico!

El comisario Diéguez se levantó, satisfecho.

—Si me permite, voy a poner manos a la obra…

—Aquí me tendrá usted, a mí o a alguien que me represente, las veinticuatro horas del día.

—Hasta pronto…

—¡Arriba España!

Arriba España… El Gobernador se quitó las gafas, ¡por fin!, y se secó el sudor. Era duro luchar contra el propio temperamento. Se acarició el dedo de la mano, el dedo que durante un tiempo llevó vendado. Todavía le dolía a veces… Ahora le dolía. Pensó en el coronel Triguero: no quería que él, y muchos como él, se salieran con la suya. Pensó en el general: no quería que éste tuviera razón cuando afirmaba que lo único puro y fiel que existía era el Ejército. La Falange, que en la reunión de San Sebastián había efectuado un balance realista de la situación, debía salvar el bache. Pensó en el obispo: decidió seguirle la corriente, tener a la Iglesia de su parte. La religión era una fuerza terrible, decisiva. Pero ¡Dios!, ¡a veces se ponía ridícula! Con todo lo que estaba sucediendo, y a Su Ilustrísima no se le había ocurrido otra cosa que organizar la
Semana de la Joven
, para las virgencitas de Acción Católica, y publicar otra Pastoral sobre la falta de pudor y de recato.

Ahora el Gobernador se sentía lanzado. Llamó a «La Voz de Alerta» y le ordenó que publicara en
Amanecer
diariamente, durante un mes, el siguiente comunicado: Tu deber es afiliarte a Falange. Los rezagados serán tenidos por indiferentes; más adelante, por adversarios del Nuevo Estado. Segundos después se preguntó: «¿No estaré exagerando?». No… De nuevo el periódico que tenía en la mesa acudió en su ayuda. En efecto, era absurdo que Boisson Blanche pudiera anunciarse todos los días diciendo: «Vigilad vuestro aliento. Limpiad y sanead vuestro tubo digestivo» y él no pudiera anunciar algo similar para acabar con la indiferencia y con el retorno al egoísmo individual.

Una objeción: ¿Qué le daría a la población a cambio de esos cien ojos que controlarían sus movimientos cotidianos? Ahora se tambaleaba incluso la palabra «paz…». La dulce palabra que la gente había paladeado desde el 1.° de abril de 1939.

Le daría la seguridad del orden público; de acuerdo. Y la certeza de que todo se hacía para el bien común, para mantener vivo el principio de autoridad, cuya dimisión había llevado a España al cataclismo. Pero ¿y el racionamiento? Los «rojos», lo había dicho mil veces, perdieron en gran parte la guerra por culpa del hambre. Y he ahí que pronto iba a crearse incluso la Tarjeta del Fumador… Don Emilio Santos, en la Tabacalera, tenía ya los impresos sobre la mesa. ¿No podría darles a los hombres todo el tabaco que les hiciera falta? ¿Y las mujeres no podrían comprar a gusto sábanas, pañuelos, blusas de seda… para poder continuar cosiendo en el interior de sus hogares?

El Gobernador pegó un manotazo al ya inútil teléfono amarillo y se acercó de nuevo a la ventana. Vio revolotear fuera algunas gaviotas; sobre el Oñar se habían concentrado por docenas, pues el río era su lugar preferido. Se acercaba el invierno. ¿Por qué había inviernos en la vida de los pueblos? Churchill había anunciado a los ingleses «sangre, sudor y lágrimas». Pero los ingleses eran ricos y habían provocado a medio mundo y lo habían explotado. Ahora les llegaba su merecido. En cambio, España, sin haber provocado a nadie, se encontraba deshecha, según la expresión empleada por el camarada Rosselló a su regreso del Puerto de Santa María.

Sintióse fatigado y entonces pensó en su mujer, María del Mar, que cuando la inundación, al verlo salir con casquete y con impermeable, insospechadamente le dijo: «¡Mucha suerte, cariño!».

Le invadió una oleada de ternura hacia ella. Y olvidando todo lo demás experimentó el súbito deseo de ver a su esposa, de abrazarla. ¡Llevaban tantos años compartiendo la vida!

Dicho y hecho, abandonó el despacho y cruzando el largo pasillo —al mismo tiempo le dijo al conserje: «Ya puedes irte. Hasta mañana»—, penetró en la parte del edificio destinada a vivienda.

«¡María del Mar!», exclamó desde la puerta.

María del Mar tardó unos segundos en acudir. ¿Dónde diablos estaría? Por fin apareció.

—¿Ocurre algo? —preguntó la mujer.

El Gobernador la miró con fijeza… y con dulzura.

—No, nada. Tenía ganas de verte…

María del Mar se quedó asombrada. No era corriente que su marido entrara en casa a aquella hora, y menos que la mirara de aquella manera y le hablara en aquel tono.

¡Con los días que el hombre estaba pasando!

Sin embargo, la mujer disimuló. Y advirtiendo que tenía las manos ocupadas con las agujas de hacer calceta, las dejó en el acto encima del primer mueble que encontró al alcance y preguntó:

—¿He oído bien?… ¿Has dicho que tenías ganas verme?

—Sí, eso he dicho.

Los ojos de la mujer se iluminaron. Lo suficiente para expresar su alegría y también para darse cuenta de que el Gobernador estaba cansado.

—¿Necesitas algo… de mí?

—Sí. Necesito darte un beso.

María del Mar se emocionó lo indecible. Avanzó un paso. Él también. Por fin se fundieron en un abrazo y se besaron con fuerza, con fuerza inusitada. Hacía meses que el Gobernador no la besaba así.

Al separarse, ella tenía las mejillas enrojecidas y el corazón le latía como cuando en la guerra él le anunciaba que tendría un día de permiso e iría a verla.

—¡Juan Antonio…! Me has dado una alegría inmensa. ¡Ha sido tan inesperado!

—Sí, ya me lo imagino… La vida que llevamos… es dura para ti. Y a veces me olvido de que tengo esposa.

María del Mar en esos momentos se sintió dispuesta a todo.

—No te preocupes. ¡Ya lo ves…! —Miró hacia el mueble que tenía al lado—. Estaba haciendo calceta.

—Sí. Pero quién sabe en qué estarías pensando.

María del Mar hizo un mohín coqueto.

—¿En qué quieres que pensara? En ti. Y en los chicos…

Los chicos… La palabra se incrustó en el cerebro del Gobernador. Pablito y Cristina, como le dijera Mateo. Entonces el hombre sintió la necesidad de completar su combinatoria sentimental.

—¿Dónde están? —preguntó.

María del Mar casi sintió celos. Le hubiera gustado prolongar la escena.

—Por ahí andarán, cada uno en su cuarto.

El Gobernador miró otra vez a su mujer. Le dio otro beso, ahora en la frente, y le dijo:

—Con tu permiso… Necesito verlos también.

María del Mar no se atrevió a seguirlo. Recordó que iba un tanto desarreglada y, dando media vuelta, se dirigió en busca de un espejo.

Entonces el Gobernador echó a andar hacia el cuarto de Cristina. De repente, pensando en la niña, se había sentido alegre. Oh, claro, Mateo tenía razón: sus hijos —y María del Mar— habían escapado a «las gotitas que habían caído de más».

La puerta del cuarto de Cristina estaba abierta. El Gobernador entró de puntillas y fue acercándose a la muchacha por la espalda, hasta sorprenderla tapándole los ojos con las manos.

—¿Quién soy?

—¡El Gobernador!

El Gobernador… El hombre sonrió. Pellizcó a la pequeña, le tiró de las trenzas.

—¿Qué estás haciendo?

—Ya lo ves. Vistiendo muñecas. Las monjas nos lo han encargado para Navidad.

—¿Para Navidad?

—Sí, para los niños pobres.

Los niños pobres… Cristina pronunció esa palabra como si le quedara también muy lejos.

—¿Estás contenta, Cristina?

—Sí, papá. ¿Por qué?

—¿Qué quieres que te traigan los Reyes este año?

—Pues… no sé. ¿Tan pronto? ¡Bueno, una bicicleta! Para ir a la Dehesa…

—¡Jesús! ¿Con el barro que allí hay?

—Ya se habrá secado, ¿no?

—Seguramente…

Cristina, que se había sentado en las rodillas del Gobernador, dijo de pronto:

—¡Me gusta verte sin las gafas!

—No las llevo por capricho, ¿sabes? Los ojos me duelen.

—¡Bah! Tú eres fuerte. A ti no te duele nada…

Extraña criatura. Se sentía a salvo de cualquier contrariedad y creía de verdad que su padre era todopoderoso.

Charlaron un poco más. Hasta que el Gobernador oyó un pequeño ruido en el cuarto de al lado, el de Pablito. Entonces sintió ganas de proseguir su itinerario. Depositó con suavidad a la niña en el suelo y estampó un fuerte beso en su frente.

—Bueno me voy… Prometida la bicicleta.

—¡Gracias, papá!

Éste se levantó y, despidiéndose de su hija, salió de la habitación y se dirigió a la de Pablito.

La puerta estaba cerrada y llamó con los nudillos.

—¡Adelante!

Entró. Pablito estaba sentado de codos ante la mesa, estudiando. La temperatura de la casa le permitía ir en pijama, que era lo que le gustaba. Estaba hecho un hombrecito.

—¿Estorbo?

—¡No!

Pablito se volvió. También se sorprendió de que su padre entrara a verlo a aquella hora y que su expresión fuera tan cariñosa.

Prodújose un breve silencio, pues Pablito quedó a la expectativa, sin atreverse a preguntarle «si ocurría algo».

El Gobernador se acercó al sofá que había al lado de la mesa en que Pablito estudiaba y tomó asiento, con aire fatigado.

—¿Estás cansado?

—Un poco… —Pablito volvió hacia él la silla, que era giratoria—. ¿Qué estás estudiando?

—Un tostón: Química…

—¡Oh, Química!

El Gobernador no quería de ningún modo que su hijo se diera cuenta de que había ido a verlo por necesidad. ¡Pablito era un hombre!

—¿De veras no te estorbo?

—De veras.

—Eso de la Química es tan serio…

—¿Serio? Ya te lo he dicho: un tostón.

El Gobernador sonrió.

—Te tira más lo otro, ¿verdad? La Historia, la Literatura…

—¡Desde luego!

Pablito estaba también un poco emocionado. ¿A qué venía el interés de su padre por él? ¡Lo quería tanto, pese a que fuera «un virrey»!

—Has salido a mí, chico. También a mí las Ciencias me parecían detestables… —Acto seguido añadió—: Ya no me acuerdo de nada…

Pablito se chanceó.

—Bueno. Pero tú no tienes que examinarte.

El Gobernador dibujó una sonrisa y se sacó del bolsillo un caramelo de eucalipto.

—¿Quieres?

—¡No, no, por favor!

El Gobernador suspiró.

—No tienes idea —prosiguió, recostando la espalda en el sofá— de las cosas que uno va olvidando… —marcó una pausa—. ¡El Bachillerato! ¿Dónde queda eso?

Pablito preguntó:

—Será cuestión de memoria, ¿no?

—¡No! —protestó el Gobernador—. Lo que no se utiliza, se pierde…

Pablito, al oír esto, se tocó el lóbulo de la oreja. Lo cierto es que la visita de su padre lo había exaltado. Reflexionó unos segundos y se le ocurrió una peregrina idea.

—¿De veras has olvidado muchas cosas del Bachillerato?

—Figúrate… Y con la guerra por en medio.

—Me divertiría —dijo Pablito, de pronto— comprobar eso…

—¿Cómo?

—No sé… Jugando a hacerte preguntas.

—¿Preguntas?

—Sí. Como si yo fuera un tribunal.

—¡Me niego! —exclamó el padre—. Me niego a jugar a eso.

—Pero ¿por qué?

—Porque no quiero que me pierdas el respeto.

—Eso es imposible.

—De verdad, Pablito… Que no quiero decepcionarte, que se olvidan muchas cosas…

Pablito se había entusiasmado con la idea y no se mostró dispuesto a dar su brazo a torcer. Mordió el cortapapeles que había cogido de la mesa y sin más preguntó:

—A ver… ¡Te prometo que no va a ser nada de Química! Por ejemplo… ¿en qué año nació Miguel Ángel?

—¿Quieres decir… el año exacto?

—Sí.

El Gobernador movió la cabeza.

—No lo sé.

Pablito mordió de nuevo el cortapapeles.

—¿Cuántos obispos se reunieron en el Concilio de Trento?

El Gobernador soltó una carcajada.

—Muchos… ¡Muchísimos, diría yo!

Pablito se había embalado y se convirtió en un cohete.

—¿Quién fue Noab?

El Gobernador miró al techo con expresión sanadora.

—¿Noab?… Eso me suena. Me suena a Antiguo Testamento.

—¿Sabrías dibujar un prisma poligonal?

El Gobernador optó por continuar riéndose.

—Por favor, hijo, no digas palabrotas…

Pablito se rió también. Pero era evidente que se había quedado preocupado. Tuvo la impresión de que si le preguntaba a su padre por el primer verso de la Eneida tampoco lo sabría. Y que tampoco sabría la distancia exacta que había de la Tierra a Marte.

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