Ha estallado la paz (48 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Mateo no se calmó… La idea le encandilaba tanto que hablaba de ella con todo el mundo. El Gobernador le prohibió publicarla en el periódico, pero no hacía falta y él mismo se imaginaba ya cruzando Europa vestido de blanco. Y entonces ocurrió lo inevitable: Pilar se puso nerviosísima, al igual que don Emilio Santos. «¡No quiero que vayas!», exclamó Pilar, echándose al cuello de Mateo. Por su parte, don Emilio Santos, que seguía paso a paso, con temerosa expectación, las andanzas de su hijo, miró a éste con semblante triste y le dijo:

—¿No te parece que está bien, Mateo? Recuerdo que eras un crío y ya querías irte a Abisinia a disparar contra los etíopes. Ahora, a Finlandia. ¿Es que no puedes vivir sin una arma en la mano?

Mateo se quedó pensativo. Realmente, su padre había dicho la verdad… ¿Qué le ocurría? Por un momento se preguntó si no le roería por dentro algún resentimiento.

«¡No, no! —protestó para sí—. ¡Simplemente estoy siempre presto a servir a una causa grande!». Por fortuna, a los pocos días llegó una noticia que acabó con su vacilación: Inglaterra y Francia, las dos «odiosas democracias», se ponían del lado de Finlandia.

Mateo renunció en el acto a cruzar Europa vestido de blanco. «¡Estaría bueno —le dijo a Pilar, dándole un beso más fuerte que de ordinario— que tuviera yo que luchar a las órdenes de un coronel inglés!».

La guerra ruso-finlandesa dio origen a un milagro. Gerona tomó conciencia de lo que significaba vivir en paz. Ni la guerra polaca, ni los combates aéreos y marítimos —ahora los alumnos del Grupo Escolar San Narciso, a la hora del recreo, jugaban a «hundir buques ingleses»— habían operado de modo tan directo sobre la población. Los documentales de cine en los que aparecían los «gigantes rusos» avanzando con inesperada dificultad por las carreteras nevadas de la «poética Finlandia», fueron el aldabonazo clave. ¡Qué bien se estaba en casa, sin el temor de los aviones! ¡Qué agradable salir a la calle con la certeza de que no tabletearían las ametralladoras! Las mujeres, muy numerosas, que llevaban un hijo en las entrañas, se miraban como diciéndose: «¿Por qué no? El futuro es de color azul». «España está en paz, nada hemos de temer».

No fue una frase, fue un grito. Un grito que de pronto brotó aquí y allá, que apareció escrito en todas partes como si por la ciudad hubiera pasado el ángel de la buenaventura. La gente paseaba y al detenerse ante las carteleras de los espectáculos le parecía leer, en vez de los títulos de las películas, el estribillo: «España está en paz». Los amigos, al saludarse, lo hacían con tal alegría que era como si se dijeran unos a otros: «España está en paz». «La Voz de Alerta», en la Sección «Ventana al mundo», escribió: «Nada hemos de temer»; y las locomotoras de los trenes repitieron la frase por las llanuras. Las mecanógrafas en las oficinas tecleaban: «España está en paz». Algo parecido le ocurría a Matías en Telégrafos: todos los telegramas decían: «Nada hemos de temer». Las campanas de la Catedral repicaban el mismo sonsonete y el barbero Raimundo lo tarareaba mientras les enjabonaba la cara a los soldados.

A tenor de este sentimiento prodújose una exaltación patriótica que recordaba la que subsiguió a la terminación de la guerra. Cuando en los cines de pronto sonaba el Himno Nacional, los espectadores volvían a ponerse en pie como accionados por una fuerza magnética y extendían el brazo con tenaz inmovilidad. Cuando pasaba el coche del Gobernador Civil, la gente se agachaba un poco para reconocer el rostro del camarada Dávila al otro lado del cristal, y lo saludaba con una sonrisa. Y sobre todo, la figura del Liberador, del Caudillo, se apoderó de nuevo de las mentes. El Caudillo continuaba permaneciendo neutral —María del Mar había dicho de él: «Su mejor cualidad es la prudencia»— y el público era informado de los mínimos pormenores de su vida. Por ejemplo, la Hoja Dominical que dirigía mosén Alberto publicó sobre él la lista, completa e inédita, de los nombres que recibiera en la pila bautismal: Francisco, Paulino, Hermenegildo, Teódulo…

Noviembre patriótico, como los exámenes de la Universidad… La exaltación dominante era idónea para honrar la memoria del Ausente, del hombre que dio su vida para que en España reinara ahora la paz y la neutralidad fuera posible. Había llegado la hora de rescatar a José Antonio del oscuro lugar en que fue inmolado, la cárcel de Alicante, y trasladarlo a El Escorial, panteón de reyes. Mateo, que no había podido irse a Finlandia, tendría ocasión de realizar con este motivo una gesta muy distinta pero igualmente emotiva: ser testigo presencial del traslado, participar en él e informar de los detalles a todos los gerundenses, mediante una crónica diaria que transmitía por teléfono a
Amanecer
.

Tratábase de una peregrinación de signo wagneriano. Tal como había sido anunciado, el glorioso féretro que contenía los despojos del Fundador sería conducido a hombros por escuadras falangistas procedentes de toda España. Dichas escuadras avanzarían a pie por la carretera de Madrid, turnándose, relevándose en los lindes de las provincias que atravesaran; provincias que, como la de Albacete, habían sido, por azares de la geografía, Cuartel General de las Brigadas Internacionales.

La fecha señalada para el inicio de la peregrinación era el día 20 de noviembre, oficialmente declarado Día del Dolor. La delegación de Gerona estaría compuesta por Mateo, en calidad de jefe, y por los camaradas Rosselló, José Luis Martínez de Soria y Alfonso Estrada. Representando a la Sección Femenina, Marta, Chelo, Gracia Andújar y Pilar. Representando a las Organizaciones Juveniles, el hijo del Jefe de Policía, Juan José Ferrándiz, y, naturalmente, el hijo del Gobernador, Pablito, quien sentía por José Antonio una admiración incondicional.

El día 17, víspera de la salida de la delegación gerundense con destino a Alicante, Pablito dio la sorpresa a la ciudad: publicó en
Amanecer
un canto a José Antonio que mereció aplauso unánime. El lenguaje empleado por el muchacho era un tanto ingenuo y mimético; pero sus palabras tenían un temblor que prendía en quien las leía. Pablito, consecuente con su temperamento, afirmó que era una calumnia decir que José Antonio había muerto. «José Antonio no morirá nunca, puesto que está y seguirá presente y vivo en nuestros corazones». Al final del canto lo llamó Aquél.

La madre del chico, María del Mar, experimentó fortísima emoción, ¡ya era hora!, al abrir el periódico. «¡Mira la poesía que ha compuesto nuestro hijo!», le dijo al Gobernador. Doña Cecilia comentó: «¿Es posible que esto lo haya escrito el chaval?».

Sí, lo era. Pablito había escrito aquello de su puño y letra en un rapto, sin pedirle ayuda a nadie. El único que no se sorprendió de la hazaña fue Mateo, quien recordó que Pablito, en el Campamento de Verano, le había dicho que su ambición era ésa: escribir.

El notario Noguer hizo una mueca de las suyas y comentó:

—No me gusta que el chico, a sus años, haga juegos de palabras con la vida y la muerte.

No eran juegos de palabras… Muy pronto las crónicas de Mateo, que el día 19 llegó con su séquito a Alicante, demostrarían que en ciertas ocasiones era válido relacionar a cualquier edad ambos extremos. La primera de esas crónicas, muy escueta, tuvo la virtud de hacerse enormemente popular, hasta el punto que personas tan inmunizadas contra el entusiasmo, como podían serlo mosén Iguacen o el ginecólogo doctor Morell, la devoraron y sintieron en la espina dorsal lo que la madre de Marta, la viuda Martínez de Soria, llamó «el escalofrío de la autenticidad».

Decía así: «Aquí, Alicante. En el día de hoy, 20 de noviembre, Día del Dolor, han sido exhumados los restos mortales de José Antonio. Hemos tenido el privilegio de presenciar la ceremonia, mientras las baterías instaladas en el castillo de Santa Bárbara hacían las salvas de ordenanza, los buques de guerra del puerto disparaban sus cañones y ciento cincuenta barcas de pesca tocaban sus sirenas, con la tripulación formada sobre cubierta. Imposible describir nuestra emoción. Aquellos despojos de apariencia inútil pertenecían al hombre que nos enseñó a los españoles la doctrina y el ritmo, al hombre que presintió correctamente la hora de España en el mundo. Inmediatamente se ha procedido a la formación del cortejo fúnebre, que avanzará por las rutas de España precedido siempre por varias cruces, símbolo del martirio de José Antonio. Los cazas han volado sobre el féretro dejando caer encima de él flores y laureles. ¡Camaradas de Gerona! Alguien, un muchacho de quince años, escribió hace poco que José Antonio no había muerto. ¡Es cierto! ¡Está presente! Gritad conmigo: ¡José Antonio, presente!».

Vuestro jefe, Mateo Santos.

La segunda crónica fue más personal: «Aquí, día 21, en ruta hacia El Escorial. El féretro es llevado a hombros de doce falangistas, que se relevan cada cuatrocientos metros aproximadamente. A nosotros nos ha tocado el turno en las inmediaciones del pueblo de Elda. El frío era intensísimo y había un gran silencio en la carretera. Sólo se oía el crujir de la escarcha bajo los pies. El peso de la caja mortuoria era leve, aunque nos obligaba a andar encorvados. De pronto, nuestras botas no han pisado alquitrán sino flores. Los campesinos de la comarca habían tendido una alfombra de flores silvestres en la carretera, para que José Antonio, que tanto amó la tierra yerma de España, caminara sobre su propio amor. A nuestro lado iba un anciano, que había perdido un hijo en la guerra y que cumplía su promesa de hacer todo el trayecto a pie, alimentándose sólo de pan y agua. A trechos encontrábamos, en las cunetas, mujeres arrodilladas que se santiguaban a nuestro paso. En el momento de ceder el puesto a otros camaradas, nos hemos apartado a un lado y hemos visto cómo el cortejo seguía avanzando con una vibración y una fuerza incontenibles. Entonces hemos comprendido más que nunca que la Falange es esto: milicia y relevo, escarcha y flor, yugo y solidaridad. El cortejo en estos momentos ha rebasado el pueblo de Salt. Y mientras tanto, y según noticias, allá en una cantera cercana a Segovia se está extrayendo un bloque de piedra de veinticinco toneladas, que milagrosamente no presenta ninguna grieta y que ha sido elegido para construir el sepulcro que albergará en El Escorial los severos restos del Fundador».

El día 22, Mateo escribió en singular, puesto que el resto de la delegación, incluida Pilar, regresó a Gerona. Dijo que se sentía abrumado por el hecho de haberse quedado solo representando a la ciudad. «Dos ojos, sobre todo si están humedecidos por las lágrimas, no bastan para captar lo que ocurre. En la iglesia de cada pueblo el féretro es depositado en el altar y se canta el salmo
De profundis
y se entona un responso. Luego prosigue la marcha y no es raro que el vecindario del pueblo correspondiente se una a la comitiva por espacio de varios quilómetros. Siempre se encuentra a alguien que conoció a José Antonio: una mujer que lo alojó en su posada, un sacerdote que le dio la comunión. A veces cuelgan de los balcones mantones de raso, o simples cruces de arpillera. Cuando una representación falangista regional le cede a otra las andas, los camaradas se miran unos a otros con sobrecogedora dignidad. Hoy el cortejo ha encontrado, junto a un mojón de la carretera, un perro que ladraba. Un niño ha corrido a su lado y, acariciándolo, lo ha hecho callar. Entonces ha vuelto a oírse el crujir de los pies sobre el camino helado y, como la luz menguaba, los acompañantes han encendido los hachones y las farolas. Allá lejos esperaba, iluminado, un arco con la inscripción ¡Arriba España!».

La peregrinación había de durar once días. Mateo se mantuvo en su línea de austeridad. De vez en cuando aludía a la ausencia del camarada Rosselló, o de Marta, o de Pablito. Por supuesto, daba testimonio de que la adhesión popular era masiva, sobre todo en Albacete, donde una inmensa multitud se concentró en los alrededores del Parque de Canalejas para esperar la llegada del féretro. Millares de hombres, de mujeres y de niños, cada uno con una oración en los labios; y la carretera salpicada de ramas de resinoso pinar. El frío seguía siendo intensísimo, por lo que en las colinas circundantes, y aun en lo alto de los lejanos picos, la gente llegada muchas horas antes para presenciar el paso de la comitiva encendía fogatas para calentarse, fogatas que adquirían caracteres de holocausto. En una bocacalle de Villatobas, en un lugar donde José Antonio se había detenido a hablar con unos aldeanos, se levantó un obelisco que decía: «En el sitio donde te vimos por primera vez, te levantamos este monumento como recuerdo de que tu espíritu quedó con nosotros». Pero lo más fascinante tenía lugar cuando la noche cerraba del todo. Entonces los hachones fulguraban, tintineaban las arandelas de los ciriales y la blanca indumentaria de los monaguillos fosforecía en la oscuridad. Y las innumerables hogueras rojas aparecidas en las cumbres poblaban el paisaje de centinelas espectrales. Todo ello bajo una gran luna amarillenta que desde arriba se derramaba sobre la España dolorida.

La entrada y el paso por Madrid constituyeron un espectáculo impar. Todas las campanas de la ciudad doblaron simultáneamente, mientras la artillería disparaba las salvas correspondientes a los honores de capitán general con mando en plaza otorgados a los restos de José Antonio. No se produjeron gritos ni vítores; simplemente sollozos y plegarias. En la plaza de la Cibeles se oyó de pronto un toque de atención: eran los clarines de una sección de Caballería. En ese momento se acercaron al féretro gran número de mutilados de guerra llevando una gran corona de flores, con cintas rojinegras. En la plaza de España esperaban el Gobierno y los Consejeros Nacionales, entre ellos, Salazar y Núñez Maza. En el Parque del Oeste la comitiva avanzó por entre las ruinas y destrozos que a ambos lados de la carretera daban fe de los duros combates allí habidos. El trayecto comprendido entre la llamada Casita de Abajo y El Escorial era una alfombra de flores inmensamente mayor que la encontrada en las proximidades de Elda. El anciano que había hecho el trayecto con sólo pan y agua, cogió una de aquellas flores y la besó. Y en El Escorial, la indescriptible ceremonia de la inhumación, a la que asistió en pleno el Cuerpo Diplomático. La presidió el Caudillo. Destacaban, entre las luces, cuatro banderas con la cruz gamada enviadas por el Führer y seis banderines enviados por Mussolini, a los que el embajador de Francia, el mariscal Pétain, que fue el último en llegar, saludó. En el suelo esperaba, en efecto, la piedra del sepulcro, la milagrosa piedra extraída de una cantera próxima a Segovia y que no presentaba ninguna grieta.

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