¡Bueno, el coronel Triguero lo complació! Le permitió presenciar en la «pocilga» de la que era dueño, en la oficina, la apertura de treinta cajas conteniendo objetos diversos, que constituían el último lote devuelto a España por las autoridades francesas, gracias a las gestiones que realizaba el Servicio.
—El camarada Dávila me habló de eso. De que el Servicio se ocupaba en recuperar obras de arte, joyas, etcétera.
—¡Aspiramos a mucho más! Aspiramos a recuperar varias toneladas de oro —Álvarez del Vayo se llevó un buen pellizco—, e incluso barcos. ¡Sí, barcos! ¿Te sorprende? Hay una serie de barcos españoles en puertos franceses…
Las treinta cajas en cuestión contenían una fascinante mezcla de joyas religiosas: custodias, cálices, coronas… y de joyas mundanas: pendientes, broches, anillos, pulseras…
—Todo volverá a su lugar —comentó el coronel—. Las coronas, a los santos y a las vírgenes; los pendientes y demás, a las damas de la alta sociedad… y a las amantes de los Gobernadores Civiles.
Ignacio, al oír esto último, miró al coronel y éste lanzó, riéndose, una de sus frases favoritas.
—¡Corrígeme si me equivoco!
Nati, la de los ojos gatunos, procuraba también satisfacer la curiosidad de Ignacio.
Un día lo llamó para que asistiera a una escena chocante. Aquella mañana había cruzado la frontera una expedición de niños españoles, de los muchos que durante la guerra los «rojos» habían enviado a diversos países de Europa. Y resultó que uno de esos chicos, que tenía siete años, ¡sólo hablaba flamenco! Ni una palabra de español, pese a que se sospechaba que era de Talavera de la Reina. Lo había adoptado una familia belga, que había resuelto devolverlo a la «Falange Exterior», que funcionaba en Bruselas.
—¿Qué te parece el chaval?
—¿Qué va a parecerme? Muy majo… Muy flamenco.
Nati se rió.
—¿Te das cuenta de la papeleta si localizamos a sus padres? ¡Tendrán que enseñarle a hablar!
Otro día Ignacio coincidió en la oficina con los capitanes Arias y Sandoval, los cuales, con permiso del general Sánchez Bravo, andaban por la zona ocupándose de misiones muy varias. Dichos capitanes extendieron sobre la mesa gran cantidad de avales espléndidamente falsificados en una oficina de Montpellier, a nombre de «rojos» que pretendían colarse en España con el propósito de rehacer su vida en algún pueblo que no fuera el suyo, sin ser molestados.
—¡Hay que ver! ¡Han falsificado hasta el sello de los Ayuntamientos!
También funcionaba, en un piso aparte, una Sección dedicada a censurar las cartas que llegaban del extranjero, e Ignacio se maravilló viendo con qué astucia dos hombres ya de edad, expertos en la materia, leían entre líneas… Y se acordó de David y Olga cuando en Gerona, en Correos, se dedicaron durante una temporada a idéntica labor.
—De todos modos —preguntó Ignacio al coronel—, ¿por que tanta cautela? ¿Qué puede hacer esa gente?
El coronel se acarició sus imaginarias patillas.
—Tú conoces el japonés, ¿verdad? No, claro… Pues bien. Hay un proverbio japonés que dice: «Después de la victoria, ¡átate bien el casco!».
—Ya…
Ignacio iba sintiendo por el coronel una simpatía «in crescendo». Desde luego, le estaba agradecido. Pero es que, además ¡era tan imprevisible! Siempre quería apostar algo. «¿Te apuestas veinte duros a que hoy cae un pez gordo?». «¿Te apuestas la corbata a que mañana lloverá?».
Sin embargo, el muchacho intuía que el coronel no jugaba del todo limpio… ¿Por qué tantos viajes a Perpignan —en un Citroën que había pertenecido al alcalde «rojo» de Figueras— sin llevarlo nunca con él, pese a la promesa del Gobernador? ¿Y por qué al regresar descargaba de vez en cuando misteriosos y minúsculos paquetes, que pronto desaparecían sin haber sido abiertos? Tales paquetes ¿contenían realmente objetos recuperados?
Nati sonreía.
—«Chi lo sa…»
¡Ay, mejor no meterse en honduras! Lo importante era que, gracias a él, Ignacio, cada vez que regresaba a Gerona, tenía algo interesante que contar a la familia y a las amistades. «Papá, el coronel trajo ayer un montón de periódicos franceses… ¿Será verdad lo que cuenta el padre Forteza: que Hitler tiene ganas de pelea?». «Pilar, toma esto, de parte del coronel. Es una barra de labios que no deja huella… Lo último que ha salido en París». «¡Oh, muchas gracias! A ver si le traes otra igual a Marta». El profesor Civil, al que Ignacio iba ahora a visitar a menudo, le encargó unas medicinas para su mujer, cuya piel de pronto había empezado a caérsele como en escamas. «El doctor Chaos me ha dado el nombre de ese producto. Toma, ahí lo tienes anotado, en este papel». Por su parte, Carmen Elgazu le preguntaba cada dos por tres: «Bien, hijo, pero ¿cuándo te traes el Tapiz de la Catedral, de que te habló el Gobernador?».
* * *
La familia gozaba escuchando a Ignacio y viéndolo contento. Y no obstante, era bien cierto que no todo lo que el muchacho veía y vivía en el Servicio de Fronteras era agradable. Existían en él tintes dramáticos que afectaban hondamente a su sensibilidad.
Probablemente, el peor de todos era el espectáculo que ofrecían las innumerables personas que, acuciadas por la impaciencia, iban llegando a Figueras a diario, sin recursos, sin cobijo, en espera del retorno de algún familiar exilado. Nati decía de esas personas: «Comprendo su situación, pero ¡hay que ver la lata que nos dan!». En su mayor parte eran mujeres. Mujeres procedentes a lo mejor de muy lejos, del centro de España, o el Sur. Ignacio varias veces había coincidido en el tren con algunas que procedían de Málaga, donde el muchacho había nacido, por lo que se tomó interés por ellas. Habían enviado a Francia, a sus «hombres», el papel mágico, el aval y tenían confianza. «Teniendo el aval no pueden tardar ¿verdad usted?», trataban de usted a quienquiera que llevara uniforme o una insignia en la solapa. Ignacio no se atrevía a desanimarlas. «Claro… claro… Si tienen el aval, es posible que el día menos penado lleguen con la caravana».
La caravana… La caravana diaria de camiones —veinte, treinta, procedente de Perpignan, con los «afortunados» de turno.
El convoy solía cruzar la frontera en dirección a Figueras a media tarde y lo encabezaba invariablemente un Fiat, en el que iban las autoridades francesas y un empleado del Consulado Español de Perpignan.
Imposible conseguir que esas mujeres enlutadas, de moño seco y triste, aguardaran a su «hombre» —al marido, al hijo, al hermano— en La Carbonera, donde todos habrían de quedar concentrados. A mediodía ya no podían con su corazón y se iban a las afueras de Figueras esperando el momento de ver aparecer el convoy. Se entretenían por las cunetas mascando hierba y suspirando. Ignacio se mezclaba con ellas o a veces las observaba a distancia, solo o en compañía de los guardias civiles. Hasta que, de pronto, el convoy aparecía a lo lejos. Entonces se oía como un rumor de oleaje y las mujeres se plantaban en mitad de la carretera, interceptando el paso. El Fiat que abría la marcha, como aturdido ante aquella muralla negra, disminuía la velocidad, mientras detrás de él avanzaban gusaneando los camiones. Y en cuanto el vehículo se detenía y se apeaba de él el empleado del Consulado se producía el bombardeo: «¡Eh, señor! ¿Viene un tal Amadeo Sánchez?». «¿Viene mi hijo, Sergio Velasco?». Preguntas angustiosas que obtenían invariablemente idéntica respuesta. «Pero ¿estáis locas? ¿Cómo voy a saber? ¡Luego, luego, en La Carbonera!».
Los guardias civiles luchaban a culatazo limpio para que el convoy pudiera pasar.
Pero a veces ocurría que uno de aquellos nombres lanzados al aire hacía diana, era recordado por el empleado. En este caso éste respondía: «¡Sí, ahí viene! ¡Creo que en el cuarto camión!». Entonces se oía un grito más fuerte que los demás. «¡Bendita la madre que te parió!». Inmediatamente las otras mujeres rodeaban a la «afortunada» y la felicitaban o, por el contrario, la miraban con envidia y rencor.
Por fin pasaban los camiones, en ruta hacia La Carbonera, donde unas horas más tarde todo el mundo sabía a qué atenerse. Porque allí estaban las listas y los encargados de consultarlas y dar fe. «¿Cómo dice? ¿Esteban Soto? No, no viene ese nombre». «¿Cándido Vázquez? Tampoco». «Tal vez mañana…»
Tal vez mañana… Ignacio, al oír esto, sufría. Porque sabía que la mujer a la que iban dirigidas estas palabras debería esperar con sus ojos inútiles veinticuatro horas más. Y porque sabía también que había hombres que no regresarían nunca. Ni «mañana», ni pasado, ni nunca. ¿Qué harían, pues, sus esposas, sus hijas? Ignacio también lo sabía: seguir esperando. Así se lo habían dicho sus conocidas de Málaga y otras muchas mujeres vestidas de negro. Cada tarde volverían a la carretera, a la misma hora, a mascar hierba en la cuneta. Y entretanto, al llegar la noche, dormirían a la intemperie, o en casas destruidas por las bombas, o en los desalojados nidos de ametralladoras que decían: NO PASARAN. Y comerían un vaso de agua y un poco de primavera. A menos que encontraran una casa donde hacer la limpieza; o que les dijeran sí a los numerosos desaprensivos que, en cuanto se ponía el sol, empezaban a moscardonear a su alrededor, blandiendo un chusco de pan.
Por fin Ignacio oyó, de boca del Gobernador, la frase tan esperada:
—¡Bueno, por fin vas a ir a Perpignan! Entrega esta carta personalmente a Leopoldo, en el Consulado. Leopoldo sabe ya quién eres.
—¡Muchas gracias, camarada Dávila!
Dicho y hecho. Ignacio, al día siguiente, cruzó la frontera por primera vez en su vida, en compañía del coronel Triguero, quien le ofreció un sitio en su Citroën. Y desde el primer momento le ocurrió que en Francia se sintió a gusto. Aquélla no tenía nada en común con la versión que le dieran Mateo, Jorge de Batlle y el mismísimo Gobernador.
Le pareció respirar allí un aire de cultura antigua, tal vez debido a la geometría de los viñedos del Rosellón. ¡Había oído hablar tan despectivamente del país vecino! Cierto que la gente tenía las mejillas un tanto coloradas y que los quepis de los gendarmes resultaban un tanto grotescos. Pero las personas eran más robustas, otra raza, fruto sin duda de la buena alimentación; y la abundancia era visible por doquier. Vehículos de gran potencia circulaban por las carreteras, había tractores en los campos, el mar era hermoso. Los niños jugaban a placer y hasta los ancianos que tomaban el sol se le antojaban más tranquilos. Teníase la impresión de que todo el mundo se sentía allí protegido, a resguardo de las sequías, de la miseria, del trauma de la guerra.
El coronel Triguero, al darse cuenta de la reacción de Ignacio, le dijo:
—Pues a mí esto no me tira. ¿Dónde has visto tú que los machos vayan por el pan y la leche?
—¿Y por qué no han de ir? Me encanta este detalle, ya ve usted…
Una vez en Perpignan, Ignacio quedó sumergido de lleno en el mundo de los exilados. Estaban allí, paradójicamente más inquietos y derrotados que los internos en La Carbonera. Abarrotaban los cafés y había en su rostro algo rabioso y espectral.
En el Consulado Español se presentó seguidamente a Leopoldo, quien al leer la carta del Gobernador le dijo a Ignacio, amistosamente: «Por lo visto te atrae el barullo, ¿eh?». Hicieron buenas migas, aunque Leopoldo era bastante mayor. Le prometió llevarlo, en cuanto tuviera un respiro, a visitar los campos de Argeles, de Saint-Cyprien, etcétera. «Allí verás. Millares y millares de desgraciados. Se pasan el día rumiando si no les valdría más morirse».
En ese primer viaje no habría ocasión, pues el coronel le había dicho a Ignacio: «No te muevas del Consulado. Regresaremos a España a mediodía». Pero pronto el muchacho hizo un segundo viaje, y un tercero y un cuarto. Y su curiosidad iba en aumento, gracias a los informes que le facilitaba Leopoldo, el cual siempre le decía que lo que más le gustaba de Francia era el chocolate. Los exilados habían empezado a ser llamados, en bloque, «La España peregrina», poética denominación, y era evidente que formaban un mundo real y patético, del que en Gerona Ignacio no podía hablar con nadie, pues la suerte de los «rojos» no interesaba. En cuanto abordaba el tema, todo el mundo le contestaba lo mismo: «Allá ellos. Se lo tienen merecido».
Ignacio también lo creía así. Y el día en que pudo, ¡por fin!, visitar los campos de concentración de Argeles y Saint-Cyprien, situados en las playas, a la vista de aquella inmensa muchedumbre famélica, harapienta, sintió que una oleada de repugnancia le atenazaba la garganta. Aquellas playas eran el resumen de todas las teorías antipatrióticas, de todas las crueldades y hasta de la muerte de César. Ignacio hizo: «¡Puah!». Leopoldo, hombre de fina cachaza, comentó: «De todos modos, no creas que toda esta gente es culpable. Y aparte, piensa un momento en los niños…»
Hubiérase dicho que le daban a Ignacio un golpe en el pecho. He ahí una palabra —niños— que apenas si contó nunca para él. Como tampoco contaron los vegetales y los minerales. Y no obstante, en aquellas circunstancias, lo dañó. Contempló a los niños en las playas y se le antojaron lagartijas desesperadas, víctimas inocentes de un terrible castigo colectivo. Leopoldo le explicó que muchos de ellos morían y que eran enterrados en la misma arena, en un hoyo. Que otros se habían ahogado al caerse en las letrinas que orillaban la zona acotada, vigilada por senegaleses. Que las madres tenían seco el pecho. Que los más espabilados eran utilizados por los mayores para sortear las alambradas en busca de algo que comer.
Ignacio recordó su niñez, la de Pilar, la de César… ¿Por qué ocurrían tales cosas?
Miró al mar y le pareció hostil.
Leopoldo consiguió distraerlo. «Hay que hacerse a la idea. Las cosas son como son». Y le informó a Ignacio de que el reparto de fugitivos españoles hacia Bélgica, Inglaterra, Sudamérica, Rusia, Legión Francesa, África, ¡Alemania!, etcétera, proseguía.
Aunque parecía confirmarse que el contingente mayor se quedaría en Francia.
—¿Te basta con eso, o quieres ver otras playas… y más senegaleses?
—Me basta con eso.
* * *
El coche que conducía Leopoldo, uno de los asignados al Consulado, dio la vuelta y emprendió el regreso a Perpignan.
Se produjo un largo silencio. Ignacio contemplaba el paisaje francés, los viñedos y los cañaverales, éstos inclinados por la tramontana, e iba reflexionando sobre el espectáculo que acababa de presenciar. Cerca ya de la capital del Rosellón, preguntó:
—¿Qué profesión tiene el grueso de los exilados? Leopoldo contestó, sin vacilar: