Guerra y paz (52 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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Borís advirtió que a Rostov no le gustaba demasiado ese relato. Cambió el tema de conversación hacia asuntos bélicos y hacia donde había resultado herido Rostov. Rostov, poco a poco ante la presencia de Berg, poco grata para él, adoptó de nuevo el tono anterior de húsar valentón, y animándose les contó acerca de sus andanzas en Schengraben exactamente como cuentan las batallas los que han tomado parte en ellas, es decir, como les gustaría que hubieran sucedido, como lo han oído de otros narradores, como fuera más hermoso contarlas, no exactamente como han sucedido. Rostov era un joven sincero, él no hubiera dicho nunca una mentira intencionadamente y en su intención, al comenzar el relato, estaba contarlo todo tal como había sido, pero imperceptible, involuntaria e inevitablemente para sí, cambió a la fantasía, el embuste y e incluso a la vanagloria. En realidad, ¿cómo podía él contarlo? Es posible que le fuera necesario contárselo así a sus oyentes, los cuales, al igual que él mismo (lo sabía muy bien), habían escuchado ya en multitud de ocasiones relatos sobre ataques y se habían hecho una idea de lo que era un ataque y esperan exactamente ese relato. ¿Cómo podía él, destruyendo sus ideas preconcebidas, contar algo de hecho completamente diferente? O bien no le hubieran creído, o aún peor hubieran pensado que el mismo Rostov era culpable de que a él no le hubiera sucedido lo que habitualmente sucede en los relatos de los ataques de caballería. No les podía contar sencillamente que fueron todos al trote, que se cayó del caballo, se dislocó el brazo y con un acopio de fuerzas huyó de los franceses al bosque.

Ellos esperaban que les contara cómo, presa de un tremendo ardor, sin reconocerse a sí mismo, voló como una tormenta para darles su merecido, penetrando en el cuadro dando mandobles a derecha e izquierda y cayendo exhausto y cosas similares. Se lo contó de tal modo que ellos se quedaron satisfechos y él no advirtió que todo lo que contaba estaba lejos de ser verdad.

En medio del relato entró en la habitación el príncipe Andréi, al que Borís esperaba. En la víspera, cuando Borís le había dado la carta de Pierre, que Anna Pávlovna le había solicitado que escribiera para su amigo y en la que el joven conde Bezújov le decía a Bolkonski que el portador de esa carta era un joven extraordinariamente agradable, Bolkonski, ya halagado con que se dirigieran a él para solicitar protección, había prestado atención al joven Borís y ese joven le había gustado excepcionalmente. Además, para el príncipe Andréi el papel que le resultaba más grato en sus relaciones con la gente era el papel de protector de muchachos jóvenes y simpáticos que se admirarían de él. Esa era precisamente su relación con el propio Pierre y así se había establecido ahora también con Borís. Con su innato tacto Borís había conseguido en el primer encuentro con el príncipe Andréi hacerle entender que estaba dispuesto a admirarse de él. Visitaba ahora a Borís para descansar antes de su partida al Estado Mayor y para comentarle, tal como le había prometido, que daría los pasos necesarios para conseguir su traslado al cuartel general. Al entrar en la habitación y ver al húsar que se sentaba frente a la mesa contando con ardor sus hazañas bélicas a los novatos de la guardia («seguramente son embustes», pensó el príncipe Andréi, que ya había oído cientos de veces tales relatos), el príncipe Andréi frunció el ceño, entornó los ojos e, inclinándose ligeramente, se sentó en el diván pesada y perezosamente. Le era desagradable haber caído en tan mala compañía. A pesar de que Borís le llamaba conde Rostov, no cambió ni su opinión sobre él ni el gesto de desprecio.

—Vamos, continúe —dijo él con un tono, ante el que era imposible continuar. A pesar del desagradable y burlón tono del príncipe Andréi, a pesar del desprecio que en general sentía Rostov, desde su punto de vista de soldado, hacia todos esos ayudantes de campo del Estado Mayor, entre los que evidentemente se contaba el que había entrado, Rostov se sintió confuso y no pudo continuar. Enrojeció, se volvió y guardó silencio y no pudo evitar seguir con atención todos los movimientos y las expresiones del rostro de ese hombre pequeño, cansado, débil y perezoso, que dejaba escapar las palabras entre los dientes, como si le hiciera un favor a aquel con el que hablaba. Ese hombre le interesaba, le turbaba y le despertaba un involuntario respeto. Rostov enrojeció y reflexionaba en silencio mirando al que había entrado. Berg le escuchaba humillándose hasta lo inconveniente. Borís, como una inteligente anfitriona, intentaba introducir a ambos en una conversación común. Preguntó acerca de las novedades y si no era indiscreción acerca de lo que se había oído sobre cuáles eran los planes de futuro.

—Probablemente seguiremos adelante —respondió Bolkonski, evidenciando no querer decir nada más ante extraños.

Berg aprovechó la ocasión para preguntar con especial delicadeza si se iba a dar, como se había oído, el doble de forraje a los jefes de compañía. A esto el príncipe Andréi respondió con una sonrisa que él no podía juzgar sobre asuntos de estado de tamaña importancia, y Berg se echó a reír alegremente.

—Sobre su asunto —se dirigió el príncipe Andréi a Borís—, hablaremos después. —Y miró a Rostov como si con esto le diera a entender que estaba de más. Rostov se sonrojó, sin decir nada. Bolkonski continuó—: Venga a verme después de pasar revista, y haremos todo lo que podamos.

Y para decir finalmente algo antes de irse, se volvió a Rostov sin dignarse a advertir que a este el estado de invencible confusión infantil se le iba transformando en cólera, dijo:

—Me parece que narraba la batalla de Schengraben. ¿Estuvo usted allí?

—Estuve allí —dijo con furia Rostov como si quisiera de este modo ofender al ayudante de campo.

Bolkonski advirtió el estado de ánimo del húsar y le pareció divertido. Sonrió ligeramente con desprecio.

—Sí, ahora se cuentan muchas historias de esa batalla.

—¡Sí, historias! —dijo muy alto Rostov, fijando de pronto en Bolkonski una mirada furibunda—. Sí, muchas historias, pero nuestras historias, son las de los que estuvieron en medio del fuego enemigo, nuestras historias tienen un peso del que carecen las historias de los jovenzuelos del Estado Mayor, que reciben premios sin hacer nada.

—A los cuales supone usted que yo pertenezco —dijo el príncipe Andréi con tranquilidad y sonriendo alegremente.

Un terrible sentimiento de rabia y a la vez de respeto hacia la tranquilidad de esa figura se mezclaban en ese instante en el alma de Rostov.

—Yo no hablo de usted —dijo él—, no le conozco y admito que no deseo conocerle. Hablo en general del Estado Mayor.

—Pues yo le diré —le interrumpió con tranquila autoridad en la voz el príncipe Andréi— que usted puede que quiera ofenderme y estoy dispuesto en acordar con usted que es fácil hacerlo si no tiene suficiente respeto por su persona; pero estará de acuerdo conmigo en que no es el lugar ni el momento adecuados para esto. Dentro de unos días todos nos veremos inmersos en un gran duelo más importante y además de eso, Drubetskoi, que dice ser un viejo amigo suyo, no tiene la culpa de que mi fisonomía tuviera la mala suerte de no gustarle. Por lo demás —dijo él levantándose—, conoce usted mi apellido y sabe dónde encontrarme; pero no olvide —añadió él— que yo no me considero ofendido ni creo que usted lo haya sido y mi consejo como persona de mayor edad es dejar este asunto sin mayores consecuencias. Así que le espero el viernes después de la revista, Borís, hasta la vista —dijo y salió.

Rostov se dio cuenta de lo que le debía haber dicho solo cuando él ya había salido. Borís supo que cuanto más le pidiera a Rostov que dejara ese asunto como estaba, más se obcecaría él, por lo tanto no dijo ni una sola palabra a favor del que se acababa de marchar. Rostov también calló y media hora después mandó que le trajeran su caballo y partió. Se fue con la duda de si Borís dejaba de ser su amigo o si debía acostumbrarse a que ya se habían alejado el uno del otro para siempre. Su otra duda consistía en si debía ir al día siguiente al cuartel general y retar a ese amanerado ayudante de campo o dejarlo como estaba. Pensando con rabia en con qué placer pondría contra las cuerdas a ese hombre pequeño, débil y orgulloso, sintió con asombro que de entre todas las personas a las que conocía, no haría a ninguno su amigo con tanta alegría.

V

A
L
día siguiente del encuentro de Borís y Rostov fue la revista de los ejércitos austríaco y ruso, tanto los de refresco que acababan de llegar de Rusia como aquellos que ya volvían de la campaña con Kutúzov. Ambos emperadores, el ruso con el tsesarévich y el austríaco con el archiduque, pasaron revista a la unión de los dos ejércitos, que sumaban ochenta mil hombres.

Desde el amanecer comenzaron a moverse los ejércitos gallardamente aseados y vestidos ocupando un lugar protegido. Miles de piernas y de bayonetas con las banderas desplegadas y deteniéndose ante las órdenes de los oficiales iban formando y guardando las distancias, dejando pasar a otros grupos de infantería con diferentes uniformes. Sonaba el rítmico trote y el tintineo de los sables de la elegante caballería vestida con sus uniformes bordados azules, rojos, verdes, llevando músicos con bordadas indumentarias por delante, sobre caballos negros, alazanes y bayos. Extendiéndose con su sonido metálico temblando sobre las cureñas, los cañones limpios y brillantes con su olor a atacador, arrastrándose entre la infantería y la caballería iba la artillería situándose en los lugares designados. No solamente los generales con los uniformes de gran gala, con las gruesas o delgadas cinturas ceñidas hasta lo imposible y enrojeciendo por los cuellos abrochados con las bandas y todas las condecoraciones, no solo los oficiales bien peinados y emperifollados, sino cada soldado con el rostro fresco, recién afeitado y lavado y con el equipo lo más reluciente posible, cada caballo tan bien cuidado que la piel brillaba como raso en el cuello y las crines mojadas peinadas pelo a pelo; todos percibían que estaba sucediendo algo serio, solemne e importante. Cada general y soldado se sentía como un grano de arena en ese mar de personas, sentía su insignificancia como individuo y a la vez experimentaba una orgullosa impresión de su fuerza y magnitud perteneciendo a esa masa con la que se hacía una indivisible unión.

Desde el amanecer y hasta las diez de la mañana continuaron los intensivos desvelos y los esfuerzos, y finalmente todo llegó a estar en el adecuado orden.

En el enorme campo se distribuyen las filas y solo se ven las formaciones precisamente alineadas y limpias reluciendo con el blanco de sus uniformes de la artillería, caballería, la guardia, el ejército de Kutúzov que destaca por su informalidad belicosa, y la guardia austríaca con sus generales de blanco.

Un emocionado murmullo pasó, como el viento entre las hojas de los árboles, y desde todas partes resonaron los sonidos de la marcha general. Como si el mismo ejército se alegrara al encontrarse con el zar y emitiera esos sonidos festivos, como si no fuera el viento el que agitara esta importante desmandada que se vislumbraba en mitad de los batallones, sino que el propio ejército expresara su alegría ante la llegada de los emperadores con este leve movimiento. Se escuchó una voz, después, con el canto del gallo al alba, se repitieron otras voces desde diferentes lados. El ejército presentó armas y cayó el silencio. En el silencio sepulcral solo se escuchaba el sonido de los cascos del centenar de caballos del séquito de los emperadores. Después solo la cariñosa voz del emperador Alejandro. Y el ejército emitió un grito de alegría tan terrible, prolongado y ensordecedor, que los propios soldados se asustaron de esa fuerza y de esa masa de la que formaban parte.

Rostov estaba en su puesto en las tropas de Kutúzov y experimentaba la misma sensación que experimentaban cada uno de los miembros de ese ejército, la sensación de olvido de sí mismo, de fuerza, de inhumano y orgulloso sentimiento de poder y terrible atracción hacia aquello que era causa de ese júbilo.

Sentía que de una palabra que dijera este hombre dependía que toda esa muchedumbre (y él con ella, como un insignificante grano de arena) se arrojara al fuego o al agua, al crimen o a la muerte, por eso se estremecía y aguardaba ante esa palabra que se avecinaba.

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! —resonaba de todas partes, y ante el armónico y ensordecedor sonido de esas voces en medio de las inmóviles y como petrificadas en sus cuadros masas del ejército, marchaban negligentemente, sin simetría y lo que es más importante, moviéndose con libertad, y el centenar de jinetes del séquito y delante de ellos, dos hombres, los emperadores. En ellos estaba absolutamente fija la atención de esa masa de gente.

El hermoso y joven zar Alejandro con un uniforme de la guardia montada, con un tricornio, con su agradable rostro y su audible pero templada voz, atraía toda la atención.

Era la primera vez que Rostov veía al zar. Quedó cautivado por el sencillo encanto de su apariencia en relación con su alto estatus.

Deteniéndose ante el regimiento de Pavlograd el zar le dijo algo en francés al emperador austríaco y sonrió.

Al ver esa leve sonrisa, Rostov sintió que en ese momento amaba al emperador más que a nadie en el mundo. No sabía el porqué, pero así era. El emperador llamó al comandante alemán del regimiento Usach y le dijo unas palabras. Rostov le envidió con toda su alma.

El emperador se dirigió a los oficiales:

—Señores —cada palabra le sonó a Rostov como música celestial—, les doy las gracias de todo corazón. —(¡Qué feliz hubiera sido Rostov si hubiera podido entonces morir por su zar!)—. Han recibido las insignias de San Jorge y serán dignos de ello.

El zar aún dijo algo más que Rostov no alcanzó a oír y los soldados, con toda la fuerza de sus pulmones de húsar, gritaron «¡Hurra!».

Rostov gritó también inclinándose en la silla para darse fuerzas deseando hacerse daño con ese grito, pero solo para expresar todo su entusiasmo por su soberano.

El zar se detuvo unos segundos como indeciso.

«¿Cómo puede estar indeciso el zar?», pensó Rostov y esa indecisión le pareció aún más majestuosa. Pero la indecisión no duró más que un instante. El pie del zar con la ceñida y afilada espuela tocó el costado de la hermosa yegua inglesa que montaba, la mano del zar enguantada en blanco tiró de las riendas y arrastrado se ocultó en el desordenado pero encantador ondulante mar de sus ayudantes.

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