Read Graceling Online

Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (34 page)

BOOK: Graceling
5.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Te esperaba —comentó Katsa—. Estaban colocados así porque te esperaban. —Po asintió con la cabeza e hizo un gesto de dolor—. Cuéntanoslo más tarde, Po. Ahora descansa. —Es rápido de contar —argumentó el príncipe—. Finalmente, llegué a la conclusión de que la única opción que había era disparar a un guardia y derribarlo, y así lo hice. Pero en el mismo instante en que cayó, el rey saltó para cubrirse, claro. Volví a disparar y la flecha le rozó el cuello, pero apenas fue un rasguño. Era un trabajo perfecto para ti, Katsa. Tú le habrías acertado de lleno, pero yo no lo logré.

—En fin... —replicó la joven.

Para empezar, yo no lo habría localizado nunca. Y de haberlo encontrado, no lo habría matado, como bien sabes. No era el trabajo adecuado para ninguno de los dos.

—Tras mi intento fallido, la guardia del círculo interior se lanzó en mi persecución, desde luego. Y después, la guardia del círculo exterior y también los soldados, una vez que se dio la alarma. Fue... un baño de sangre. Debo de haber matado a una docena de hombres, y conseguí escapar por poco. Después enfilé hacia el norte para que perdieran el rastro. —Hizo una pausa y cerró los ojos, pero los abrió enseguida, y, mirando a Katsa un tanto ido, añadió—: Leck cuenta con un arquero que es casi tan bueno como tú. Ya viste lo que le hizo al caballo.

Y te habría hecho lo mismo a ti de no haber sido por tu habilidad recién descubierta de percibir las flechas cuando vuelan hacia ti.

Po esbozó una sonrisa y después miró a Gramilla con los ojos entrecerrados.

—Has empezado a confiar en mí —dijo.

—Intentaste matar al rey —se limitó a contestar la niña. —Muy bien, basta ya de charla —intervino Katsa.

La joven volvió junto a los rescoldos de la fogata y los apagó. De nuevo empujaron a Po entre las dos para subirlo a la silla, y Katsa los ató a ambos al caballo. Y mentalmente, una y otra vez, previno a Po, le imploró que dejara de anunciar a los cuatro vientos cada cosa —por pequeña que fuera— que su gracia le revelaba.

Cuando se hizo de día, avanzaron más deprisa, pero el movimiento sobre la montura le resultaba doloroso al lenita. Pese a ello, no se quejó en ningún momento por el trote del caballo, pero respiraba agitado y, en la mirada, se le reflejaban tanto el dolor como el miedo, que Katsa supo identificar con facilidad. Y también le descubrió ese mismo dolor plasmado en el semblante y en los agarrotados músculos de brazos y cuello cada vez que le curaba la herida del hombro.

—¿Qué te duele más, Po, el hombro o la cabeza? —le preguntó por la mañana temprano.

—La cabeza.

Una persona con dolor de cabeza no debería montar a caballo, porque el paso del animal le repercutiría en el cráneo como un golpeteo continuo. Pero ir a pie quedaba descartado, puesto que Po no tenía equilibrio, estaba mareado y con náuseas continuamente; y no dejaba de frotarse los ojos porque notaba molestias. Por lo menos la hemorragia del hombro se había reducido a un hilillo, y conversar no le causaba ya confusión; por fin pareció concienciarse de que tenía que ocultar su gracia ante Gramilla.

—No vamos todo lo deprisa que deberíamos —dijo varias veces ese día.

Katsa también se sentía frustrada por el paso que llevaban, pero hasta que él no estuviera mejor del golpe en la cabeza, era imposible hacer correr al caballo por las colinas rocosas.

Gramilla resultó ser de más ayuda de lo que Katsa habría imaginado. Era como si la chiquilla hubiera tomado a su cargo a Po, pues cada vez que hacían una parada lo ayudaba a sentarse en una piedra y le llevaba comida y agua; y cuando Katsa regresaba, después de haber ido a cazar un conejo, la encontraba curándole el hombro y poniéndole un vendaje limpio. La joven se acostumbró a ver a Po caminar bamboleándose junto a su pequeña prima, apoyando una mano en el hombro de la niña.

Al ponerse el sol, Katsa sintió la fatiga de los últimos días y las noches pasadas sin dormir; al menos, Po y Gramilla dormitaban a lomos del caballo. Si Po descansaba un rato, quizá cuando se despertara podría hacer algo parecido a una guardia, para que ella durmiera un rato.

Además, el caballo también necesitaba descansar. Viajando al paso que iban no podrían detenerse toda la noche, pero sí unas pocas horas. A lo mejor era posible disfrutar de un poco de reposo.

Brillaba una pálida luz de luna cuando Po se despertó. Entonces llamó a Katsa para que se le acercara y la condujo hacia una hoyada rodeada por un círculo de rocas que ocultarían la luz de la fogata.

—Vamos muy despacio —repitió una vez más. Katsa se encogió de hombros, ya que no podían hacer nada para remediarlo.

Despertó a Gramilla, la desató del caballo y la ayudó a desmontar. Po bajó sin ayuda, pero con mucho cuidado.

—Katsa —dijo—. Ven aquí, mi querida Katsa.

Le tendió las manos y la joven se le aproximó y dejó que la abrazara. El hombro herido estaba rígido y sin reflejos, pero el brazo sano era fuerte y cálido; la estrechó con fuerza mientras ella lo sostenía para que no perdiera el equilibrio, y le apoyaba la cara en el hueco del cuello; suspiró muy hondo. Estaba tan cansada y él se encontraba tan mal... No avanzaban tan deprisa como debían, pero al menos se consolaban abrazándose, y ella notó la calidez del cuerpo del lenita contra la mejilla.

—Hay que hacer una cosa y no te va a gustar nada —murmuró Po.

—¿El qué?

—Tenéis... Tenéis que iros sin mí.

—¿Qué?

Se apartó de él con brusquedad, y Po se tambaleó, pero se agarró al caballo para sujetarse. Katsa le asestó una mirada feroz y, hecha una furia, fue en pos de Gramilla, que recogía leña para la lumbre. ¡Que se las arreglara solo! Que fuera por sí mismo hasta la fogata, ya que llegaba a esas conclusiones tan absurdas. Pero él no se movió, sino que se quedó junto al caballo con el brazo ceñido al lomo del animal, esperando que alguien lo ayudara. A Katsa se le anegaron los ojos en lágrimas al verlo tan desvalido, tan indefenso. Así que regresó junto a él.

Perdóname.

Le ofreció el hombro para que se apoyara y lo condujo por el rocoso terreno hasta el lugar donde encenderían la fogata. Lo ayudó a sentarse y se acuclilló delante de él. Le tocó la cara; la frente le ardía, y su entrecortada respiración le reveló a Katsa el dolor que sentía.

—Katsa, mírame. Ni siquiera soy capaz de andar. En estos momentos lo más importante es la velocidad, y yo os estoy retrasando. Sólo soy un estorbo.

—Eso no es cierto. Necesitamos tu gracia.

—Puedo decirte que os buscan y te aseguro que os seguirán buscando mientras sigáis en Monmar; también puedo decirte de antemano que lo más probable es que den con el rastro, y te adelanto que tendréis al rey pisándoos los talones una vez que lo hayan encontrado. No me necesitáis, pues, para que os repita lo mismo una y otra vez.

—Pero te necesito para mantener clara la mente.

—Eso no me es posible. El único modo de que lo consigas es que huyas de quienes te confundirán. Escapar es la única esperanza para la niña.

En ese momento Gramilla se les acercó con una brazada de leña.

—Gracias, princesa —le dijo Katsa—. Toma, lleva el conejo que he cazado; yo encenderé la lumbre.

Pensaría en la fogata y no prestaría atención a Po.

—Si os marcháis sin mí cabalgaréis deprisa —dijo el príncipe—; mucho más rápido que una tropa de soldados.

Katsa no le hizo caso. Apiló las ramitas y se concentró en la llama que empezaba a arderle entre las manos.

—El rey nos alcanzará, Katsa, si seguimos a este ritmo. Y no podrás defendernos de él a ninguno de los dos.

La joven echó más ramitas al fuego y sopló con suavidad para avivar las llamas. A continuación, hizo un montón de ramas más gruesas sobre las otras.

—Tenéis que iros sin mí —insistió Po—. En caso contrario, pondrás en peligro la seguridad de Gramilla.

Katsa se incorporó como impulsada por un resorte, acalorada, con los puños apretados, dando ya de lado toda pretensión de aparentar tranquilidad.

—Y pongo en peligro la tuya si te dejo solo. No voy a abandonarte en esta montaña para que te busques la comida, te prepares un refugio y te defiendas cuando Leck aparezca por aquí si ni siquiera eres capaz de caminar, Po. ¿Cómo vas a huir de los soldados? ¿A gatas tal vez? Dentro de poco habrás mejorado del golpe en la cabeza, recobrarás el equilibrio e iremos más deprisa.

Él la observó con los ojos entrecerrados y suspiró. Se miró las manos y les dio vueltas a los anillos en los dedos.

—Creo que aún tardaré un tiempo en recobrar el equilibrio —musitó, y Katsa le notó algo en la voz que la obligó a callarse.

—¿A qué te refieres?

—No importa, Katsa. Aun en el caso de que mañana despertara completamente curado, tendríais que dejarme atrás. Sólo disponemos de un caballo, y a menos que Gramilla y tú cabalguéis a galope tendido en ese caballo, os alcanzarán.

—No voy a abandonarte aquí.

—Katsa. En este asunto no contamos ni tú ni yo, sino Gramilla.

La joven se sentó de forma brusca, como un fardo, como si no tuviera fuerza en las piernas. Porque era cierto que quien contaba era Gramilla. Se habían arriesgado mucho por la princesa, y ella era ahora la única esperanza para la niña. Tragó saliva y, merced a un gran esfuerzo, adoptó un gesto inexpresivo, porque la pequeña no debía darse cuenta de lo mucho que le dolía anteponer su seguridad a la de Po. Como percibió que estaba a punto de echarse a llorar, respiró de forma regular y no quiso mirar a Po.

—Había pensado dormir algunas horas —dijo la joven.

—Sí, duerme un poco, amor mío.

Katsa habría preferido que su voz no sonara tan dulce ni tan cariñosa. Se envolvió en una manta, se acostó junto a la fogata, de espaldas a Po y se ordenó quedarse dormida. Una lágrima le resbaló por el puente de la nariz y se le deslizó hasta la oreja, pero se conminó de nuevo a conciliar el sueño. Y se durmió.

Cuando despertó, Gramilla dormía en el suelo a su lado y Po estaba sentado en una piedra, delante de la lumbre crepitante, contemplándose las manos. Katsa fue a sentarse con él. La carne estaba cocinada, y la joven comió con gratitud porque así no tendría que hablar, y si hablaba sabía que acabaría llorando.

—Podríamos conseguir otro caballo —logró articular al fin mientras contemplaba fijamente las llamas e intentaba no mirar las chapetas que se le marcaban a Po en las mejillas.

—¿Aquí, al pie de la cordillera, Katsa? Claro que no habría otro caballo. —Y aunque consiguiéramos uno, pasaría mucho tiempo antes de que estuviera en condiciones de cabalgar lo bastante deprisa, porque el golpe de la cabeza no se me curará mientras vaya dando botes sobre un caballo. Que me dejes aquí también es la mejor solución para mí, Katsa; me recuperaré antes.

—¿Y cómo vas a defenderte ? ¿Cómo vas a conseguir comida?

—Me esconderé. Mañana a primera hora encontraremos un sitio donde esconderme. Venga, Katsa, sabes que me ocultaré mejor que cualquier persona que conozcas o de la que hayas oído hablar. —La joven notó por el tono que Po sonreía—. Ven, mi gata montesa. Ven aquí.

No pudo contener más las lágrimas porque abandonarían a Po para que se defendiera, se escondiera y se mantuviera con vida por sí solo, aunque ni siquiera era capaz de caminar sin ayuda. Se arrodilló delante de él para que la estrechara contra sí y la acunara con el brazo sano. Katsa lloró con su cara pegada al hombro de él, como una criatura. Se sentía avergonzada porque tan sólo se trataba de una despedida y, en cambio, Gramilla no lloró así ni siquiera por la muerte de su madre.

—No te avergüences —susurró Po—. Tu tristeza es preciada para mí, pero no tengas miedo. No moriré, Katsa. No moriré y volveremos a estar juntos.

Al despertar Gramilla, Katsa ya estaba empaquetando las pertenencias de ambas. La niña la miró a la cara un momento y después desvió la vista hacia Po, que contemplaba con fijeza la fogata.

—Vamos a dejarte, pues —dijo, y Po asintió con la cabeza—. ¿Aquí?

—No, prima. Cuando amanezca buscaremos un sitio donde esconderme.

Gramilla dio una patada al suelo, se cruzó de brazos y observó a Po.

—¿Y qué harás en tu escondrijo?

—Ocultarme y recobrar las fuerzas.

—¿Y cuando estés fuerte de nuevo?

—Me reuniré con vosotras en Lenidia, o dondequiera que estéis, y planearemos la muerte del rey Leck.

La niña siguió observándolo con intensidad un momento más y después también ella asintió con la cabeza.

—Te estaremos esperando, primo.

Katsa les echó una ojeada y observó el atisbo de sonrisa de Po al oír lo que decía la niña. Gramilla se dio media vuelta y se acercó a Katsa para ayudarla con las medicinas.

La chiquilla daba diente con diente cuando se arrodilló al lado de la joven. No tenía chaqueta ni capa, y la manta que llevaba echada encima durante los desplazamientos estaba raída. Tiritando, trasladó los bultos hasta el caballo y le llevó agua a Po.

«¿Por qué no habré guardado las pieles de los conejos que he cazado?», se reprochó Katsa.

Tendría que hacer algo, o encontrar alguna cosa de más abrigo para la niña. Era responsable de la protección y la seguridad de la pequeña, y debía pensar en todo. Se imponía que la custodia de Gramilla fuera merecedora del sacrificio de Po.

Capítulo 28

B
ajo la luz rosada del amanecer, toparon con una pequeña choza que poco podía ofrecer excepto cobijo; estaba abandonada y quizás en otros tiempos había sido la guarida de un ermitaño monmardo. Se encontraba en una hondonada más poblada de hierba que de piedras, en la que crecían un par de árboles y un rodal de malas hierbas que daba la impresión de que antaño había sido un huerto o un jardín. Las contraventanas estaban rotas y el hogar era rústico; una capa de polvo cubría el tosco suelo de madera, así como la mesa, la cama y un armario pequeño que se apoyaba sobre tres patas, ladeado, y con la puerta pandeada, abierta y colgante.

—Aquí es donde me esconderé —determinó Po.

—Este es un sitio para vivir, Po, pero no para esconderse. Es demasiado evidente —argumentó Katsa—; nadie pasará de largo.

—Pero podría quedarme aquí, Katsa, y ocultarme en algún lugar que haya cerca si los oigo venir. ¿Qué tipo de escondrijo habría percibido en las inmediaciones?

—Po...

—Me gustaría saber si hay algún estanque cerca —dijo él—. Señoras, vengan conmigo, por favor. Estoy seguro de haber oído correr agua.

BOOK: Graceling
5.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Matter of Destiny by Bonnie Drury
Comstock Cross Fire by Gary Franklin
The Blood Spilt by Åsa Larsson
The Bell Ringers by Henry Porter