La vampira sí se siente intranquila. Le habría gustado acudir a un hospital, pero no puede. «¡Que se joda!», piensa Violeta mientras prepara los utensilios: guantes, toallas, tijeras, todo lo que la no-muerta le ordenó que comprara días atrás.
«¡Va a abrir la puerta blindada! ¡Por fin veré lo que hay dentro!»
Eso es lo único que le hace ilusión ahora.
Ana introduce la clave numérica y abre la puerta. A continuación se tumba en la cama. Sobre ella ha puesto un gigantesco hule y varias toallas. Tiene muchos dolores, pero siente que el parto será distinto al de Mariana.
—Darky, ¿dónde estás? ¡El bebé ya está aquí! —grita desde la cama, desesperada.
—Ya voy.
Pero, antes de ir se dirige a la puerta de la calle y la abre. No mucho, lo justo para que Darío entre. Después pone un papel doblado para evitar que se cierre.
Violeta entra al fin en la habitación secreta y ve lo que hay en su interior. Ana está demasiado preocupada por el bebé para darse cuenta del brillo de su mirada. La joven observa los objetos, parece una habitación corriente. En ella hay otra puerta que conduce a un baño de grandes dimensiones. Pero Violeta se fija bien; no todo es tan normal: en una esquina hay una gran vitrina de cristal y dentro de ella, una momia.
Es la momia de una niña, o eso parece. Está mal conservada y no se distingue bien, pero su tamaño no es muy grande y está vestida con ropa de cría. Además, tiene un lazo en la cabeza, sujetando los cuatro pelos que le quedan. Le fascina, pero le repugna al mismo tiempo.
«¡Qué asco! —piensa Violeta—. A saber quién será y por qué la guarda aquí. Ana está más loca de lo que parecía.»
—¡Darky, ayúdame! —grita Ana—. ¡No puedo más!
Violeta se dirige hacia la cama y se pone los guantes. Tiene que extraer el bebé como sea. De lo contrario, Ana conservará su fuerza. ¿Y Darío dónde está? Tiene que estar a punto de llegar.
«¿Adónde irá esta vez? —se pregunta Alejo— ¡Espero que no se trate de otra visitita al cementerio!»
Después, tira a una papelera su gofre a medio mordisquear. No hay cosa que más deteste que hacer tiempo, y últimamente le ha dado por comer durante las esperas.
«Lleva un maletín de cura, parece un exorcista», piensa mientras desciende las escaleras del metro sin perderlo de vista un segundo.
A estas alturas ya debería de haberse acostumbrado a su aspecto, pero no es así. Darío le sigue produciendo escalofríos y hoy, en especial, parece distinto. Mucho más serio y decidido. Su mirada tiene un brillo extraño que no sabe interpretar.
Alejo ignora que su ex novia ha muerto. Ha seguido a Darío siempre que le ha sido posible, pero se le han escapado algunos momentos. «No soy Dios. No puedo estar en todas partes y siempre pendiente de lo que hace», se justifica.
El gótico está a punto de volverse y Alejo se oculta detrás de un periódico gratuito que alguien ha abandonado sobre una de las papeleras del metro. Aunque se hubiera girado, Darío no le habría reconocido: su aspecto es desaliñado y ha perdido varios kilos. Hace días que no se afeita. «¿Para qué? Ya no tengo que ir a trabajar», se dice.
Su única prioridad es encontrar a Ana. Quiere que ella le diga a la cara lo que ya es más que evidente: que pasa de él. Es así de masoquista o está así de «enganchado», como Violeta a causa de su
sed eterna.
No se puede practicar sexo con una no-muerta y pretender que nada ha cambiado. Su vida ha dado un giro de 180 grados y sería capaz de ofrecer un brazo por volver a estar con ella.
Darío asoma por la puerta cuando el niño acaba de nacer. Ana se encuentra exhausta, pero feliz. Por suerte, parece que todo ha ido bien. Se siente débil y le pide a Violeta que le traiga sangre, pero la joven no obedece, se limita a sonreír de manera enigmática, como si guardara un as debajo de la manga. Acto seguido le quita el niño, lo envuelve en la mantita y lo coloca en el canastillo. La no-muerta observa la escena con estupor, sin poder hacer nada.
—¡Devuélvemelo! —grita con furia.
—Gritar es todo lo que puedes hacer, ¿verdad?
Su tono es burlón, quizá le ha perdido el miedo.
Entonces es consciente de que pretende matarla de hambre, de
sed.
En ese instante Darío entra en la habitación secreta y Ana se da cuenta de su plan, pero sigue sin poder moverse. Oye llorar al pequeño en la lejanía.
—¡El niño me necesita!
—Yo también necesitaba a mi hermana —afirma Darío dando un paso al frente—, pero tú la mataste.
Violeta se oculta detrás de él. Ana la ve sonreír. Parece divertida con la situación.
—Yo no he matado a tu hermana.
Ana acaba de recuperar sus capacidades vampíricas. Ahora sabe a quién se refiere. Sin embargo, continúa demasiado débil para moverse. Es consciente que a menos que ingiera sangre, no podrá abandonar esa cama.
—Soy culpable de otras muchas muertes, pero no de ésa —le explica.
—Yo estaba allí y lo vi todo.
—¿Por qué habría de mentirte en eso? Darky sabe que no fui. ¿Verdad, cariño?
Aunque se esconda detrás de Darío, la no-muerta ha leído su pensamiento. La joven duda, pues aún existe un vínculo invisible y sutil entre ellas.
—¡No la escuches! Sólo quiere manipularte. Pronto volverás a ser libre.
—Darky, querida, dile que no crees que fui yo quien mató a Silvia —dice Ana dirigiéndose a la joven.
Violeta calla.
Se hace un silencio que sólo se ve interrumpido por el llanto del niño, que reclama la presencia de su madre.
—Ya te lo dije, no creo que ella matara a tu hermana, ni tampoco a Mystica. No es su estilo —confirma Violeta—, pero la odio por lo que me ha hecho.
—¡Me da igual si fuiste tú o no! Terminemos con esto de una vez.
Darío abre su maletín y extrae una estaca de hierro y una maza.
—Darky, necesito tu ayuda. Sujétale la cabeza mientras yo la ato. No quiero sorpresas desagradables.
Ana intenta moverse, pero no puede. Siente como si el peso de un yunque la aplastara contra la cama. Se revuelve mientras Violeta intenta inmovilizar su cabeza. Entre tanto, Darío ha sacado unas cuerdas y comienza a atar sus manos al cabecero de la cama. Después sigue con los pies. Ana grita, blasfema y patalea, pero de nada le sirve.
Cuando la no-muerta está inmovilizada, Darío toma la estaca y la coloca sobre su pecho. Ha traído una de hierro porque ha leído que para poder atravesar el corazón tiene que romper antes la caja torácica, y eso no es sencillo. Le tiembla el pulso y oírla chillar lo pone aún más nervioso.
—¡Tápale la boca con algo!
Violeta obedece y coloca un trapo en la boca de la no-muerta.
«El corazón es la fuente de la vida y sin él no puede existir eternidad», se dice Darío antes de dejar caer la maza. Violeta observa la escena, satisfecha; con cada golpe se siente mejor, un poco más libre. Mientras tanto, el niño continúa llorando.
Una vez, otra y otra. A cada golpe Darío consigue introducir la estaca un poco más. Analisa ya no respira. No ha podido ganar esta batalla.
Pero el joven quiere más. No se conforma con haberle atravesado el corazón con una estaca de hierro. Desea asegurarse de que Ana jamás volverá a caminar entre los vivos, así que se dirige a su maletín, extrae un hacha y de varios golpes le corta la cabeza.
—Ahora hay que quemarla. ¿Lo tienes todo preparado?
—Sí. Bajemos al sótano. Allí están el cubo y la gasolina.
Darío agarra la cabeza por el pelo. Aún chorrea sangre.
—Vamos, después haremos lo mismo con el niño.
Alejo está intranquilo. Ha escuchado gritar a una mujer y no sabe qué hacer. Observa el edificio una vez más. Parece una casa normal, pero los alaridos que salen de ella no lo son.
«¿Entro o no entro?», se pregunta.
Después de un rato, los gritos cesan, pero algo le dice que debería entrar. No sería difícil hacerlo, si quisiera. Darío ha penetrado con tanta precipitación que ha olvidado cerrar bien la puerta. «Sólo tendría que empujarla», se dice.
Alejo se acerca un poco a la puerta y permanece a la escucha. Ahora no se oyen gritos, sólo el llanto desesperado de un bebé. «Aquí pasa algo raro», piensa antes de empujar la puerta con el brazo. Se dispone a entrar.
El aspirante a escritor registra la casa con sigilo. Absoluta normalidad. «Vaya casa —piensa—. ¡Vaya nivel! ¿Quién vivirá aquí?» Busca al niño guiándose por su llanto y llega a la habitación secreta.
Alejo se queda horrorizado. Hay sangre por todas partes. ¡Menuda carnicería! El joven siente náuseas al ver el cuerpo decapitado de una mujer sobre la cama. Se gira para no tener que hacerlo, le han entrado arcadas. Al fondo, la momia de una niña parece observarle con ojos desafiantes.
—¡Joder, joder, joder! ¿Qué es todo esto?
Se arrepiente de haber entrado y aunque no quiere mirar, es incapaz de apartar los ojos del cadáver que yace sobre la cama. Entonces se fija en sus manos, en sus uñas largas y cuidadas y en sus anillos. Esos anillos... ¡son los de Ana! Y de repente lo comprende todo.
—Darío, ¿qué le has hecho? ¿Por qué?
Atónito, observa cómo el cuerpo empieza a consumirse, a arrugarse, a descomponerse ante sus ojos hasta transformarse en polvo y huesos. Alejo no da crédito a lo que ve. Durante unos segundos es incapaz de reaccionar, de moverse, de escuchar el llanto del bebé, pero de pronto éste se hace mucho más fuerte y lastimero, lo que le obliga a acercarse al canastillo.
—«No puedo dejarlo aquí —se dice—. Darío está loco y puede regresar en cualquier momento.»
Alejo no lo piensa más: coge el canastillo y se aleja de la casa a toda velocidad.
«La presencia de un bebé lo cambia todo. Quien diga lo contrario, miente o es un inconsciente», piensa Alejo mientras se dirige hacia el hospital. Y, en su caso, pese a las extrañas circunstancias en las que halló al pequeño Fabián, su vida se ha modificado de manera positiva. Le gusta sentir su respiración en la oreja, su olor, el tacto de sus deditos cuando le agarra del pulgar y la sonrisa que le regala cada vez que se acerca a su cuna. Nunca había pensado en ser padre, pero si alguien le hubiera ofrecido la opción de borrar los acontecimientos acaecidos en los últimos meses, no la habría aceptado. Este niño es su hijo, y no sólo por el evidente parecido físico que existe entre ambos, sino porque ahora por fin tiene los papeles que lo acreditan.
Para Alejo fue una suerte contar con la ayuda de su tío Marcial. Parece que ser sobrino de un ex policía es una garantía de credibilidad. También ayudó la pequeña mentira de la que se sirvió. Ni siquiera su tío, que es de toda confianza, sabe lo que ocurrió. ¿Cómo iba a darle crédito alguien en su sano juicio?
Cuando abandonó la casa de Ana estaba desesperado. No sólo había perdido a la mujer a la que amaba —si es que a ella se la podía denominar «mujer»—, sino que sin saber cómo se había encontrado con un bebé entre los brazos. No podía ir a la policía. De haberlo hecho, se habría visto involucrado en una historia turbia y misteriosa de la que apenas empezaba a intuir los primeros retazos. Lo habrían acusado de un crimen que no había cometido, o de secuestro.
Por otra parte, sabía que Darío y su cómplice —con el tiempo había llegado al convencimiento de que en la casa había alguien más ese día— no denunciarían la desaparición del bebé ni acudirían a las autoridades bajo circunstancia alguna. ¿Cómo iban a hacerlo? Estaban atados de pies y manos, igual que él.
De momento no ha aparecido ninguna noticia rara en la prensa, por lo que deduce que Darío y su cómplice huyeron de la casa después de terminar su macabra misión, dejándolo todo cerrado a cal y canto. Pese a ello, el joven tiembla cada vez que abre la sección de sucesos del periódico.
La historia que contó era más sencilla y, sobre todo, mucho más creíble. Según la versión que ofreció, alguien había abandonado al pequeño en la puerta de su casa y, aunque no sabía de quién podría tratarse, pensaba que tal vez él era el padre del niño, así que estaba dispuesto a salir de dudas haciéndose las pruebas de paternidad. Y las pruebas habían resultado positivas. El niño era suyo. En consecuencia, después de algunos trámites, Fabián se había convertido legalmente en su hijo y Alejo estaba encantado.
Al principio no resultó nada fácil hacerse cargo del niño: le habían despedido de Regalo+, se sentía muy deprimido por la muerte de Ana —aunque sabía que era lo mejor que había podido ocurrir— y de la noche a la mañana se encontraba con otra boca a la que alimentar. Sin embargo, el propio Fabián le había curado la depresión. Y es que por un hijo se hace lo que sea.
Por fortuna, uno de sus miedos tardó muy poco en disiparse. El reconocimiento médico había sido normal. Fabián era un bebé sano, como cualquier otro. No había heredado nada de su madre. Alejo había intentado no plantearse interrogantes acerca de la naturaleza de Ana, pero aún tenía grabada en la retina la desmaterialización de su cuerpo. Por supuesto, era consciente de que todo cuanto había presenciado el día de autos era más que anómalo, pero, por alguna razón que se le escapaba, el niño no lo era, así que sólo se le ocurría dar gracias a Dios.
El caso es que el pequeño era una bendición. Le había ayudado a salir del pozo oscuro en el que se encontraba, le había proporcionado una motivación para levantarse todos los días. Se habían acabado los libros por encargo y sus sueños literarios, pero al menos había conseguido empleo en una gestoría. No era gran cosa, pero le permitía disponer de un horario estable y de tiempo para estar con el bebé. Marcial le había prestado algo de dinero para ir tirando e incluso su padre le había ofrecido ayuda. Su corazón se había ablandado al descubrir que padecía cáncer de pulmón. Por desgracia, las pruebas habían sido concluyentes.
Alejo había decidido repartir su tiempo entre Fabián y su padre. No le gustaba mucho la idea de alejarse de su hijo, pero su progenitor también le necesitaba. Por eso había contratado a Luzmila, una mujer mayor que ejercía de niñera por las noches, mientras él atendía a su padre. Durante el día Marcial se hacía cargo del bebé. Por desgracia, su progenitor estaba bastante mal, así que, pese a las diferencias existentes entre ambos, Alejo se había propuesto hacerle todo lo agradable que pudiera el tiempo que le restaba.
El joven se sentía tranquilo con Luzmila. La había escogido entre varias candidatas por su experiencia. Una mujer mayor como ella debía de estar acostumbrada a tratar con niños. Alejo había desechado a dos adolescentes porque no se fiaba de sus cuidados. «Las niñas de hoy en día te plantan al novio en casa y se olvidan del bebé», había pensado al ver a Luzmila por primera vez. Ella, en cambio, sabría qué hacer en caso de que el pequeño se pusiera enfermo en mitad de la noche.