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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (42 page)

BOOK: Gothika
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La noche no pudo ser más larga. Habían decidido actuar con la luz del sol, así que aún les restaba toda una noche para iniciar su plan. Sin embargo, temían que durante este tiempo alguno de los monstruos decidiera regresar para cobrarse una nueva víctima, así que no les quedó más remedio que instalar su centro de operaciones frente a la trampilla. Otra solución habría sido bloquear la entrada al edificio, pero no lo estimaron oportuno: si las no-muertas volvían y encontraban la entrada sellada, sospecharían que habían sido descubiertas y tal vez decidieran huir. Y lo que ellos deseaban era acabar con las revinientes, querían evitar que se convirtieran en un azote para la región.

—Descansa un poco si puedes. Yo montaré guardia —comentó Celso Castro a su amigo.

—¿Crees que puedo pegar ojo en estas circunstancias?

—Al menos debes intentarlo. Tenemos que estar frescos mañana.

—En tal caso, duerme tú. Yo haré el primer turno.

Aquella misma tarde habían confeccionado un par de estacas con madera de roble y se habían provisto de un crucifijo y de una maza de gran tamaño, pero no estaban muy seguros de cómo debían actuar una vez que tuvieran enfrente a alguno de esos seres, que, a fin de cuentas, eran del todo desconocidos. ¿Y si con la estaca no bastaba para darles muerte?

—Por eso llevamos la espada, para cortarles la cabeza —comentó Castro.

A pesar de que las horas pasaban con lentitud, la noche resultó tranquila. Merino miraba sin cesar su reloj de bolsillo, pero no por ello el tiempo transcurría con mayor rapidez. A medida que se acercaba la hora de despertar a su compañero, que dormitaba en el suelo con la cabeza apoyada en unos sacos, la tensión iba creciendo. En algún momento creyó escuchar un sonido extraño procedente del túnel, pero por más que miró por la trampilla no vio nada, así que lo achacó a la presencia de ratas. No era de extrañar que allí las hubiera. Nadie en su sano juicio se internaría por esa galería a menos que le fuera la vida en ello.

Cuando llegó la hora estipulada, Merino despertó a su compañero e intercambiaron los puestos. Agustín sabía que no podría dormir, pero al menos relajaría los ojos.

Sin embargo, poco a poco, sin darse cuenta, fue cayendo en un sopor que terminó por conducirle a un sueño breve aunque profundo. Las emociones que habían vivido en las últimas horas se tradujeron en una pesadilla en la que la sangre, que corría como un río por la galería secreta, era la protagonista. Cuando quiso darse cuenta, su amigo lo estaba zarandeando del hombro para que se levantara.

Sentir miedo provoca aún más temor. Cuando se instala en las personas no hay nada capaz de frenarlo y Merino tenía demasiado presentes las imágenes del monstruo succionando la sangre de la pobre Beatriz. Sentía escalofríos cada vez que recordaba la ligereza con la que la niña-vampiro le había roto el cuello. Aquella «cosa», aunque pequeña y en apariencia frágil, debía de tener gran fortaleza. Así que, tan pronto se despertó, el terror volvió a apoderarse de su mente. ¡Ésa era la realidad! Estaban a punto de enfrentarse a algo fiero y desconocido, aunque al menos les quedaba el consuelo de saber que por fin era de día.

Después de un copioso desayuno, que tomaron en la cocina del internado y no con doña Angélica, a la que habían acordado mantener al margen, los hombres se internaron en el túnel armados con las estacas, el crucifijo, la maza y la espada.

A pesar de que ya no había tantas telarañas, pues buena parte de ellas habían quedado adheridas a sus ropas la primera vez que atravesaron el pasadizo, aquel lugar era lúgubre, oscuro e insano. La humedad acumulada durante años había convertido el suelo en un lodazal repleto de moho resbaladizo y maloliente. Respirar se hacía pesado y desagradable, por lo que habían cubierto sus caras con unos pañuelos. Pero esto no impedía que el olor a moho se filtrara a través de la tela.

Cuando por fin consiguieron apreciar algo de claridad, apagaron las antorchas y las dejaron apoyadas contra la pared.

Sus corazones comenzaron a latir con fuerza.

—¡No perdamos los nervios ahora! —exclamó Castro.

A medida que se iban aproximando a la rejilla el silencio se hacía más intenso, tanto que casi podía «escucharse». Temían ser descubiertos, así que procuraron no hacer ruido. Después de comprobar que no había nadie esperándolos tras la rejilla, la apartaron con cuidado y se introdujeron en la habitación en la que horas antes Mariana había ejecutado a la pequeña Beatriz. A pesar de que ya era de día, todo estaba oscuro, así que Merino extrajo dos velas y las encendió.

A la luz de las candelas comprobaron que allí no había nadie. Lo único que evidenciaba que se había producido una macabra orgía de sangre eran algunos mechones de pelo olvidados en el suelo.

—¡Vamos! —susurró Castro—. Registremos la casa.

Su amigo le siguió en silencio.

Una a una fueron inspeccionando todas las estancias. Todo parecía en perfecto orden. Nadie podría sospechar que allí se escondían unos seres tan sanguinarios. Las cortinas de las habitaciones estaban echadas, así que tenían que andarse con tiento para no tropezar con los muebles.

Entonces, al abrir la puerta de una de las alcobas, la vieron. Era ella, la «niña». Por fortuna, dormía con placidez en una cama. En ese estado, su rostro parecía angelical, pero sabían que la perversión se escondía detrás de sus dulces facciones.

Por un momento, Mariana, aun estando dormida, consiguió manipular la mente de Agustín Merino.

—¡Por Dios santo, si es sólo una niña! —le dijo a su amigo al oído.

—No es una niña, es un ser monstruoso. ¡Dame la estaca!

—¡No puedo hacerlo! No puedo hacer algo así.

—Agustín, mírame —le dijo Castro sujetándole la cara con las dos manos—. No permitas que te engañe su aspecto inocente. ¡No es una niña! ¡Es un no-muerto y nosotros vamos a devolverle la paz!

Pero su amigo no reaccionaba, así que Castro se vio obligado a quitarle el saco para extraer la maza y la estaca él mismo. También sacó el crucifijo y se lo entregó a Merino.

—Sujétalo. Puede hacernos falta.

Sin esperar más, Celso Castro colocó la estaca sobre el pecho de la pequeña y, con ayuda de la maza, la golpeó con todas sus fuerzas. El primer impacto la despertó. Mariana abrió los ojos de golpe. Jamás habían estado tan rojos, ni siquiera cuando se enfurecía. Sin embargo, fue incapaz de detener el brazo de Castro antes de que éste lo dejara caer por segunda vez.

La sangre lo salpicó todo. A pesar de que Mariana intentaba defenderse y gritar, el preciado líquido salía de su boca a borbotones. Mientras tanto, Castro golpeó la estaca una tercera, una cuarta y hasta una quinta vez, hasta que la no-muerta dejó de moverse, de patalear...

Mariana había muerto.

Celso Castro tenía el rostro cubierto de salpicaduras de sangre. Se sentía exhausto, aunque satisfecho por haber dado muerte al engendro. Lo primero que hizo fue limpiarse la cara con la manga de su camisa. Después, se giró en busca de la mirada cómplice de su amigo, pero no la halló. Merino yacía desplomado sobre la alfombra de la habitación. Castro corrió hacia él pensando que había sufrido un desmayo, pero cuando observó su rostro se dio cuenta de que estaba muerto. Alguien le había cercenado la garganta de una dentellada.

Al ver a su amigo fallecido, Castro no pudo contener las lágrimas. Había muerto solo, sin tiempo de emitir ni un grito de ayuda. Su pesar sólo era comparable al terror que sentía en aquellos instantes. El joven alzó la cabeza y miró a su alrededor. En apariencia, no había nadie. Eso sólo podría significar que la madre de aquella «cosa» a la que acababa de dar muerte se hallaba escondida en algún lugar de la casa, protegida por las sombras. Celso sopesó la situación: las posibilidades de salir vivo de aquella casa eran bastante remotas. La otra reviniente debía de estar clamando venganza por la muerte de su hija.

Castro se levantó de un salto, agarró el crucifijo y se pegó a la pared. En esas circunstancias la estaca no tenía valor alguno. Sólo podía utilizarse en caso de que el vampiro estuviera dormido; si no lo estaba, se precisaba la ayuda de al menos otra persona para que lo sujetara. Así que Celso avanzó despacio hacia la puerta esgrimiendo el crucifijo en la mano. El silencio era tal que podía escuchar la sangre que bombeaba su corazón.

Salió de la estancia y se encontró con un pasillo en el que no había luz. Las velas se habían quedado dentro de la habitación, así que Celso se vio obligado a avanzar a tientas, expuesto al ataque del monstruo en cualquier momento. Pero éste no se presentó.

Al final del pasillo halló una puerta cerrada. El joven la abrió con cautela. Dentro había un gran salón en el que se intuía la presencia de un piano. La sala era demasiado grande para sentirse seguro. La vampira podría estar en cualquier lugar. De repente escuchó un ruido y le pareció observar que algo se movía al fondo. Castro se quedó inmóvil. Sus piernas no le obedecían.

—Bienvenido a mi hogar —la voz sonaba cínica.

Castro hizo un esfuerzo por saber de dónde procedía la voz, pero no logró averiguarlo.

—¿No me ve?

El joven no se atrevió a contestar.

De pronto, alguien encendió un candil junto al piano y su rostro, de una belleza felina, se iluminó aunque sólo de manera parcial.

«Es ella, la otra», pensó Castro.

—¿Sabe ya que jamás saldrá con vida de aquí?

Castro decidió jugar su última carta. Venciendo el pánico que sentía se deslizó hacia el ventanal y descorrió las cortinas al tiempo que blandía el crucifijo como si se tratara de una espada. La verdadera había quedado en el saco, junto a la cama en la que habían acabado con la pequeña. ¡Ojalá la hubiera cogido antes de abandonar la habitación! Pero el miedo también nos hace cometer estupideces y por aquel entonces creyó que el crucifijo le sería más útil.

Cuando terminó de descorrer las pesadas cortinas de terciopelo verde, ella ya se había situado junto a él. Entonces fue cuando se dio cuenta de que la luz no parecía incomodarla.

—¿Sorprendido? Son muchas las cosas que desconocen sobre nosotros.

—¡Aparta, demonio! —gritó acercándole la cruz a la cara.

—Vamos, por favor, ¿cree que eso me asusta? —le preguntó con voz seductora—. Ya lo intentó su amigo.

Analisa se aproximó más a él, hasta rozarle el cuello con su boca.

—Debieron de pensarlo mejor antes de entrar en esta casa.

Después, de un zarpazo, le arrebató el símbolo sagrado y se abalanzó sobre él igual que lo haría una hiena.

Tras la muerte de Mariana, Analisa jamás volvió a ser la misma. Aun sabiendo que aquellos hombres la habían matado para protegerse de la
bestia
que escondía, la no-muerta desarrolló un odio visceral hacia los vivos, a los que veía como una plaga. Éstos, curiosamente, siempre habían pensado lo mismo acerca de los vampiros, por lo que la convivencia entre unos y otros resultaba imposible. Por eso la no-muerta, al saberse en minoría, optó por esconderse, por continuar viviendo en silencio. Ése parecía su sino.

Analisa había perdido a su única hija y también la tabla de salvación a la que aferrarse para no volverse loca.

Sí. Por increíble que parezca, a pesar de que Mariana era mucho más perversa que su madre y consideraba a los vivos seres inferiores, para la vampira era alguien con quien compartir las experiencias de la no-muerte, alguien a quien amar de manera incondicional, por encima de todas sus ignominias, alguien a quien enseñar las diferencias entre el Bien y el Mal y, en definitiva, alguien frente a quien mostrar los últimos retazos de una humanidad que se empeñaba en escapar por la puerta trasera.

Pero Mariana era sobre todo su hija, su propia sangre. Su naturaleza la había obligado a ser cruel, a tratar a su progenitora de manera irrespetuosa y altiva, pero una madre le perdona todo a un hijo. Y, aunque Analisa era consciente del mal trato que le daba su pequeña, prefería eso a verla atravesada por una estaca.

Por eso, cuando acabó con su asesino fue corriendo a buscarla. Su cuerpo, aunque yerto, aún no se había descompuesto. Mariana había nacido de un vientre muerto, animado de manera artificial mediante la sangre de los vivos, pero técnicamente no abandonó este mundo hasta el instante en que fue estacada.

Todo estaba preparado para el traslado y Analisa no pensaba dejar a su hija sola.

56

Dario está decidido. Antes de cerrar la bolsa revisa su contenido. Lo tiene todo. Ya puede irse, Darky le espera. Mientras se dirige a la casa piensa en lo que va a hacer. Está tranquilo, quizá demasiado teniendo en cuenta las circunstancias. Ha dejado de plantearse si es correcto o incorrecto. Ya ha tomado una decisión y espera que ella no se arrepienta en el último minuto. Eso sería peligroso.

Anteayer recibió un
e-mail
de su amigo epistolar Michael Carrigand en el que le animaba a llevar a cabo su plan. Carrigand le explicaba que él haría lo mismo, pero también le advertía de que tendría que tener mucho cuidado o acabaría entre rejas. Nadie excepto ellos debe conocer sus intenciones.

Cuando llega a la taquilla del metro su mirada se cruza con la de la empleada y ésta piensa: ¡qué chico más extraño! Darío no se da cuenta, pero la gente se va apartando a su paso. Les asusta el brillo de su mirada, el color de su ropa y la decisión con la que agarra su bolsa.

«Ya queda menos», piensa cuando se sienta en el vagón. A medida que las estaciones se suceden ante sus ojos, el joven repasa su estrategia. No pueden existir fallos a causa de la improvisación. Todo ha sido calculado al detalle.

—¿Lo tienes todo preparado?

—Sí.

—Pues ven, creo que ya ha llegado el momento.

Violeta está mucho más nerviosa que Darío, pero no quiere que Ana lo advierta. Tiene que aparentar normalidad.

«Tranquilidad y, sobre todo, mucha calma —se dice después de colgar—. No debe notarme nada raro.»

Y la verdad es que no lo nota. Ana es incapaz de percibir nada, vive de las rentas desde que comenzó el embarazo y no puede permitirse que Violeta lo sepa. Pero Ana ignora que ha cometido un grave error: le ha dicho que prepare varias bolsas de sangre para alimentarse tras el parto. Le ha confiado que después de dar a luz se sentirá demasiado débil para moverse, que perderá su fuerza. Y Violeta ha tomado buena nota de ello.

Ana ha roto aguas y las contracciones son cada vez más fuertes y seguidas —menos de dos minutos entre una y otra—, pero Violeta no se inmuta. Sus nervios se deben a otra cosa. No tiene miedo a que algo vaya mal durante el parto porque le da igual el resultado. «Si el bebé muere —se dice—, mejor, eso que nos ahorramos. Para que salga igual que su madre... Y, en cualquier caso, ella no va a morir a consecuencia de un mal parto, porque ya está muerta.»

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