Authors: J. H. Marks
Girl 6 estaba contentísima de ver a sus ex compañeras. No comprendió lo sola que se sentía con el trabajo en casa hasta que entró en el salón. Girl 39 le dijo que la había echado mucho de menos; que desde que ella se marchó, no tenía con quién hablar.
Todas le dijeron a Girl 6 que tenía un aspecto magnífico, lo que no era del todo cierto. Tenía cara de pasarse el día encerrada en casa, de apenas ver la luz del día y dormir poco.
No le fue fácil convencerlas de que todo le iba bien. Lo único que logró impresionarlas fue que ganase mucho más dinero que allí. Todas le hacían preguntas acerca de sus nuevos clientes; sobre el contenido de las conversaciones que ahora mantenía. ¿Qué le pedían que hiciese?
Girl 6 sintió un perverso orgullo al describirles la naturaleza de las llamadas que recibía en su domicilio. Notó la cara de asombro que ponían sus compañeras al explicarles, por encima, algunos ejemplos de lo que sus nuevos clientes querían.
Girl 6 no se recató en contarles, incluso, la llamada de Gregory de Pasadena y su numerito con la quinceañera. Se interrumpió al notar que sus compañeras se sentían violentas. En su afán de presumir sobre lo bien que le iban las cosas había ido demasiado lejos.
Era obvio lo que pensaban de ella. De modo que Girl 6 cambió de tema. Al poco todas se mostraron tan risueñas como al verla entrar y pasaron a hablar de cosas menos sórdidas.
A Girl 6 le daba igual que hablasen de lo caro que estaba todo, de las series de televisión o de sexo. El mero hecho de haber salido de casa, de hablar con alguien, ya era todo un alivio.
Sin embargo, cuando oyó sonar los teléfonos en la nave del sexófono, Girl 6 se puso nerviosa. Tuvo la sensación de que debía contestar. Sabía que era un cliente, que había dinero en juego y un montón de fantasías que satisfacer.
Y sintió la apremiante necesidad de volver a su apartamento a atender llamadas.
El agobiante verano neoyorquino se cernía sobre Girl 6. No había modo de escapar al hedor de las basuras y de la pegajosa humedad.
Girl 6 tomó enérgicas medidas para afrontar el calor. Se mudó a un apartamento mejor en el mismo edificio, compró un potente ventilador e iba todo el día en bragas y sostenes.
Tenía la ventana que daba a la calle siempre abierta y, si hacía abstracción del hedor a orines y a basura podrida, podía convencerse de que se hallaba en un paraje tropical acariciada por la brisa del mar.
Caracterizada como la Dorothy Dandridge que encarnara a Carmen Jones, aguardaba a su Harry Belafonte.
El nuevo apartamento de Girl 6 merecía el nombre de tal. Aunque pequeño, tenía cocina, y vista al barrio de Queens. El dormitorio también era como es debido, pero rara vez lo utilizaba. Trabajaba hasta caer rendida en el sofá, adosado a la pared de la ventana.
Girl 6 puso un cazo con agua a calentar en la cocina y, mientras aguardaba a que hirviese, escuchó los mensajes del contestador automático. Luego fue al cuarto de baño a hacer gárgaras. Después haría ejercicios de vocalización para tener la voz a punto para sus cotidianas representaciones.
La primera llamada era de Jefa 3, que hablaba siempre con un exasperante tono imperioso.
«Hola, encanto. Soy yo. La llamo desde el control
central. ¿Puede sustituir a Niki en tres llamadas? Está griposa. Llámeme en cuanto se despierte.
Ciao.»
El contestador emitió la señal de fin del mensaje, la fecha y la hora.
El siguiente mensaje era de su vecino.
«Soy Jimmy. No llamas nunca. Ni te veo. ¿Se puede saber qué te pasa?»
Mientras se lavaba los dientes, oyó que el contestador recogía otro mensaje. Era de nuevo Jefa 3, que se impacientaba.
«Soy yo otra vez. Despierte de una vez y llámeme en seguida.
Ciao.»
Girl 6 se desnudó y se metió en la ducha. Fue entonces Girl 39, de la empresa de Lil, quien la llamó, bastante enfadada.
«¿Qué pasa contigo? ¿No habíamos quedado en almorzar juntas? Llevo más de una hora de plantón. Me tienes frita últimamente. Aterriza de una vez, Lovely, monada, que al ama Tawny no le gusta que la puteen, nena.»
Girl 6 recordó que, efectivamente, quedó en almorzar con Girl 39. Lo había olvidado. Daba igual. Si Girl 39 llevaba una hora de plantón, pues mala suerte. No había parado de trabajar en toda la noche y «había estado» en lugares insólitos. Se ducharía, comería algo y se dispondría a atender llamadas. Eso era lo que le importaba a Girl 6. Las llamadas.
¿Para qué iba a salir con Girl 39? ¿Para hablar de bobadas?
Girl 39 no iba a decirle nada nuevo. Nada interesante. Nada que la fascinara. En cambio, las llamadas de los clientes sí la fascinaban. Le gustaba acompañarlos en sus fantaseadas aventuras. Le daban ideas que jamás se le habían ocurrido. La excitaban sexualmente con fantasías desconocidas para ella. Era su diosa del «amor» y hacían cualquier cosa por ella.
Los clientes veneraban a Girl 6, que se había convertido en una adicta de su adoración. Nadie, ningún hombre que hubiese conocido en persona, le proporcionó jamás tanto placer. No era que ella los hiciese llegar al orgasmo. Llegaban al orgasmo por ser ella quien era. De uno a otro extremo del país, un ingente número de hombres la adoraban. No sólo la deseaban, sino que sentían veneración por ella.
Durante las horas de trabajo, era para los clientes algo más que una Dorothy Dandridge o una Sofía Loren. A su lado, Brigitte Bardot no pasaba de ser una pretenciosa
starlet.
Girl 6 no era sólo una imagen en una pantalla, sino que además era una accesible diosa que cobraba por minuto. Entre los jadeos de sus clientes, Girl 6 oía sus plegarias y, como una diosa indulgente, solía... escucharlas. Sus necesidades le conferían gran poder sobre ellos. Pero ella también necesitaba de sus clientes. Sin sus llamadas no era nada.
Girl 6 seguía bajo la ducha mientras el con testador sonaba insistentemente, como para recordarle la existencia del mundo real.
La ducha era para Girl 6 como un ritual purificador. Cualquier cosa que la hiciese sentirse culpable —en realidad, tenía muy poco sentimiento de culpabilidad— quedaba purificada por el agua.
Se duchaba con el agua muy caliente. Se colocaba justo debajo del «teléfono», y dejaba que el agua le acariciase la frente y la cara, que rezumase por todo su cuerpo. Escocía pero reconfortaba.
Disfrutaba de aquellos momentos de silencio, desentendida del teléfono, del contestador, de las operadoras que la informaban sobre el próximo cliente; de voces entrecortadas que, con sus jadeos, anunciaban la proximidad del orgasmo; de niñas atadas y violadas.
Bajo la ducha, Girl 6 no tenía que oír sus voces. Se sentía refrescada y rejuvenecida. Pero la ducha le proporcionaba algo más que silencio. Ahuyentaba su temor de no ser quien quería. El pesar que pudiera sentir, por haber abandonado su carrera y sus amistades, encontraba en el agua de la ducha un eficaz lenitivo. En la ducha no tenía que caracterizarse. No tenía que interpretar ningún papel. Era sólo ella, desnuda, libre de la obligación de fingir.
Eran las dos de la madrugada y los ruidos del tráfico habían remitido. Girl 6 tenía la ventana del apartamento abierta de par en par. Los visillos se agitaban con el viento de una tormenta que se había desatado en el Atlántico.
Estaba sentada frente al tocador, caracterizada como la Dorothy Dandridge que encarnara a Carmen Jones. Llevaba los auriculares puestos y estaba especialmente brillante en su conversación con Cliente 36, por completo identificada con su personaje.
—Orino encima de ti. Así tendrás una buena provisión de loción para después del afeitado.
—Sí, ama April —dijo Cliente 36.
—Hace tanto tiempo que no te la meten que harías cualquier cosa que te pidiera.
—Sí, ama April.
—¡Agáchate que te empalo!
Cliente 36 daba la impresión de docilidad. Pero la realidad era otra: le pagaba a Girl 6 por su tiempo y quiso introducir un pequeño cambio.
—Sí, ama April. Pero quiero que invirtamos los papeles. Ahora tú eres mi esclava.
—Me gusta —accedió ella.
Cliente 36 andaba lentamente por el mugriento pasillo de su apartamento. Un hombre lo rebasó corriendo. Pero como el pasillo estaba a oscuras, Cliente 36 no pudo verlo. El edificio estaba tan sucio como el piso. Era uno de esos mugrientos inmuebles que igual puede uno ver en el Bronx, que en Baltimore, Portland, Cleveland o Sacramento.
Cliente 36 hablaba con Girl 6 a oscuras.
—Tengo sida, zorra. ¿Qué te parece? Tengo un pie en la tumba.
A Girl 6 ya le habían dicho lo mismo otros clientes.
—Pues ponte un preservativo.
El detalle añadía credibilidad a la fantasía. A Girl 6 le parecía cómico, porque a la mayoría de los hombres no les gustaba ponerse el preservativo, pero a algunos —como probablemente a aquél— les gustaba darle un toque de realismo. Sin embargo, Girl 6 se equivocaba en esta ocasión. Porque Cliente 36 no tenía la menor intención de ponerse el preservativo para protegerla.
—Bájate las bragas y pon el culo en pompa. Me lo contagió una puta. Y a una puta se lo voy a contagiar yo.
Girl 6 se quedó estupefacta. Nunca le había ocurrido quedarse sin saber qué decir. Cliente 36 le planteaba una situación nueva del todo. Más bajo ya no podía caer. Girl 6 estaba sobrecogida. Cliente 36 quería hacerle daño. Es más: no se conformaba con llegar al orgasmo haciéndole daño. Quería llegar al orgasmo llevándola a la muerte. Jamás había participado en tan malvada fantasía.
¿Qué clase de persona podía concebir algo así? ¿Qué placer podía encontrar en algo semejante?
El cliente se impacientaba.
—Oye...
—¿Sí? —se limitó a decir Girl 6 desconcertada, como si no lo hubiese entendido bien.
—Te he dicho que pongas el culo en pompa —insistió él con acritud—. Y ¡pídemela!
Girl 6 decidió seguirle la corriente. Era a lo que se dedicaba, ¿no? Así era su trabajo. Hacía lo que los hombres que la llamaban le pedían. Sin embargo, en aquella ocasión, Girl 6 no estuvo como siempre.
—Oh, sí, por favor, métemela —dijo con voz impersonal y apagada.
Cliente 36 le recordó que no había hecho todo lo que él le había pedido.
—¡El culo en pompa! —la apremió.
Con una mano Cliente 36 se masturbaba y con la otra se tapaba la cara. Y, como se tapaba la cara, era imposible ver si su expresión era de éxtasis, de dolor o si sólo pretendía que nadie viese quién era el autor de la barbaridad que hacía.
—Ya tengo el culo en pompa —dijo Girl 6—. Lo tengo firme y redondito.
—Firme y redondito —repitió el cliente.
Girl 6 no dejó de trabajar en toda la noche. La tormenta atlántica no hizo más que un breve alto en la ciudad para obsequiarla con su aparato eléctrico.
Estaba echada en la cama, con su peluca de trenzas rubias y un vestido a lo Dandridge, con la falda remangada hasta la cintura.
Se dejaba acariciar por la brisa, más fresca y menos fétida tras la tormenta.
La sensación de frescor la ayudó a imbuirse de la ingenua personalidad de Lovely Brown. Cliente 38 se había quedado estupefacto por algo que acababa de decirle.
—Debes de bromear —le dijo Cliente 38.
—Llevaba unas gafas con cristales gruesos como culos de botella —le precisó Lovely.
—¿Y lo besaste? —preguntó él, que no la imaginaba con nadie así.
Lo que Lovely le contaba no era muy subido de tono. Girl 6 lo recordaba como algo real, pero no estaba muy segura de que le hubiese sucedido a ella.
-Él me besó primero. Y yo le devolví el beso. Fue en la guardería. Estábamos enamorados. Ocurrió durante el recreo. Nos daban leche y galletas.
—¿Y besaba bien?
—Le enseñé yo.
Cliente 38 rió con ganas. Sabía que Lovely Brown no era tan pura como pretendía aparentar. Cliente 38 sabía que Lovely Brown se desmelenaba con facilidad, siempre dispuesta a hacer lo que el chico al que amaba le pidiese.
—Ya. No me extraña que le enseñases.
—Lo que me gustaría saber a mí es de quién aprendí yo.
Jimmy y el ladrón compartían mesa en el mismo bar en el que Girl 6 introdujo al ladrón en el mundo de las fantasías eróticas.
El ladrón se sentía solo y miraba contristado hacia la mesa en la que estuvo sentado con ella.
Jimmy acababa de terminarse un «burger especial», con queso, y el ladrón picaba patatas del cucurucho de Jimmy, que trataba de levantarle la moral.
—No te lo tomes muy a pecho. A mí tampoco me habla.
Al ladronzuelo no le sirvió de consuelo. Si Girl 6 hablase por lo menos con Jimmy querría decir que tenía un mínimo contacto con la realidad. Ya era bastante doloroso que no quisiera saber nada de él como para que encima tuviese que preocuparse por ella.
—Debe de tener mucho trabajo.
Al ladrón no le hacía la menor gracia imaginarla colgada del teléfono. De buena gana le habría partido la cara a cualquiera de los desgraciados que la llamaban.
Jimmy notó lo abatido que estaba el ladrón y trató de animarlo.
—A veces la oigo entrar o salir, pero hace semanas que no la veo. Su número de teléfono no figura en el listín. Te lo daré, pero te advierto que se pone como una fiera si la llama quien no le interesa. Y es inútil dejarle el recado en el contestador porque nunca vuelve a llamar.
El abatimiento de Jimmy y del ladrón se acentuaba. A ambos les atormentaba pensar que la mujer de sus
sueños se encerraba en su apartamento, dedicada al sexo telefónico, sin contacto real con nadie. Ignoraban qué clase de llamadas atendía Girl 6 desde su domicilio, pero sabían que era un feo asunto.
Los dos habían intentado acercarse a ella por los más variados procedimientos. Y ambos habían fracasado. El ladrón estaba destrozado.
—La echo de menos —dijo—. Si por lo menos... No sé... Accediera a verme. No sé.
El ladrón no sabía qué hacer. Siempre encontraba alguna salida a sus problemas más espinosos. Nunca lo abrumaban las preocupaciones. Lo de Girl 6 era otro cantar. Lo comprendía demasiado tarde.
Jimmy sacó la cartera para pagar y trató de animar al ladrón.
—Le dejaré otro mensaje.
Por una vez, aquella noche Girl 6 estaba sentada frente al tocador pero sin trabajar. En lugar de ello, se vendaba la cabeza. Se miraba al espejo y de vez en cuando contemplaba una fotografía del periódico en la que se veía a Angela en el hospital.