Fuera de la ley (69 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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Yo contuve la respiración cuando se acercó como una centella a mi hombro y sentí el frío tacto de las alas de pixie en mi rostro.

—Creí que te había perdido para siempre —dijo en un susurro justo antes de desaparecen

Azorada, me quedé mirando la estela de polvo que había quedado suspendida en el aire. Entonces oí el golpe de una puerta que se cerraba detrás de mí y me di la vuelta. Glenn había rodeado el coche y venía en dirección al camino de entrada.

—Aah —farfullé—. Gracias por traerme, Glenn. Y por todo lo demás.

La farola iluminó su rostro. Tenía los labios apretados de modo que el bigote sobresalía más de lo normal.

—¿Te importa si te acompaño dentro? —me preguntó. Por un instante sentí cierta inquietud. Tal vez Jenks no había prestado atención a mis palabras, pero Glenn sí. Había puesto sobre aviso sus instintos de investigador y, si no lo invitaba a entrar, tendría que escoger entre nuestra amistad y una orden de arresto. Quería saber cómo había acabado en el sótano de Tom y, dado que no podía esperar más para encontrarme con mis amigos, me di por vencida y asentí con la cabeza.

Con los brazos cruzados, eché un vistazo al interior del coche en busca de un macuto inexistente. Glenn había metido mi pistola de bolas en una bolsa de papel para sacarla del sótano sin levantar sospechas entre los chicos que recogían pruebas, y cuando me la entregó, me sentí bastante ridícula. A con­tinuación miré el cartel iluminado con nuestros nombres, y me pregunté si había sido una buena idea crear aquella sociedad. Bis me hizo un guiño desde lo alto de la torre, y me puse en marcha. Una parte de mí esperaba que me impidiera la entrada, y al ver que no lo hacía, me sentí mejor.

—¿Te apetece un café? —pregunté a Glenn mientras mis pies avanzaban silenciosamente por la acera agrietada. Yo me moría por tomarme uno.

En aquel momento oí el ruido de la puerta de la iglesia al abrirse de golpe, y alcé la vista. Ivy bajó rápidamente dos escalones y, cuando me vio, aminoró el paso y se cruzó de brazos como si tuviera frío. Las sombras mantenían su rostro en la penumbra, pero su postura corporal denotaba miedo y preocupa­ción. Jenks estaba con ella.

—¿Lo ves? —dijo el pixie orgulloso, como si hubiera sido él mismo el que me había sacado de siempre jamás—. ¡Te lo dije! Consiguió averiguarlo y aquí está. Sana y salva, en el lugar al que pertenece.

Ivy puso un pie en la acera y siguió acercándose. Por unos instantes se quedó mirando a Glenn, y luego se concentró en mí.

—Has vuelto —dijo quedamente. Su voz de seda gris revelaba las veinticuatro horas de miedo y preocupación que había pasado.

Entonces se detuvo, dejó caer los brazos como si no supiera qué hacer con ellos. En vez de extenderlos, optó por descargar toda su rabia.

—¿Por qué no nos llamaste? —me espetó, alargando finalmente una mano. A continuación, con actitud vacilante, me arrebató la estúpida bolsa de papel—. ¡Podríamos haber ido a recogerte!

Con el corazón en un puño, nos dirigimos a la escalinata. Jenks volaba entre nosotras despidiendo una débil estela de polvo plateado.

—Decidió irse por su cuenta a patear algunos culos de brujo —dijo. Ivy me lanzó una mirada reprobatoria.

—¿Fuiste a casa de Tom? —preguntó—. ¡Somos un equipo! Podrías haber esperado unas horas. Tampoco corría tanta prisa.

Yo inspiré profundamente y justo allí, al pie de las escaleras, le di un abrazo. Por un breve instante se puso rígida, pero luego me rodeó con sus brazos y oí el crujido de la bolsa de papel al chocar contra mi espalda. El olor a incienso se hizo más intenso, y cerré los ojos e inspiré con fuerza. Los músculos se me relajaron de inmediato y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Había pasado mucho miedo. No tenía ni idea de cómo iba a regresar y me enfrentaba a toda una vida de degradación. Ella era mi amiga, y podía darle un jodido abrazo si me daba la gana.

De pronto la rigidez de Ivy aumentó, así que la solté y me limité a cogerle la mano, de manera que nos quedamos más hombro con hombro que cara a cara. Estaba nerviosa por la posible reacción de Glenn, pero a mí me importaba un bledo.

—No fui a por él —dije mientras me ayudaba a subir las escaleras—. Sim­plemente sucedió.

La puerta estaba abierta y aproveché la penumbra del vestíbulo y el alboroto de dos docenas de pixies revoloteando a nuestro alrededor para intentar que me prestara atención agarrándole el brazo.

—Me alegro muchísimo de verte —le dije en un susurro—. No sé lo que va a pasar cuando salga el sol. Necesito tu ayuda.

—¿Cómo? —preguntó sorprendida. El enfado, causado por el miedo, había dado paso a la preocupación.

Desgraciadamente Jenks había conseguido desalojar a sus hijos, así que me limité a apretar los labios intentando darle a entender que necesitaba que habláramos a solas. O, al menos, sin que Glenn nos oyera.

Su perfecto rostro ovalado palideció, y me di cuenta de que había captado lo que quería decirle. Se mordió el labio superior como si se quedara pensando y yo le solté el brazo.

—Glenn, ¿te apetece un café? —preguntó de pronto.

Mis hombros se relajaron. Si fingíamos que no pasaba nada, conseguiríamos que se largara. Y, francamente, necesitaba fingir que no pasaba nada. Al menos durante unos minutos.

Al escuchar la propuesta, Glenn frunció el entrecejo con expresión rece­losa, pero nos siguió al interior de la iglesia con toda tranquilidad. A pesar de que se esforzaba en aparentar que no sabía que queríamos librarnos de él, cuando se sentó a la mesa tenía la típica actitud de un madero. Tras decirle a Ivy que no le importaba esperar a que preparara otra cafetera, arqueó las cejas, se cruzó de brazos y se me quedó mirando fijamente. No se marcharía hasta que no se enterara de todo.

Jenks revoloteaba por encima de mí como si estuviéramos unidos por una cuerda. Mi preocupación se derrumbó y me dejé caer en mi silla intentando decidir por dónde empezar. Los familiares ruidos que hacía Ivy mientras preparaba el café resultaban increíblemente tranquilizadores, y paseé la mirada por la cocina fijándome en los huecos que habían quedado después de que me llevara al campanario los utensilios para preparar hechizos.

De repente, sentí una presión en el pecho que me cortó la respiración. Era una diablesa. O, al menos, estaba tan cerca de serlo que no había diferencia. Haber convertido a un humano en mi familiar debería haberme hecho recapacitar. Me sentía repugnantemente sucia, como si la mancha de mi alma estuviera filtrándose y manchando a todos los que amaba.

Mientras Glenn se quedaba mirando el cesto de los tomates cherry con ava­ricia y parloteaba sobre lo mucho que le apetecía una buena taza de café bien fuerte, tuve la sensación de que los cerrojos de mi vida cerraran la puerta que daba acceso a mi pasado. Solo podía ir en una dirección, e iba a ser endemoniadamente difícil. La lógica me decía que no había manera de salvar a Trent. Había aceptado su fracaso y me había pedido que salvara a los de su especie. Pero yo nunca me había guiado por posibilidades y porcentajes, y no pensaba quedarme de brazos cruzados. Me arrepentiría toda mi vida.

—Ummm… Tengo que hablar contigo —dije. De pronto la conversación se vio interrumpida por el ruido de una cometa que se estrellaba de morros contra el suelo.

Ivy, que estaba de espaldas, se giró hacia nosotros y se cruzó de brazos con el rostro lívido. El aleteo de Jenks se desvaneció cuando aterrizó en el servilletero. Glenn expulsó todo el aire de los pulmones expectante, y yo intenté serenarme y encontrar el modo de contar lo que tenía que decir sin revelarles lo que me había hecho el padre de Trent.

—No regresaste por ti misma, ¿verdad? —especuló Ivy haciendo que Jenks dejara de aletear—. ¿Tuviste que comprar otra marca? —Yo negué con la cabeza y el alivio de mi compañera de piso se tornó en suspicacia para, finalmente, convertirse en horror—. ¿Dónde está Trent?

¡Oh, no! Creía que había vendido a Trent a cambio de mi libertad. Todo el mundo lo pensaría. Sentí que se me nublaba la vista y, tras sacudir la cabeza, me quedé mirando una serie de incisiones en la mesa y me di cuenta de que era el nombre de Ivy escrito con una letra infantil.

¿Por qué estoy aquí
?, me pregunté mientras intentaba averiguar cómo de­cirles quién era realmente. Era una diablesa, y lo más probable es que me viera arrastrada a siempre jamás en cuestión de horas.

Era una diablesa, pero ellos eran mis amigos. Necesitaba creer que no me darían la espalda. Me dolía la cabeza y, tras inspirar lentamente, levanté la vista.

—Jenks, ¿te importaría llevarte a los niños?

Él comenzó a agitar las alas con fuerza e Ivy hizo una mueca de dolor.

—Claro —respondió. Luego dio tres silbidos que evidenciaron su recelo. Seguidamente se alzó un coro de quejas y, una vez los pequeños se marcharon, la habitación se quedó en silencio. Jenks se frotó las alas emitiendo un sonido discordante, y otros tres salieron de debajo del fregadero y abandonaron el lugar.

Bajé la vista y encogí las piernas, me abracé las pantorrillas con torpeza y los talones casi me resbalaron de la silla. Me hubiera gustado cabrearme con Trent por todo lo que había pasado, pero no era culpa suya. Entonces pensé en mi cicatriz demoníaca y una profunda inquina se apoderó de mí.
Soy una diablesa. Debería aceptarlo
.

Pero no estaba dispuesta. No tenía por qué hacerlo.

Levanté la vista y miré fijamente a Ivy. Su rostro no mostraba ninguna expresión, pero tenía los ojos llorosos.

—Yo conseguí salir —dije con voz apagada—. Trent no.

El suave crujido de la puerta trasera al cerrarse hizo que Ivy girara la cabeza y mirara en dirección al pasillo. En el umbral se encontraba Ceri, con el pelo revuelto y un vestido blanco semitransparente ribeteado con tonos verdes y violetas que flotaba alrededor de sus pies descalzos. Tenía el rostro surcado de lágrimas, pero estaba preciosa.

—¿Rachel? —preguntó soltando un gorgorito con una voz entre culpable y asustada.

Aquello me bastó para darme cuenta de que lo sabía. Sabía que yo era una diablesa y esa era la razón por la que había intentado convencerme de que no fuera a siempre jamás, para que no lo averiguara.

Alcé la barbilla y me apreté las piernas con fuerza.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté.

Ella dio tres pasos en dirección adonde nos encontramos y se detuvo.

—¡Porque no lo eres! —alegó—. Tú eres una bruja, Rachel. No lo olvides nunca.

No fueron sus palabras, sino la vehemencia con que las pronunció, lo que me convenció de que prefería agarrarse a una feliz mentira que afrontar la dura rea­lidad. Casi podía recordar el momento exacto en el que se había dado cuenta. Me había tratado de forma diferente desde que Minias había dejado de concentrarse en mí y se había interesado por David. No, en realidad todo empezó mucho antes, con el espejo adivinatorio.

Por lo visto mis ojos me delataron, porque empezó a caminar sin rumbo por la habitación manifestando una rabia que me era muy familiar.

—¡Eres una bruja! —gritó mientras las mejillas se le llenaban de pequeñas manchas rojas y su pelo emitía unos reflejos espléndidos—. ¡Cierra la boca! ¡Tú eres una bruja!

Jenks revoloteaba con expresión aturdida.

—¿Y por qué no iba a serlo? —preguntó.

Ivy se dejó caer. Yo la miré y me mordí el labio con el rostro lleno de lágrimas de frustración. Parecía haber entendido lo que estaba sucediendo.

—Soy una bruja —dije continuando la mentira. Sin embargo, Ceri todavía no me había tocado.

—No quería que fueras —dijo colocándose delante de mí con impotencia.

Incapaz de soportarlo, apoyé los pies en el suelo y le cogí la mano.

—Gracias. Y ahora dime, ¿voy a quedarme aquí o tendré que volver?

Ivy soltó un suave gemido, se dio la vuelta y, agarrándose con fuerza al fre­gadero, se quedó mirando al jardín. Ceri la observó, luego echó un vistazo a la expresión confusa de Jenks, y finalmente volvió a fijar la vista en mí.

—No lo sé —respondió quedamente.

Jenks alzó el vuelo y se puso a agitar las alas con furor.

—Será mejor que alguien me explique lo que está pasando o voy a empezar a pixearos a todos.

Parpadeando rápidamente, Ivy se giró con un brazo rodeándole la cintura y el otro sujetándole la cabeza.

—Tú dijiste que Rachel había conseguido invertir la maldición. Ahora posee el nombre de invocación de Al —dijo mirando al suelo—. No tuvo que com­prar un viaje de vuelta, ni tampoco averiguó cómo saltar las líneas. Regresó al mundo real porque Tom invocó a Al.

—¿Y? —preguntó en tono socarrón. A continuación, se quedó pensativo y cayó sobre la mesa—. ¡Oh, mierda!

El miedo me invadió de nuevo, pero esta vez iba acompañado de la vergüenza que me causaba haber sido invocada en el círculo de otro.

—Rachel no es un demonio —dijo Ceri. En ese momento Glenn finalmente lo entendió todo, y tras girar sus anchos hombros hacia mí, se me quedó mi­rando boquiabierto.

—No —dije amargamente volviéndome en mi silla para no tener que mirar a nadie—. Soy una bruja cuya sangre es capaz de controlar la magia demonía­ca y que se ha integrado de tal manera en su sistema que está sometida a sus reglas de invocación.

—No, no lo eres.

Quería creer a Ceri, pero tenía miedo de hacerlo.

—Entonces, ¿qué soy? —pregunté en un susurro.

Ella tenía que saberlo. Había estado conviviendo con ellos.

—Eres lo que eres —respondió con expresión asustada.

Busqué la mirada de Ivy y descubrí que ella también tenía miedo.

No podía soportarlo más. Me levanté y eché a correr hacia el baño, cerré de un portazo y me dejé caer sobre la tapa cerrada del inodoro sintiéndome como un trapo. En el pasillo se levantó un gran revuelo con voces preocupadas y frustradas acusaciones. Entonces solté una lágrima y la dejé correr. Tenía que llorar. Debía llorar hasta la extenuación. De pronto, pensé que mi padre también lo sabía. ¿Por qué, si no, le habría pedido al mejor instructor de líneas luminosas de Cincinnati que me suspendiera y después habría recopilado para mí toda una colección de textos demoníacos?

—¿Rachel? —oí decir a Jenks entre un ruidoso aleteo de pixie.

—¡Lárgate! —le grité levantando la cabeza espantándolo de un manotazo para que no se posara en mi hombro—. ¡Sal de aquí, estúpido pixie!

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