Fuera de la ley (48 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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Entonces cerró los ojos y yo me precipité hacia él.

—¡Quen! —le grité. Me sentí como una idiota, cuando sus párpados se abrieron de golpe y me miró fijamente con una inquietante intensidad.

—Solo estaba descansando un poco los ojos —dijo divertido por mi miedo—. Aún me quedan algunas horas. Puedo sentir cómo las cosas empiezan a flojear, y creo que dispongo, al menos, de esa cantidad de tiempo. —Su mirada se posó brevemente en mi cuello, y luego la alzó—. ¿Has tenido problemas con tu compañera de piso?

Yo me negué a taparme los mordiscos, pero no resultó fácil.

—Es una especie de llamada de atención para ver si me espabilo —dije—. A veces se necesita que te den un buen golpe en la cabeza para darte cuenta de que lo que siempre has deseado no era lo que más te convenía.

Él asintió levemente con la cabeza.

—Bien —dijo. Seguidamente, tras inspirar de forma lenta, añadió—: Ahora resulta mucho más seguro tenerte cerca. Muy bien.

La doctora Anders cambió de posición para recordarme que estaba escuchando. Frustrada, me incliné un poco más hasta que la piel de las heridas empezó a tirarme, y sentí el aroma a pino y a sol bajo los olores medicinales a alcohol y a esparadrapo. Luego, tras echarle un vistazo a la doctora Anders, pregunté a Quen:

—¿Por qué razón estoy aquí?

Quen abrió los ojos un poco más y giró la cabeza para verme, vacilante porque sentía ganas de toser.

—¿No preferirías saber por qué me encuentro en este estado? —preguntó.

Yo me encogí de hombros.

—Te lo he preguntado antes, y te has puesto muy desagradable, así que he pensado probar con otra cosa.

Quen volvió a cerrar los ojos y se limitó a respirar lentamente y con dificultad.

—Ya te he dicho por qué pedí que vinieras

¿
Por lo de los burócratas
?

—De acuerdo —le dije. Deseaba cogerle la mano, pero no estaba muy se­gura de si le haría creer que sentía lástima por él. Eso le cabrearía. —Entonces cuéntame qué es lo que te has hecho a ti mismo.

Él volvió a tomar aire y lo contuvo.

—Algo que tenía que hacer —respondió exhalando.

Genial. Todo va de perlas
.

—Entonces, ¿he venido solo para agarrarte la mano mientras mueres? —pregunté frustrada.

—Más o menos.

Yo le miré la mano. Aún no me sentía preparada para cogérsela. Con torpeza, acerqué la silla un poco más y le di un golpe contra la baja estructura de madera.

—Al menos tienes buena música —musité haciendo que las arrugas de su rostro se relajaran ligeramente.

—¿Te gusta Takata? —preguntó.

—¿Y a quién no? —Con la mandíbula apretada, escuché la respiración de Quen. Sonaba húmeda, como si se estuviera ahogando. Agitada, le miré la mano y luego el diario que estaba en la mesita—. ¿Quieres que te lea algo? —pregunté deseosa de saber qué estaba haciendo allí. No podía levantarme como si nada e irme. ¿Por qué demonios me estaba haciendo aquello?

Quen empezó a reírse, pero tuvo que dejarlo para volver a inspirar lentamente hasta que su respiración se reguló de nuevo.

—No. Ya has tenido ocasión de ver a la muerte acercándose lentamente, ¿verdad?

En aquel instante afloraron los recuerdos de mi padre, la fría habitación de hospital y su pálida y delgada mano en la mía mientras se esforzaba por respi­rar, a pesar de que su cuerpo no era tan fuerte como su voluntad. Entonces me vino a la mente el momento en que Peter exhaló su último aliento y cómo su cuerpo se estremecía entre mis brazos hasta que finalmente se rindió y liberó su alma. Entonces sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas y que un do­lor familiar nublaba mis pensamientos, y supe que había hecho lo mismo con Kisten, aunque no lo recordara. ¡Maldita sea!

—Una o dos veces —respondí.

Él me miró fijamente y sus ojos se clavaron en el brillo que desprendían.

—No pienso disculparme por ser un egoísta.

—No es eso lo que me preocupa.

En realidad lo que realmente quería saber era por qué me había mandado llamar si no quería decirme nada. No, caí en la cuenta, sintiendo que mi rostro se quedaba impasible.
No es que no quiera decírmelo, sino que le ha prometido a Trent que no lo haría
.

Entonces me erguí en el frío sillón de cuero y me incliné hacia delante. Trent me escudriñó con la mirada, como si supiera que, por fin, lo había entendido. Completamente consciente de que tenía a la doctora Anders detrás de mí, le pregunté moviendo los labios, pero sin emitir ningún sonido:

—¿Qué es?

Quen se limitó a sonreír.

—Estás usando la cabeza —dijo casi en un susurro—. Eso está bien. —La sonrisa suavizó su expresión de dolor, y yo me recliné disgustada sobre el res­paldo del sillón sintiendo el bulto de mi bolso. ¡La estúpida ética de los elfos! Podían matar a alguien, pero no podían faltar a su palabra.

—¿Tengo que hacer la pregunta adecuada? —pregunté.

Él negó con la cabeza.

—No existe ninguna pregunta. Lo único que cuenta es lo que ves con tus propios ojos.

¡
Mierda
!
Ahora se me pone en plan anciano sabio
. Me sacaba de quicio que me hicieran eso. Pero entonces me puse tensa. Por encima de la débil música, la respiración de Quen se volvió aún más afanosa. El pulso se me aceleró y eché un vistazo al equipamiento médico, silencioso y oscuro.

—Tienes que descansar un poco —le dije cada vez más nerviosa—. Estás malgastando tus fuerzas.

Quen se quedó quieto, concentrándose en que sus pulmones se siguieran moviendo. El contraste con las sábanas grises hacía que pareciera una sombra.

—Gracias por venir —dijo. Su áspera voz se había vuelto extremadamente débil—. Es probable que no resista mucho más, y quiero que sepas que te agradecería que ayudaras a Trenton a superarlo. Él… lo está pasando muy mal.

—No te preocupes —dije alargando la mano y poniéndosela en la frente. Estaba caliente, pero no pensaba ofrecerle la taza con la pajita que estaba en la mesa a menos que me la pidiera. Al fin y al cabo, el pobre hombre tenía su orgullo. Las marcas de su rostro se habían inflamado, y lo que sí que hice fue coger la toallita desinfectada que me pasó la doctora en silencio, y le di unos toquecitos en la frente y en el cuello hasta que frunció el ceño.

—Rachel —dijo apartándome la mano—, ya que estás aquí, me gustaría pedirte un favor.

—¿Qué favor? —le pregunté. Entonces oí que aumentaba el volumen de la música y me giré hacia la puerta. Trent acababa de entrar, y tanto la música como la luz se desvanecieron cuando cerró la puerta.

A Quen empezó a temblarle el párpado, lo que significaba que sabía que Trent estaba allí. Entonces inspiró con cuidado y, suavemente, para no ponerse a toser, dijo:

—Si no lo consigo, me gustaría que ocuparas mi puesto como jefe de segu­ridad de Trent.

Yo me quedé con la boca abierta, y me eché atrás.

—¡Oh, no! ¡Eso sí que no! —respondí. Quen sonrió y cerró los ojos para ocultar el inquietante destello que daba a entender que podía ver más allá que cualquiera de nosotros.

Trent se situó junto a mí. Podía percibir lo enfadado que estaba conmigo por no haber esperado a que llegara, pero también la gratitud al saber que alguien, aunque fuera yo, había estado junto a Quen.

—Ya me imaginaba que te negarías —dijo Quen—, pero tenía que pedírtelo. —Sus ojos se abrieron y se posaron sobre Trent—. Ya había pensado en alguien más en caso de que dijeras que no. ¿Me prometes, al menos, que le ayudarás cuando lo necesite?

Trent cambió de postura como si buscara la manera de dar salida a la tensión que había acumulado.

Estaba a punto de decir que no, cuando Quen añadió:

—Solo de vez en cuando, y siempre que te pague bien y que no se vean comprometidos tus principios morales.

El olor a seda y al perfume de otras personas se hizo más intenso conforme aumentaba el malestar de Trent. Yo eché un vistazo a su expresión de frustración, y luego volví a mirar como Quen luchaba por inspirar otra vez más.

—Lo pensaré —dije—, pero no descarto que lo mande a tomar viento.

Quen cerró los ojos en señal de reconocimiento y extendió la mano con la palma hacia arriba esperando que se la cogiera. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas. ¡
Mierda
! ¡
Mierda
! Se estaba rindiendo. Su necesidad de apoyo había sido más fuerte que su orgullo. ¡Cuánto odiaba aquello!

Con la mano temblorosa, deslicé mis cálidos dedos en su fría palma y sentí cómo la apretaba. Con un nudo en la garganta, me limpié las lágrimas con rabia. ¡Maldita sea!

Quen relajó la postura y su respiración se reguló. Era la magia más antigua del universo, la magia de la compasión.

La doctora Anders se dirigió lentamente desde la ventana al tocador.

—No estaba listo —musitó—. Le dije que no estaba listo. La mezcla solo tenía un índice de éxito del treinta por ciento, y las conexiones eran muy débiles. ¡No ha sido culpa mía! ¡Tendría que haber esperado!

Quen me apretó la mano y su rostro se contrajo en lo que parecía una sonrisa. La reacción de ella le parecía graciosa.

Trent abandonó la zona inferior y yo me relajé.

—Nadie te ha echado la culpa —la consoló poniéndole una mano en el brazo. Entonces dudó unos instantes, y sin el más mínimo atisbo de emoción, añadió—: ¿Por qué no esperas fuera?

Sorprendida, me giré para ver su cara de indignación.

—¡Oh, oh! Se ha cabreado —susurré para que Quen pudiera enterarse. Él me respondió apretándome la mano pero, por lo visto, ella también me oyó, porque se me quedó mirando durante la friolera de tres segundos con su cara de uva pasa como si intentara encontrar las palabras adecuadas. Finalmente se dio media vuelta y se dirigió ofendida hacia la puerta. Una vez más, la luz y el sonido de la batería se introdujeron fugazmente y, antes de que quisiera darme cuenta, la calma y la oscuridad volvieron a adueñarse de la habitación dejando que la base musical de Takata repiqueteara como un lejano latido.

Trent descendió a la zona donde se encontraba la cama de Quen. En un arre­bato de rabia tiró una pieza del costoso equipamiento que estaba encima de uno de los carros. El ruido del objeto golpeando el suelo me sorprendió tanto como su repentina muestra de rabia y frustración, y me quedé mirando cómo se aco­modaba justo allí, con los codos apoyados en las rodillas, y se sujetaba la barbilla con las manos. Trent también había tenido que presenciar la muerte de su padre.

Al verlo allí, desarmado e indefenso, sentí que la perplejidad se adueñaba de mi rostro. Era joven, estaba asustado y, una vez más, tenía que ver agonizar a la persona que lo había criado. Ni su poder, su dinero, su influencia o sus laborato­rios genéticos ilegales podían hacer nada por evitarlo. No estaba acostumbrado a sentirse tan desvalido, y aquello lo estaba destrozando.

Los ojos de Quen se abrieron con el golpe y, cuando me giré hacia él, me di cuenta de que me estaba esperando.

—Esta es la razón por la que estás aquí —dijo, confundiéndome aún más las ideas. Entonces miró brevemente a Trent y volvió a dirigirse a mí—. Trent es un buen hombre —dijo como si no estuviera allí sentado—, pero es un hombre de negocios. Su vida gira alrededor de cifras y porcentajes. Ya me da por muerto. Enfrentarme a esto con él es una batalla perdida. Tú, en cambio, confías en ese once por ciento, Rachel. —Entonces inspiró con suma dificultad y sus pulmones realizaron un movimiento exagerado—. Por eso te necesito.

Aquella larga alocución lo había dejado sin aliento y, mientras luchaba por recuperar la respiración, le presioné la mano con fuerza recordando a mi padre. La verdad de sus palabras hizo que apretara los dientes y volviera a sentir una fuerte presión en la garganta.

—Esta vez no, Quen —dije sintiendo el inicio de un fuerte dolor de cabeza que me obligó a aflojar la presión de la mano—. No voy a quedarme aquí sen­tada esperando a que mueras. Lo único que tienes que hacer es resistir hasta el amanecer. Si lo consigues, lo superarás.

Era lo que había dicho la doctora Anders y yo, a diferencia de Trent, lo veía como algo factible. ¡Joder! No es que creyera en el once por ciento, es que lo necesitaba con toda mi alma.

Trent nos miraba horrorizado, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. No era capaz de ver las cosas de otro modo que no fuera a través de sus gráficos y predicciones.

—No es culpa tuya, Sa'han —dijo Quen. Su voz grave acarreaba un dolor más leve—. Es solo una forma de pensar. Pero yo la necesito a ella porque, aunque no lo parezca… quiero vivir.

Con los sentimientos divididos, Trent se puso en pie. Yo lo observé mientras abandonaba la zona inferior y se alejaba, y sentí pena por él. Yo podía ayudar a Quen y él no. La puerta se abrió y volvió a cerrarse, dejando entrar una peque­ña pizca de vida antes de que la incierta oscuridad que escondía el futuro nos envolviera de nuevo en una expectante calidez y una tersa quietud.

Estábamos solos. Miré la oscura mano de Quen en la mía y vi la fuerza que transmitía. Se avecinaba una dura batalla que tendría que librarse tanto con el cuerpo como con la mente, pero al final sería el alma la que decantara la balanza.

—Sé que te tomaste algo —le dije con el corazón a mil ante la posibilidad de que se decidiera a responderme—. ¿Qué era? ¿Un tratamiento genético? ¿Y por qué lo hiciste?

Los ojos de Quen tenían una vez más el brillo de aquellos que pueden ver más allá. Entonces inspiró, de un modo que hizo que yo misma sintiera dolor, y parpadeó negándose a responder.

Frustrada, le apreté la mano con firmeza.

—Como tú quieras, hijo de puta —le espeté—. Te cogeré la jodida mano, pero no pienso dejar que te mueras. ¡Dios mío! Concédenos ese once por ciento. Te lo suplico. Solo por esta vez. No había sido capaz de salvar a mi padre. Ni a Peter. Ni tampoco a Kisten. Y el sentimiento de culpa al pensar que todos ellos habían muerto para salvarme fue suficiente para que me apoyara en las rodillas y me pusiera a sollozar.

Esta vez no, por favor. Él no
.

—No importa si vivo o muero —dijo con voz áspera—, pero verme pasar por esto es la única… manera de que averigües… la verdad —concluyó retorciéndose de dolor. Se estaba poniendo peor. Sus ojos, claros como los de un pajarillo, se clavaron en los míos, y la pena que tenía dentro se hizo aún más evidente—. ¿Estás segura de que quieres conocerla? —me preguntó con la frente cubierta de gotas de sudor.

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