Fuera de la ley (32 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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De pronto me eché a llorar desconsoladamente. El asesino de Kisten me había atado y bastaría que moviera un solo dedo para que le suplicara, retorciéndome, que volviera a hacérmelo. Me había caído, y ni siquiera había visto el agujero.

¡Qué estúpida había sido! Había estado jugando con vampiros. Había creído que podía mantenerme a salvo, pero aquello ya no servía de nada. Nunca quise que sucediera, pero había pasado.

—¡Rachel! ¡No estás atada! —dijo Ivy dándome una pequeña sacudida—. Si lo estuvieras, yo lo percibiría por el olor. Es posible que el asesino de Kisten lo intentara, pero no lo consiguió. Yo lo notaría. ¡Escúchame! ¡No te pasa nada!

Conteniendo la respiración, intenté dejar de llorar.

—¿No estoy atada? —dije levantando la vista y notando el sabor salado de mis lágrimas—. ¿Estás segura?
Por favor, Dios mío. Dame una segunda oportunidad. Te lo prometo. Te prometo que seré buena
.

Chistándome suavemente, Ivy me rodeó con sus brazos, me apretó contra su cuerpo y empezó a mecerme como si fuera una niña pequeña en nuestra cocina iluminada de azul.

—No estás atada —susurró, y yo me puse a derramar lágrimas de alivio sobre su hombro mientras empezaba a creerlo—. Pero averiguaré quién ha sido el cabrón que te ha hecho esto y lo obligaré a pedirte perdón de rodillas.

Yo me aferré a su suave voz de seda gris, que me alejaba del abismo. No es­taba sola. Ivy iba a ayudarme. Me había dicho que no estaba atada y tenía que creerla. La gratitud empezó a fluir y todos los músculos parecieron relajarse. Ivy lo notó y dejó de acunarme.

De pronto fui consciente de que estaba de pie en medio de la cocina y de que Ivy me estaba rodeando con sus brazos. El deseo que habían despertado en ella mis marcas no reclamadas había desaparecido, y allí estaba yo, sintiendo su calor, su fuerza, y su afán por protegerme. En aquel momento levanté la vista y miré sus húmedos ojos marrones, a pocos centímetros de los míos. Mostraban un dolor compartido, como si solo entonces fuera capaz de empezar a comprenderla.

Entonces me pasé la lengua por los labios intentando averiguar cómo me sentía.

—Gracias —dije, y sus pupilas se dilataron en un instante haciendo que un chispazo de sorpresa se clavara en mi vientre.

De pronto se oyó el batir de unas alas de pixie, y ambas miramos hacia el pasillo descubriendo a Jenks.

—Lo siento —jadeó batallando con un frasco lleno—. ¿Llego demasiado tarde?

Entonces levanté la vista hacia la puerta abierta del armario de los hechizos, y luego hacia el frasco que blandía Jenks. De pronto, desde la parte delantera de la iglesia, llegó el sonido de la voz de Keasley.

—¿Rachel? —preguntó preocupado—. ¿Estás bien?

Yo alargué el brazo para detenerlo.

—¡Jenks, no! —grité suponiendo que Keasley había activado el hechizo, pero Ivy había alzado la vista, y el pixie realizó una astuta voltereta hacia atrás.

La poción le dio de lleno en la cara, su visión se volvió borrosa, y como una suave y delicada prenda recién lavada cayendo sobre una cuerda, se derrumbó.

Confundida, logré agarrarla por los hombros, y la dejé en el suelo con cuidado. Jenks le había tirado una de las pociones tranquilizantes con las que estábamos experimentando, pero no se suponía que tenía que quedarse inconsciente. Era demasiado fuerte.

El pixie se colocó entre nosotras, batiendo las alas a toda velocidad, por en­cima de los relajados rasgos de su rostro. Su nuevo mordisco estaba lívido, y entonces pensé en el mío, sintiéndome por primera vez avergonzada. Dios. No podía seguir haciendo aquello. Me había arriesgado a perderlo todo. Tenía que haber un modo mejor de hacerlo.

—Solo está inconsciente. Respira —confirmó Jenks, y yo suspiré aliviada—. Modificar hechizos podía ser, como mínimo, arriesgado, y su corazón habría podido pararse.

—Es demasiado fuerte —dije, contenta de que no me hubiera salpicado ni siquiera un poco—. No debería haber perdido el conocimiento. —Entonces me puse en pie, acordándome de Keasley, y lo vi de pie junto a la puerta de entrada, incómodo e inseguro, con su fino pijama marrón—. ¿Estás bien?

—No soy yo el que tiene un mordisco de vampiro —dijo, posando sus ojos en mi cuello. Yo me negué a tapármelo—. Jenks me dijo que tu compañera de piso perdió el control.

El recuerdo de lo que había sucedido en los últimos diez minutos me golpeó de lleno y empecé a tambalearme. Creía que estaba atada al asesino de Kisten. Había… Podía haber estado atada al asesino de Kisten.

—No me encuentro demasiado bien —dije sintiendo que la sangre me bajaba hasta las rodillas. Mareada, inspiré hondo mientras los músculos se me aflojaban y mi cuerpo empezaba a resbalar. Entonces me quedé mirando al suelo, aturdida.

—¡Eh! ¡Cuidado! —exclamó Keasley, y de pronto sus delgados brazos me rodearon y noté cómo batallaba para dejarme en el suelo sin doblar las rodillas.

—Estoy bien —farfullé en el momento en que me fallaban las piernas, dejando en evidencia que no era cierto—. Estoy bien. —Parpadeando, me senté junto a Ivy, apoyándome en el armario de debajo del fregadero, y metí la cabeza entre las piernas para no desmayarme—. Jenks —susurré.

Él aterrizó en el suelo, colocándose entre mis pies, y alzó la vista.

—¡Te ha mordido! —dijo haciendo que sus chispas plateadas se mezclaran con las motas de olvido que intentaban abrirse paso a través de mi conciencia—. ¡Te dije que no estaba preparada! ¿Por qué nadie me hace caso?

—Sí, me ha mordido —admití mientras las cosas empezaban a cobrar sen­tido—. Pero yo deseaba que lo hiciera, joder. Además, esto no es asunto tuyo, pequeño mentiroso alado.

Agitaba las alas con furia, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta cuando vio la expresión de mi rostro. Entonces echó a volar, súbitamente inseguro, y yo alcé la cabeza y lo seguí con la mirada.

—El asesino de Kisten también me mordió —dije. Él palideció, dirigiéndose hacia la encimera y alejándose de mi alcance—. Lo he recordado —añadí reu­niendo fuerzas para erguirme y quedarme mirando sus muestras de culpabi­lidad—. El vampiro intentó atarme y creo que tú lo sabías. Ya puedes empezar a largarlo todo, pixie.

No puedo seguir haciendo esto. Estoy jugando con fuego, y tengo que parar
.

Jenks salió disparado dejando tras de sí una estela de polvo. Keasley, por su parte, agitó los pies descalzos dentro de sus zapatillas de lona, y yo me levanté, furiosa y casi fuera de mí por la frustración. Al ver a Ivy en el suelo, apreté los dientes intentando no echarme a llorar. Estaba hecha un lío. Seguidamente me agarré el hombro derecho y lo estrujé hasta que empezó a dolerme, con el recuerdo de la muerte Kisten pesando sobre mí.
Esto no es justo
. ¡
Maldita sea
!
No es justo
.

—¡Tú estabas allí, Jenks! —dije pasándome la mano por la cara para quitarme el pelo de los ojos—. Dijiste que no te habías separado de mí en toda la noche. ¿Quién me mordió? ¿Quién me dio la poción para olvidar? —En ese momento miré a Keasley, sintiendo un nudo en la garganta debido a la rabia por haber sido traicionada—. ¿Fuiste tú? —le grité. El anciano sacudió la cabeza con una expresión tan triste que no tuve más remedio que creerle.

—Rache —farfulló, haciendo que me concentrara en él mientras regresaba a la encimera—. No vayas por ahí. Estabas desquiciada. Ibas a hacerte daño a ti misma. Si no lo hubiera hecho, estarías muerta.

Mis labios se entreabrieron e intenté respirar. ¿Jenks me había dado la poción?

Me sentía como si fuera a desmayarme de nuevo. Entonces me di la vuelta y volqué sobre Ivy la tinaja de agua con sal. Keasley retiró sus gastadas zapa­tillas mientras yo la derramaba sobre su cabeza calándola hasta los huesos. Sin embargo, mientras ella recobraba el conocimiento, escupiendo, yo no aparté la mirada de Jenks.

—Estabas allí —repetí buscando una rápida reacción de Ivy, que intentaba alzarse detrás de mí—. Dijiste que habías estado conmigo toda la noche. Estabas allí cuando el asesino de Kisten me mordió. ¡Dime quién lo hizo! —le grité con tal fuerza que me dolió la garganta.

El corazón me latía rápido mientras me colocaba justo encima de Jenks. Estaba furiosa. Asustada. Aterrorizada ante la posibilidad de que me pudiera revelar que había sido Ivy. Quizá sí que estaba atada, y no percibía el olor porque había sido ella. ¿Sería esa la razón por la que me había entregado a ella minutos antes?

¡
Oh, Dios
!
Por favor, no
.

Jenks agitaba las alas con tal fuerza que se habían vuelto borrosas, pero no se movió, mirándonos alternativamente a Ivy y a mí mientras nos aproximábamos amenazadoramente. Tenía los calcetines empapados de agua salada y pude oír la rabia y la frustración de Ivy por el hecho de que mi magia la hubiera dejado inconsciente. Pero no había sido yo, sino Jenks.

—¡No lo sé! —aulló cuando Ivy golpeó la encimera de acero inoxidable con la palma de la mano y una gota de agua salada le salpicó las alas—. Cuando te alcancé, Kisten estaba muerto, realmente muerto —dijo con expresión avergon­zada—. Nunca vi a su asesino. Lo siento, Rachel. No sabía qué hacer. Estabas gritando y llorando. Habías perdido por completo la razón. Dijiste que Kisten había mordido a su asesino para que sus sangres se mezclaran y que ambos murieran para siempre.

Ivy soltó un gruñido y se dio la vuelta, y yo le puse una mano sobre el hombro sin dejar de mirar a Jenks.

—Pero no funcionó —dijo Jenks mirándonos a ambas—, porque Kisten no llevaba suficiente tiempo muerto, de manera que solo murió él. Tú querías ir detrás de aquel cabrón para asegurarte de que estaba muerto. Rache, no habrías sobrevivido, aunque el vampiro estuviera casi muerto. Te había mordido. No se puede hacer frente a un vampiro muerto.

Con la mandíbula apretada, cerré los ojos intentando recordar, mientras percibía el temblor de Ivy a mi lado. Nada. Solo un dolor agudo y un pálpito en el pie y en el brazo, donde alguien me había agarrado con fuerza. Era un dolor que había nacido tres meses atrás, tan intenso y tan real como si acabara de producirse.

—Fuiste tú el que me dio la poción para olvidar —susurré a Jenks—. ¿Por qué? ¿Merecía la pena tener que pasar por todo esto? ¡Quiero saber quién lo realizó!

—¡Habla de una vez, pixie! —ladró Ivy dándose la vuelta. Tenía las pupilas dilatadas y las mejillas cubiertas de pequeñas manchas rojas.

—Tuve que hacerlo —admitió reculando, y sus alas se pusieron en marcha cuando uno de los talones chocó con una servilleta—. Yo mismo preparé la poción y añadí algunas gotas de tu sangre. ¡Querías perseguir al asesino de Kisten! —exclamó—. ¡Te habría matado! Yo solo mido unos pocos centímetros. No tenía muchas opciones. Y no podía perderte justo en aquel momento.

Ivy clavó el codo sobre la encimera con un golpe y apoyó la frente sobre la mano ahuecada. El pelo le ocultaba el rostro, y me pregunté cómo se sentía.

Maldición, aquello no era justo. Lo habíamos logrado, habíamos conseguido encontrar un equilibrio, y luego había recobrado la memoria y lo había echado todo a perder.

—Aquel vampiro te habría matado —se justificó Jenks con voz suplicante—. Pensé que, si lo olvidabas, el tiempo se ocuparía del resto. No estás atada, así que todo ha salido bien. ¡Todo está bien, Rachel!

Rogué al cielo para que Jenks tuviera razón pero, cuando me llevé la mano al cuello y me cubrí los mordiscos, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Dios mío. Jamás me había sentido tan vulnerable. Había estado jugando con vampiros. Había creído estar atada. No podía… No podía seguir haciéndolo.

Ivy inspiró emitiendo un sonido ronco. Tenía el ceño fruncido y, cuando se irguió, descubrí un profundo dolor en el fondo de sus ojos, un dolor que estaba cimentado en su alma.

—Disculpadme —dijo quedamente, y yo di un respingo cuando vi que salía disparada. Se fue de allí con una estremecedora velocidad vampírica, provocando un chirrido con los pies sobre el linóleo mojado. Intenté detenerla pero, antes de que quisiera darme cuenta, ya se había encerrado en su baño con un portazo.

Entonces miré a Jenks.
Mi vida es un asco
.

Cansada, apoyé la espalda contra el fregadero e intenté sacar algo en claro. No me encontraba bien. Estaba bajo los efectos de la falta de sueño, la falta de alimento y la falta de comprensión. No quería seguir dándole vueltas a la cabeza. Solo quería desaparecer o tener un hombro sobre el que llorar. Los ojos se me llenaron de lágrimas y me di la vuelta. No pensaba derrumbarme delante de Keasley. Ceri y yo estábamos enfadadas. Ivy había ido a esconderse. No tenía ninguna amiga a la que recurrir. Abatida, miré a los dos hombres, que me ob­servaban con una torpe preocupación. Tenía que largarme de allí.

—Jenks —dije en un susurro, mirando la cocina cubierta de sal—. Me voy a casa de mi madre. Lo siento, Keasley. Tengo que irme.

Sintiéndome liviana e irreal, mareada, pasé junto al solemne brujo y seguí la espeluznante senda acuosa en dirección al pasillo. Me dirigía hacia la puerta de entrada, y de camino agarré el bolso. No podía quedarme allí. Mi madre estaba lo suficientemente pirada como para entenderme, y lo suficientemente cuerda para ayudarme. Además, era posible que conociera un hechizo para revertir una poción para olvidar. Y después, Ivy y yo íbamos a atravesar al asesino de Kisten con el palo de una escoba.

14.

La cocina de mi madre había cambiado desde la última vez que había estado sentada a su mesa comiendo cereales. El ambiente estaba cargado de un fuerte olor a hierbas, pero no había ni rastro de ellas. Tampoco había cuencos para hechizos, ni cucharas de cerámica en el fregadero, pero el aroma a secuoya que había percibido cuando me había abierto la puerta vestida con la bata de leopardo, me dio a entender que hacía poco que había estado preparando hechizos.

En ese momento olía a lilas, aunque aún despedía un sutil deje a secuoya. Me hizo gracia que intentara ocultarme que se dedicaba a vender bajo mano los hechizos que ella misma preparaba. ¿Acaso me creía capaz de denunciar a mi propia madre? La SI no era, precisamente, muy generosa con las pensiones de viudedad, ni siquiera con las esposas de los miembros de la división Arcano, y probablemente a mi madre no le alcanzaba para pagar el impuesto sobre la propiedad inmobiliaria de lo que, tiempo atrás, había sido un barrio de clase media.

Era por la tarde, y la luz que entraba por la ventana iluminaba toda la cocina mientras yo, apesadumbrada y cansada, me dedicaba a comer cereales en un bol resquebrajado en el sitio en el que me había sentado siempre. Hechizos afortunados. No sabía qué me resultaba más inquietante, la posibilidad de que la caja fuera la misma de la última vez que había desayunado allí, o la de que no lo fuera.

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