Fuera de la ley (14 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Fuera de la ley
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Tenía la piel cubierta de las cicatrices con las que algunos inframundanos habían salido de la Revelación, y su rostro oscuro y curtido no hacía más que acentuar su imponente presencia. Tenía el cuello marcado por el mordisco de un vampiro, pero la mayor parte de la cicatriz quedaba oculta tras su collarín negro. Piscary le había clavado los colmillos en un ataque de rabia, y me pregunté cómo llevaba el hecho de llevar un mordisco no reclamado ahora que Piscary estaba realmente muerto. Yo también tenía uno, pero Ivy habría matado a cualquier vampiro que se atreviera a hincarme el diente, y todo Cincy lo sabía. Quen no contaba con esa protección. Tal vez la razón por la que quería hablar conmigo tenía que ver con el mordisco. A no ser que quisiera que trabajara para Trent.

Quen era el experimentado agente de seguridad de Trent Kalamack, cien por cien mortífero, aunque yo me habría fiado con los ojos cerrados de él si me hubiera dicho que me cubriría las espaldas. Trent era igual de peligroso sin haberse ganado mi confianza, pero el daño lo hacía con las palabras y no con las acciones. En sus mejores momentos era un político apestoso y en los peores, un asesino. El atractivo, carismático y exitoso hombre de negocios, no solo controlaba la mayor parte del tráfico de azufre de los bajos fondos de Cincinnati, sino también el de todo el hemisferio norte. Sin embargo, la razón que podría llevarlo a la cárcel, además de por ser un cabrón asesino (por lo que yo había conseguido que lo encarcelaran durante casi tres horas unos meses antes), era por traficar con biofármacos a escala mundial. Y lo que realmente me sacaba de quicio era que yo seguía viva gracias a ellos.

Había nacido con un defecto genético bastante común entre las brujas, el «sín­drome de Rosewood», según el cual mi mitocondria contenía una enzima que mi cuerpo interpretaba como un invasor y, como resultado, estaba destinada a morir antes de cumplir los dos años. Dado que por aquella época mi padre trabajaba en secreto codo con codo con el padre de Trent para intentar salvar sus respectivas especies, este último había modificado la composición genética de mi mitocondria de modo que la enzima fuera ignorada. Estaba convencida de que no sabía que la enzima era lo que permitía que mi sangre despertara la magia demoníaca, y agradecía a Dios que las únicas personas que conocíamos este hecho fuéramos mis amigos y yo. Bueno, y Trent. Y algunos demonios. Y todos los demonios a los que se lo hubiera contado. Y todas las personas a las que se lo hubiera contando Trent. Y, por supuesto, también Lee, el otro brujo que el padre de Trent había sometido al tratamiento.

De acuerdo, tal vez se había convertido en un secreto a voces.

En aquel momento la relación que tenía con Trent se encontraba en un punto muerto. Yo intentaba meterlo en la cárcel, y él, lo mismo intentaba matarme que contratar mis servicios, dependiendo de su estado de ánimo.

Además, aunque yo podía hacer público su negocio ilegal con biofármacos y provocar que todo se viniera abajo, probablemente acabaría recluida en algún centro de salud en Siberia o, peor todavía, en algún lugar rodeado de agua salada como Alcatraz. Él, en cambio, volvería a la calle y se presentaría a la reelección en menos que estornuda un pixie. Ese era el tipo de poder que tenía.

Y eso era realmente irritante
, pensé cambiando el peso de mi cuerpo a la otra pierna mientras el ascensor se detenía y las puertas empezaban a abrirse.

Inmediatamente salí y apreté el botón de bajada. Ni por lo más remoto iba a recorrer los pasillos hasta el diminuto ascensor secundario y subir a la terraza con Quen. Era impulsiva, pero no estúpida. Quen también salió a toda prisa, mirando como un guardaespaldas mientras se quedaba de pie delante de la puerta del ascensor hasta que volvió a cerrarse.

Mis ojos se dirigieron a la cámara de la esquina, y comprobé aliviada que la luz roja estaba encendida. Me quedaría allí hasta que el ascensor volviera.

—Ni se te ocurra tocarme —lo amenacé—. Ni por todo el oro del mundo volvería a trabajar para Trent. Es un maldito niño mimado, manipulador y hambriento de poder que piensa que está por encima de la ley. Y mata a la gente con la misma tranquilidad con que un mendigo abriría una lata de judías.

Quen se encogió de hombros.

—Y también es una persona inteligente, leal con aquellos que se han ganado su confianza, y que se preocupa por sus seres queridos.

—Y al resto que les zurzan ¿no?

Con la cadera ladeada esperé en silencio, cada vez más cabreada. ¿Dónde demonios estaba el ascensor?

—Me gustaría que lo reconsideraras —dijo Quen, y yo di un paso atrás so­bresaltada al comprobar que estaba sacando un amuleto de su manga. Después de mirarme con una ceja levantada, empezó a moverse lentamente haciendo una especie de circuito, sin quitar ojo al disco de secuoya que brillaba de un débil verde. Probablemente se trataba de algún amuleto de detección. Yo tenía uno que me decía si había algún hechizo mortífero en las inmediaciones, pero había dejado de llevarlo encima cuando descubrí que hacía saltar las alarmas antirrobo del centro comercial.

Aparentemente satisfecho, Quen se guardó el amuleto.

—Necesito que vayas a siempre jamás para recuperar una muestra de elfo.

Yo me eché a reír, lo que provocó un asomo de rabia en su rostro.

—Trent acaba de hacerse con una muestra de Ceri —dije agarrándome con fuerza a mi bolso—. Creo que eso le tendrá ocupado por un tiempo. Además, por mucho que quisierais pagarme, nunca será suficiente como para que vaya a siempre jamás. Y mucho menos para coger un pedazo de elfo muerto de dos mil años.

En ese momento oí llegar uno de los ascensores que tenía detrás y me acerqué a él dispuesta a salir pintando de allí.

—Sabemos donde está la muestra de tejido. Solo necesitamos recuperarla —dijo Quen observando de reojo que se abría la puerta del ascensor.

Yo reculé colocándome de manera que no pudiera seguirme.

—¿Cómo? —pregunté sintiéndome más segura.

—Se trata de Ceri —dijo simplemente con un asomo de miedo en sus ojos.

Las puertas empezaron a cerrarse y yo apreté el botón de abrir.

—¿Ceri? —inquirí preguntándome si era esa la razón por la que no nos ha­bíamos visto mucho últimamente. Sabía que yo odiaba a Trent, pero los dos eran elfos y, dado que ella pertenecía a la realeza y que él estaba forrado, hubiera sido estúpido pensar que no hubieran tenido algún tipo de contacto en los últimos meses, independientemente de que se cayeran bien o no.

Al ver mi interés, Quen adoptó una actitud de confianza.

—Trent y ella han estado tomando el té todos los jueves —explicó suavemente, mirando de reojo al pasillo con culpabilidad—. Deberías estarle agradecida. Él está absolutamente obsesionado con ella, a pesar de lo mucho que le aterroriza su mancha demoníaca. De hecho, creo que forma parte de la atracción. Pero está empezando a considerar que poseer una mácula demoníaca no te convierte en una mala persona. Ella salvó mi relación con él. Es una mujer muy sabia.

No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que había pasado un mile­nio sirviendo a un demonio. Las puertas empezaron a cerrarse de nuevo, y yo apreté el botón durante algunos segundos más.

—Todo se fue a la mierda cuando Trent descubrió que estabas usando la magia negra para protegerlo, ¿eh?

Quen no se inmutó, e incluso siguió respirando con calma, pero su excesiva tranquilidad me dio a entender que estaba en lo cierto.

—¿Y bien? —le pregunté en tono desafiante.

—Pues que está empezando a barajar la posibilidad de que tú también seas de fiar. ¿Por qué no lo piensas? Necesitamos la muestra.

El recuerdo de que también mi alma tenía una mancha demoníaca me molestó, y apreté el botón de cerrar. De ninguna manera iba a aceptar.

—Ponte en contacto conmigo dentro de, digamos, unos cien años.

—No tenemos cien años —dijo Quen con cierto tono de desesperación—. Solo tenemos ocho meses.

¡
Oh, mierda
!

—¿Qué quieres decir con ocho meses? ¿Por qué no siete? ¿O nueve?

Quen no dijo nada. De hecho, ni siquiera me miró. Y yo no me atreví a tocarlo.

—¡No me digas que la ha dejado embarazada! —grité sin importarme que alguien me pudiera oír—. ¡Qué hijo de puta! ¡No es más que un maldito hijo de puta!

Estaba tan enfadada que casi me echo a reír. Quen tenía la mandíbula tan apretada que las picaduras de viruela de su rostro salían hacia fuera adquiriendo un tono blanquecino.

—Quiero hablar con Trent —le dije. Con razón Ceri llevaba un tiempo evi­tándome. La pobre todavía se estaba recuperando de mil años de servidumbre demoníaca y va Trent y la deja embarazada—. ¿Dónde está?

—De compras.

Yo fruncí el ceño.

—Te he preguntado «dónde».

—Al otro lado de la calle.

Conque había salido de compras. Me apostaba lo que fuera a que no se trataba de botitas de bebé o de una silla de seguridad para el coche. Entonces me acordé de mi cita con Marshal y miré por los cristales empañados de la ventana para calcular qué hora era. Debía de ser la una y pico. Tenía tiempo de sobra. A no ser que se tratara de una estratagema y que en realidad Trent quisiera matarme; en cuyo caso podía ser que llegara un poco tarde.

Apreté con fuerza el botón de bajada y las puertas del ascensor se abrieron inmediatamente. ¡De compras! ¡Se había ido de compras!

—Tú primero —dije a Quen antes de entrar en el ascensor.

7.

El ligero calor de la acera se desvaneció cuando doblé la esquina y entré en la sombra de los altos edificios.

—¿Dónde está? —pregunté girándome hacia Quen y retirándome el pelo de la cara. Caminaba junto a mí, aunque unos pasos por detrás, y aquello me ponía los pelos de punta.

El hombre tranquilo y poderoso apuntó con la barbilla al otro lado de la calle y, cuando seguí su mirada, sentí una punzada de temor. «Disfraces Otras criaturas terrestres, S.A.». Maldita sea. ¿Trent se estaba comprando un disfraz para Halloween?

En aquel momento eché a andar en dirección a la exclusiva tienda de disfraces. ¿Y por qué no? Seguro que a Trent le habían invitado a fiestas como a cualquier otro. Probablemente a más que a la mayoría. Pero ¿Otras criaturas terrestres? Se necesitaba pedir cita con antelación, especialmente en octubre.

De pronto me detuve en el bordillo, sintiendo que Quen se detenía detrás de mí.

—¿Quieres dejar de seguirme de una maldita vez? —le pregunté haciendo que diera un respingo.

—Lo siento —dijo. A continuación se apresuró a colocarse junto a mí mientras cruzaba por en medio de la calle. En ese momento lo pillé mirando al paso de peatones y tuve que aguantarme la risa.
Oh, sí. Soy una chica mala
.

Tras un instante de vacilación ante la placa «Se requiere cita previa», me acerqué a la puerta justo en el momento en que alguien abría desde el interior. El portero tenía cara de retrasado mental, pero, antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, una mujer algo mayor vestida con una falda y una chaqueta de color melocotón que parecían recién planchadas se acercó taconeando, aunque el sonido de sus pasos se amortiguó cuando pisó la espesa alfombra blanca.

—Lo siento, pero solo atendemos a los clientes que vienen con cita —dijo la mujer mirando mis vaqueros y mi jersey con una expresión que com­binaba la profesionalidad con el educado desdén—. ¿Le gustaría pedir cita para el año que viene?

Mi pulso se aceleró y ladeé la cadera como respuesta a su implícita pero obvia opinión de que el infierno se helaría antes de que yo tuviera dinero suficiente para comprar un disfraz en su tienda. Yo inspiré profundamente, decidida a preguntarle por los alisadores res de pelo. Era consciente de que, por mucho que presumieran de su capacidad, no conseguirían hacer nada con el mío.

Justo entonces Quen se colocó detrás de mí, demasiado cerca para mi gusto.

—¡Ah! ¿Ha venido usted con el señor Kalamack? —preguntó mientras su pálido y anciano rostro se ruborizaba ligeramente.

Yo miré a Quen.

—No exactamente. Me llamo Rachel Morgan y necesito hablar con el señor Kalamack. Tengo entendido que está aquí.

La mujer me miró boquiabierta y, a continuación, se acercó y me agarró las manos.

—¿No me digas que eres la hija de Alice? —preguntó entrecortadamente—. ¡Oh! Debería haberme dado cuenta. Os parecéis muchísimo o, mejor dicho, os pareceríais si no fuera por los encantos que utiliza. ¡No sabes cuánto me alegro de conocerte!

¿
Perdón
? La mujer movía mi brazo de arriba abajo con entusiasmo y cuando miré a Quen, me di cuenta de que estaba flipando tanto como yo.

—En realidad hoy no estamos abiertos, querida —me confió con una fami­liaridad que me dejó aturdida—. No obstante, si esperas un momento, hablaré con Renfold. Estoy segura de que no le importará quedarse un rato más para atenderte. Los hechizos alisadores de tu madre han salvado nuestra reputación en numerosas ocasiones.

—¿Los alisadores de pelo de mi madre? —acerté a preguntar mientras le agarraba la muñeca y liberaba mi mano de la suya. Ella tenía que hablar seriamente. Aquello estaba sobrepasando los límites. ¿Cuánto tiempo llevaba dedicándose al contrabando de hechizos?

La mujer que, según la etiqueta de identificación bordeada de perlas verdes se llamaba Sylvia, me sonrió y me guiñó un ojo como si fuéramos amigas de toda la vida.

—¿No creerás que eres la única que tiene un pelo difícil de hechizar? —dijo. A continuación alargó el brazo y me pasó la mano por el cabello con ternura, como si fuera una preciosidad y no una fuente constante de quebraderos de cabeza—. Nunca entenderé por qué nadie está satisfecho con lo que la natura­leza le ha dado. Creo que es maravilloso que tú te sientas orgullosa del tuyo.

Tal vez «orgullosa» no era la palabra más acertada para describir lo que opinaba de mi pelo, pero no estaba dispuesta a empezar una discusión sobre peinados.

—Ummm, necesito hablar con Trent. Sigue aquí, ¿verdad?

La dependienta parecía sorprendida de que mi relación con uno de los sol­teros más codiciados fuera tan estrecha como para llamarlo por su nombre de pila. Luego miró a Quen y, al ver que asentía con la cabeza, nos condujo hacia el interior de la tienda con un escueto «Síganme, por favor».

Una vez que nos pusimos en marcha, empecé a sentirme mejor, a pesar de los murmullos del personal mientras caminábamos detrás de Sylvia por un camino flanqueado de suntuosos vestidos. La tienda despedía un cautivador olor a telas caras y perfumes exóticos unidos a un ligero dejo de ozono que indicaba que allí se hacían y se invocaban líneas luminosas. Otras criaturas terrestres abarcaba todo lo que tenía que ver con los disfraces, de manera que no solo vendían todo tipo de trajes y prótesis, sino también los hechizos necesarios para convertirse en quien tú quisieras. No disponían de tienda
on-line
, y la única forma de adquirir sus productos era pidiendo cita. No pude evitar preguntarme qué tipo de disfraz estaría buscando Trent.

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